El cazador de moscas (xxi).

 


La iglesia estaba en silencio. A Matt aquello le pareció extraño pues había allí dentro no menos de doce o trece mujeres encabezadas por Jennifer Apples y no la veía capaz de mantenerse callada delante de todas aquellas mujeres y no aprovechar para echarles alguna de sus peroratas, alguno de sus sermones que decía extraer de las Sagradas Escrituras. Él mismo había sido testigo de ellos en alguna ocasión y ciertamente resultaba bastante convincente. Era una mujer altiva, segura de sí, capaz de elucubrar toda suerte de argumentos para convencer a quien fuese de que su camino no era el recto e intentar enderezárselo. Tampoco dudaba si veía que con sus palabras no lograba la rectitud deseada. Era capaz de cualquier cosa, prácticamente de cualquier cosa, pero era cierto que el padre John había sido su contención. Y ella, a pesar de su convencimiento ciego, a pesar de su entrega absoluta y de su inusitada perseverancia, atendía al freno que le imponía el padre John con el que evitaba enfrentamientos con los vecinos del pueblo. «No debes dejarte llevar por los impulsos», le decía el padre John y ella asentía, pero no podía dejar de decir «Pero son pecadores, padre, son pecadores…». La muerte del padre John había supuesto para ella una suerte de liberación. Ahora sería ella la que tomaría las riendas de aquella comunidad y la enderezaría como se endereza un pequeño árbol con su tutor para que crezca recto, no se tuerza o para lograr recuperar su verticalidad si por mor de los hechos no ha alcanzado esa rectitud deseada.

 

Matt no iba a llamar a la puerta, así lo pensó. Él era el sheriff. Era la autoridad, sabía que estaban allí dentro y sabía que tenía que poner orden. Sin embargo, no le gustaba aquel silencio como no le gustaba tener que enfrentarse a aquella caterva de mujeres comandadas por aquella «arpía» de Jennifer Apples. No, a Matt no le gustó nunca Jennifer Apples. Para él no era una mujer de fiar. Había tenido varios encontronazos con ella por comportamientos, digamos, extremos en su ortodoxia y nunca había conseguido que entendiese cuál era su función como sheriff. De hecho, con normalidad apelaba precisamente a su condición para forzarle a tomar decisiones claramente desproporcionadas. No, a Matt no le apetecía enfrentarse a aquella mujer. Eso era, además, algo que su propia mujer no dejaba nunca de decir. Siempre le había pedido que se alejase de aquella «… señora tan pía», le decía, «Es peligrosa». Y vaya si lo era, acababa de demostrarlo nada más desaparecer su rienda, el padre John. A su mujer tampoco le gustaba demasiado el padre John, ni a él. Siempre le pareció bastante falso e hipócrita. Y era por todos conocida su afición por el vino y las mujeres. Eso era algo que habían tolerado más o menos en el pueblo por respeto, miedo o incluso compasión, aunque pueda parecer increíble. El padre John era muy mayor, debía ser octogenario. Llevaba allí toda la vida. Al menos esa era la impresión que todos tenían, así que, en cierto modo, se toleraban sus deslices. Y a nadie parecía importarle lo que había hecho sufrir a algunas niñas como la propia Mary cuando eran más jóvenes tanto él como ella a pesar de que él siempre pareció un señor mayor—; todos parecían haber mirado para otro lado, por más que era algo conocido, pero ocultado; incluso la propia Jennifer Apples parecía perdonar ese comportamiento argumentando que un hombre que cuidaba bien de su rebaño podía permitirse de vez en cuando algunas ligerezas.

 

No, a Matt no le caía bien el padre John, pero lo toleraba porque era el sacerdote de su pueblo, era el padre John y en cierto modo lo necesitaban. Necesitaban que estuviera en la iglesia los domingos para leer las escrituras, necesitaban que estuviera allí para permitirles la confesión y concederles el perdón. Lo necesitaban todos, incluso él. Su muerte era una tragedia. De eso no había duda. Pensó en el cadáver depositado en la cámara de frío del carnicero. Allí, aguardando a recibir una respuesta a la petición que había hecho por cable para que le indicasen si debía esperar a un forense para una autopsia y, sobre todo, para que enviasen a otro sacerdote para darle sepultura en el camposanto del pueblo.

 

Matt acercó su oreja a la puerta de la iglesia. Ahuecó las palmas de sus manos alrededor de su oído para intentar amplificar algún ruido. Nada. Finalmente se decidió. Abrió la puerta y entró. Estaba oscuro, muy oscuro, más que la propia noche que gobernaba en aquel momento su pequeña ciudad. Le costó acostumbrarse a la oscuridad y al cabo de un instante contempló el rostro de todas las mujeres mirándolo con aversión. Estaban arrodilladas rezando y se habían vuelto hacia el ruido de la puerta que acababa de abrir. Estaban separadas unas de otras en distintos asientos, ubicadas de forma aleatoria, algunas compartían banco, pero no estaban juntas. Jennifer Apples estaba en el banco más cercano al altar. Cuando comprobó quien era el que las había interrumpido se alzó y con una voz que no parecía la suya le dijo:

 

—¡Cómo osas profanar el templo de Dios con un arma en la mano! ¡No eres bienvenido aquí, márchate! —le gritó.

 

Matt se detuvo en el umbral de la puerta. Su silueta se recortaba en la penumbra. Aunque no podían verle la cara por la contraluz, ninguna de las mujeres tenía duda de quien se trataba.

 

—Jennifer, por favor, debes venir conmigo. Has cometido un delito muy grave…

 

—Ha sido esa arpía de Mary quien ha cometido el verdadero crimen aquí —le interrumpió—. Ella y solo ella debe ser juzgada. Yo solo me limito a cumplir el mandato divino. Esa mujer ha asesinado al padre John, ha asesinado a nuestro pastor y este rebaño no puede vivir sin pastor.

 

—Sabes perfectamente que ha sido un accidente, Jennifer, pero, sin embargo, haber prendido fuego a la casa de Anna Rose y haber intentado linchar a Mary no ha sido casualidad, además hay testigos, demasiados —enseguida se dio cuenta de que no había debido decir la última palabra, pues propiciaba un resquicio que no quería dar a entender—. Tengo que llevarte conmigo —se cuidó mucho Matt de decir que la iba a detener para evitar un revuelo del resto de mujeres.

 

—Si me detienes a mí, estás deteniendo a Dios —Jennifer captó perfectamente la sutileza y se la deshizo.

 

—Vamos, por favor, Jennifer, no seas así. Ven y lo resolveremos —no era esa una respuesta demasiado convincente tampoco, «Joder, demasiado paternalista…», pensó.

 

—Mujeres y madres, echad a este infiel de la casa de Dios —se dirigió a todas y estas se levantaron para encaminarse hacia la entrada y provocar la marcha de Matt quien, viendo lo que se le venía encima, literalmente, se marchó puesto que no quería más problemas esa noche. Salió y dejó la puerta abierta. El alba comenzaba a luchar por imponerse a la noche.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

Entre Charlotte y Sacramento a 27 de diciembre de 2024 y Mérida a 23 de noviembre.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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