“El Incesto del Presidente”, “La
Pederastia del Rey”, “El Robo del Ministro”, “Los Inmigrantes son unos
Ladrones”, “No Existe la Violencia de Género”, “Los Moros son unos Violadores”,
“Los Maricones están Enfermos”, “El Cambio Climático es una Falacia”, “La Tierra
Es Plana”, “El Hombre Nunca Llegó a la Luna”, etc. Cualquiera de estos titulares
y otros muchos menos amables y más extremos, que habitualmente incluyen nombres
y apellidos, podemos encontrarlos cada día en las redes sociales, incluso en
medios de comunicación que podríamos considerar, solo por tradición, más serios,
sin que dichas frases con apariencia de noticia informativa hayan sido mínimamente
contrastadas. Estos mensajes son vertidos con el ánimo de hacer daño, dividir, provocar
odio, buscar confrontación y, por supuesto, generar opinión con el objetivo de alterar
el equilibrio de poder, indiscutiblemente asociado al dinero. La verdad se
convierte en una entelequia en manos de estos manipuladores de masas que controlan
la información que nos llega pues son dueños de los medios y redes, independientemente
de la ideología a la que pertenezcan, a los que de forma recurrente acudimos
para saciar nuestra sed de odio y aplacar nuestra animadversión contra un
sistema en el que cada vez hay más desequilibrios sociales y en el que desgraciadamente
se ha logrado que el dinero se convierta en la finalidad y no en un medio más
para alcanzar un objetivo concreto. En definitiva, la verdad ya no tiene valor.
Sin embargo, lo más preocupante no es el hecho de que nos puedan engañar o que
nos dejemos engañar en función de que queramos escuchar una u otra cosa que se
acerque a nuestras ideologías —no confundir con ideales— o creencias —ya de por
sí es enfermizo tener ideologías o creencias, pero ya hablaremos de esto en otro
momento—, lo realmente malo es que el concepto de verdad va diluyéndose entre
la basura mediática e informativa y comenzamos a asumir que se trata de algo
sin importancia, sin valor, en especial, entre los jóvenes a los que da
exactamente igual si algo es cierto o no, si pueden sacar cualquier provecho de
ello —del tipo que sea— aunque solo sea una suerte de satisfacción personal, y
terminan aplicándolo en sus relaciones humanas, por cierto, cada vez menos
físicas y más digitales donde pueden ocultarse, nuevamente huyendo de la
verdad, tras un avatar que les permite permanecer en un anonimato relativo y
subjetivo.
No, la verdad no puede dejar de
ser importante. Es necesario velar por ella y tiene que regresar como principio
y valor fundamental en la sociedad. La verdad es la base de la confianza y sin
la confianza no cabe una especie social como la nuestra. En definitiva, la
verdad es el auténtico sustrato de nuestra especie y sin la verdad existirá un
motivo más, tal vez más importante de lo que creemos, para vernos avocados a la
desaparición. Ahora bien, la verdad, no como concepto, sino como realidad, como
esencia, tras esta etapa en la que está sufriendo lo indecible para imponerse
requiere una revisión. La verdad, si recapacitamos y somos capaces de
recuperarla como mecanismo fundamental en las relaciones sociales y se revierte
la situación actual del “todo vale” porque nadie se preocupa de contrastar los
mensajes vertidos, puesto que solo vamos a buscar la información que nuestro
subconsciente desea, deberá transitar hacia un estado probablemente no conocido
hasta ahora. A nadie le cabe duda alguna de que el ser humano es capaz de mentir.
Se lleva haciendo desde que existe el hombre. Se miente por toda suerte de
motivos, pero las mentiras tenían un carácter más o menos individual,
ciertamente había mentiras colectivas, y siempre se ha argumentado, por
ejemplo, que la historia es escrita por los vencedores, aunque mientan, más que
por los historiadores —que son científicos y esto nos acerca a esa revisión de
la verdad de la que hablo—. El caso es que las mentiras, tanto individuales
como colectivas —también los periódicos han mentido antes y de la publicidad ni
hablamos—, siempre han campado a sus anchas, pero nunca han tenido tanta
repercusión como ahora, pues una mentira podía desmontarse gracias a los
estudiosos, pero ahora una mentira, incluso aunque sea objeto de desmentidos
científicamente probados, puede prevalecer puesto que son los intereses de los
poderosos los que se imponen y cada vez es más difícil permitir que la verdad
aflore. Hay una cuestión fundamental para entender esto, se trata de la
inmediatez, vivimos ahítos de información que no permanece; no puede hacerlo
pues somos incapaces de retener tanto como nos llega, sin embargo, eso nos hace
influenciables, sumamente influenciables y, por descontado, al haber perdido el
valor la verdad y al recibir la información que deseamos, nunca nos
preocuparemos de contrastar la información recibida, pues estamos satisfechos y
al mismo tiempo saturados. Asumiremos que lo que nos llega es sencillamente lo
que es, siendo o no conscientes de que puede ser mentira. El problema es que ya
no es posible diferenciar lo verdadero de lo falso, porque tras el mensaje, no se
encuentra el ánimo de transmitir información veraz, sino de determinar, de orientar,
de dirigir el pensamiento del receptor. Ese es el problema. Nuestras mentes se
debilitan cuando se ven sometidas a un exceso de información inabarcable, y esa
debilidad nos hace manipulables, manejables. Es decir, quedamos inermes ante la
avalancha malintencionada de desinformación que busca convertirnos en autómatas
incultos y obedientes, seguidores de una ideología concreta, la del que tiene
el poder que nos quiere —y nos tiene— comiendo de su mano.
Para revertir esta situación no
son necesarios muchos factores. El problema es que esos factores están
determinados precisamente por quienes no quieren que la verdad prevalezca, por
quienes prefieren establecer su verdad. Me atrevo a decir que con dos sencillas
a la par que dificilísimas actuaciones se podría revertir la situación: la
educación debería ser un pilar fundamental para asegurar la verdad, siempre y
cuando no esté manipulada, ni controlada, ni sometida a nadie; y el otro factor
—algo más utópico si cabe— es que los medios de comunicación no deben estar al
servicio de nadie, deberían ser universales, no deberían ser empresas con ánimo
de lucro e interese espurios; deberían recuperarse ambos conceptos como
derechos universales de todos los seres humanos. Y ojo con las opiniones,
porque, sintiéndolo mucho, no todas las opiniones son válidas, es válido y respetable
que todos podamos tener una opinión, pero hay opiniones que son absolutamente
inauditas, estúpidas, absurdas y, por lo tanto, no deberían ser válidas ni
respetables; las opiniones deben estar sustentadas en hechos, en
argumentaciones, en deducciones, deben contener pensamiento crítico. Por
último, la verdad debería ser contrastada, cuando sus parámetros así lo
permitan —puesto que en ciertas circunstancias no es posible como pasa por
ejemplo con las emociones— siempre científicamente. A eso hay que añadir que la
contraverdad, la mentira, debería ser perseguida y penada. Y cuidado que esta
aseveración, pues puede convertirse en un arma poderosa, la misma que nos ha
traído hasta donde estamos.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 11 de enero de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
https://encabecera.blogspot.com.es/