La
iglesia estaba en silencio. A Matt aquello le pareció extraño pues había allí
dentro no menos de doce o trece mujeres encabezadas por Jennifer Apples y no la
veía capaz de mantenerse callada delante de todas aquellas mujeres y no
aprovechar para echarles alguna de sus peroratas, alguno de sus sermones que
decía extraer de las Sagradas Escrituras. Él mismo había sido testigo de ellos
en alguna ocasión y ciertamente resultaba bastante convincente. Era una mujer
altiva, segura de sí, capaz de elucubrar toda suerte de argumentos para
convencer a quien fuese de que su camino no era el recto e intentar enderezárselo.
Tampoco dudaba si veía que con sus palabras no lograba la rectitud deseada. Era
capaz de cualquier cosa, prácticamente de cualquier cosa, pero era cierto que
el padre John había sido su contención. Y ella, a pesar de su convencimiento ciego,
a pesar de su entrega absoluta y de su inusitada perseverancia, atendía al
freno que le imponía el padre John con el que evitaba enfrentamientos con los
vecinos del pueblo. «No debes dejarte llevar por los impulsos», le decía
el padre John y ella asentía, pero no podía dejar de decir «Pero son pecadores,
padre, son pecadores…». La muerte del padre John había supuesto para ella una
suerte de liberación. Ahora sería ella la que tomaría las riendas de aquella
comunidad y la enderezaría como se endereza un pequeño árbol con su tutor para
que crezca recto, no se tuerza o para lograr recuperar su verticalidad si por
mor de los hechos no ha alcanzado esa rectitud deseada.
Matt no iba a llamar a la puerta, así lo pensó. Él era el
sheriff. Era la autoridad, sabía que estaban allí dentro y sabía que tenía que
poner orden. Sin embargo, no le gustaba aquel silencio como no le gustaba tener
que enfrentarse a aquella caterva de mujeres comandadas por aquella «arpía» de
Jennifer Apples. No, a Matt no le gustó nunca Jennifer Apples. Para él no era
una mujer de fiar. Había tenido varios encontronazos con ella por
comportamientos, digamos, extremos en su ortodoxia y nunca había conseguido que
entendiese cuál era su función como sheriff. De hecho, con normalidad apelaba
precisamente a su condición para forzarle a tomar decisiones claramente
desproporcionadas. No, a Matt no le apetecía enfrentarse a aquella mujer. Eso
era, además, algo que su propia mujer no dejaba nunca de decir. Siempre le
había pedido que se alejase de aquella «… señora tan pía», le decía, «Es
peligrosa». Y vaya si lo era, acababa de demostrarlo nada más desaparecer su
rienda, el padre John. A su mujer tampoco le gustaba demasiado el padre John,
ni a él. Siempre le pareció bastante falso e hipócrita. Y era por todos
conocida su afición por el vino y las mujeres. Eso era algo que habían tolerado
más o menos en el pueblo por respeto, miedo o incluso compasión, aunque pueda
parecer increíble. El padre John era muy mayor, debía ser octogenario. Llevaba
allí toda la vida. Al menos esa era la impresión que todos tenían, así que, en
cierto modo, se toleraban sus deslices. Y a nadie parecía importarle lo que
había hecho sufrir a algunas niñas como la propia Mary cuando eran más jóvenes
tanto él como ella —a pesar de que él siempre
pareció un señor mayor—; todos parecían haber mirado para otro lado, por más
que era algo conocido, pero ocultado; incluso la propia Jennifer Apples parecía
perdonar ese comportamiento argumentando que un hombre que cuidaba bien de su
rebaño podía permitirse de vez en cuando algunas ligerezas.
No, a Matt no le caía bien el padre John, pero lo toleraba
porque era el sacerdote de su pueblo, era el padre John y en cierto modo lo
necesitaban. Necesitaban que estuviera en la iglesia los domingos para leer las
escrituras, necesitaban que estuviera allí para permitirles la confesión y
concederles el perdón. Lo necesitaban todos, incluso él. Su muerte era una
tragedia. De eso no había duda. Pensó en el cadáver depositado en la cámara de
frío del carnicero. Allí, aguardando a recibir una respuesta a la petición que
había hecho por cable para que le indicasen si debía esperar a un forense para
una autopsia y, sobre todo, para que enviasen a otro sacerdote para darle
sepultura en el camposanto del pueblo.
Matt acercó su oreja a la puerta de la iglesia. Ahuecó las
palmas de sus manos alrededor de su oído para intentar amplificar algún ruido.
Nada. Finalmente se decidió. Abrió la puerta y entró. Estaba oscuro, muy
oscuro, más que la propia noche que gobernaba en aquel momento su pequeña
ciudad. Le costó acostumbrarse a la oscuridad y al cabo de un instante
contempló el rostro de todas las mujeres mirándolo con aversión. Estaban
arrodilladas rezando y se habían vuelto hacia el ruido de la puerta que acababa
de abrir. Estaban separadas unas de otras en distintos asientos, ubicadas de
forma aleatoria, algunas compartían banco, pero no estaban juntas. Jennifer
Apples estaba en el banco más cercano al altar. Cuando comprobó quien era el
que las había interrumpido se alzó y con una voz que no parecía la suya le
dijo:
—¡Cómo osas profanar el templo de Dios con un arma en la
mano! ¡No eres bienvenido aquí, márchate! —le gritó.
Matt se detuvo en el umbral de la puerta. Su silueta se
recortaba en la penumbra. Aunque no podían verle la cara por la contraluz,
ninguna de las mujeres tenía duda de quien se trataba.
—Jennifer, por favor, debes venir conmigo. Has cometido un
delito muy grave…
—Ha sido esa arpía de Mary quien ha cometido el verdadero
crimen aquí —le interrumpió—. Ella y solo ella debe ser juzgada. Yo solo me
limito a cumplir el mandato divino. Esa mujer ha asesinado al padre John, ha
asesinado a nuestro pastor y este rebaño no puede vivir sin pastor.
—Sabes perfectamente que ha sido un accidente, Jennifer,
pero, sin embargo, haber prendido fuego a la casa de Anna Rose y haber
intentado linchar a Mary no ha sido casualidad, además hay testigos, demasiados
—enseguida se dio cuenta de que no había debido decir la última palabra, pues
propiciaba un resquicio que no quería dar a entender—. Tengo que llevarte
conmigo —se cuidó mucho Matt de decir que la iba a detener para evitar un
revuelo del resto de mujeres.
—Si me detienes a mí, estás deteniendo a Dios —Jennifer
captó perfectamente la sutileza y se la deshizo.
—Vamos, por favor, Jennifer, no seas así. Ven y lo
resolveremos —no era esa una respuesta demasiado convincente tampoco, «Joder,
demasiado paternalista…», pensó.
—Mujeres y madres, echad a este infiel de la casa de Dios —se
dirigió a todas y estas se levantaron para encaminarse hacia la entrada y
provocar la marcha de Matt quien, viendo lo que se le venía encima,
literalmente, se marchó puesto que no quería más problemas esa noche. Salió y dejó
la puerta abierta. El alba comenzaba a luchar por imponerse a la noche.
Imagen creada por el autor con IA.
Entre Charlotte y Sacramento a 27 de diciembre de 2024 y
Mérida a 23 de noviembre.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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