Era un niño. Era difícil precisar
su edad. Tal vez diez, tal vez catorce. Semejante diferencia encajaba por su
comportamiento un tanto extraño, a veces infantil, a veces extremadamente
serio, nunca acorde a su apariencia física. Al principio nos extrañaba. Siempre
tenía una cara risueña, no es que sonriese, pero no parecía tener
preocupaciones, no parecía fijarse en nada, aunque al mismo tiempo parecía que
todo le llamaba la atención. Luego nos acostumbramos. Y comenzamos a mirarle
sin extrañeza, con cotidianeidad. Era alto y delgado, bien parecido. Algo
encorvado. De manos largas y dedos esbeltos. Huesudo.
Lo veíamos los fines de semana,
los sábados cuando íbamos a la piscina. Su padre le acompañaba. Siempre. Desde
el primer momento supe que era su padre. Lo supe porque se comportaba como se
comporta un padre con un hijo que siente que debe resguardar de un mundo del
que el niño nunca se podrá proteger y que nunca podrá entender. Lo protegía
como yo mismo lo haría. Como yo mismo lo hice cuando los míos eran más
pequeños. Pero mis hijos ya no necesitan esa protección. Él sí. Por eso sabía
que era su padre. No tenía ninguna duda al respecto.
Siempre estaba junto a él. Él, el
padre, tendría unos cuarenta años, puede que más. Nunca le vimos sonreír, me
refiero al padre, sin embargo, resultaba evidente que quería mucho a su hijo.
Nunca hablamos con él, con el padre. Con el niño lo intentamos el primer día
que se nos acercó con una extraña curiosidad. Tardó bastante tiempo en hacerlo.
No podría asegurar si no se acercó antes a nosotros por desconfianza o porque
hasta aquel sábado no reparó en nuestra presencia. El caso es que se puso a
nuestro lado. No habló. Nos miró. Quiso tocarme, alargó el brazo y me rozó el
hombro y comenzó a tocarme la cara. Lo recuerdo perfectamente. Mis hijos se
quedaron mirándole estupefactos, creo que un tanto asustados también. Los
tranquilicé, les dije que no pasaba nada. Seguramente hoy ya no lo recuerden,
pero yo no creo que pueda olvidarlo. El niño era claramente mayor que ellos,
pero extrañamente ni tan siquiera a ellos les parecía así. Diría que sentían
por él lo mismo que se siente por un bebé, una mezcla entre ternura y
compasión. De repente el padre se acercó y se lo llevó. Sin decir nada, sin
excusarse —en realidad, no tenía por qué hacerlo, pero tuve la impresión de que
lo pensó—, sin preguntar. Nosotros íbamos a empezar a jugar con él. Siempre lo
hacíamos con cualquier niño que se acercaba: a tiburón, a pillar, a los pisos
de animales, a las casas, a los remolinos. Cualquier juego que se nos ocurriese
en el agua solía atraer a otros niños y jugábamos juntos hasta que se aburrían,
o hasta que se iban, o éramos nosotros lo que nos íbamos. Aquel niño nunca jugó
con nosotros. Seguía viniendo los sábados, pero nunca más se acercó. No sé si
fue porque el padre se lo prohibió o si fue porque dejamos de interesarle. Solo
jugaba con el padre que le prestaba atención con un cariño especial, constante,
incansable, permanentemente solícito. Un día dejó de venir, o tal vez fuimos
nosotros los que cambiamos la hora de ir a la piscina, o puede que
sencillamente dejásemos de ir una temporada, o puede que se mudasen de ciudad, o
puede que nosotros nos marchásemos a otro sitio, o puede que mis hijos ya no
quisieran volver a la piscina, o puede que tuviesen que arreglarla para evitar
pérdidas de agua, pero les llevó tanto tiempo que cuando volvimos, una vez
reparada, todos habíamos rehecho nuestros horarios y las coincidencias fueron
nuevas y las antiguas desaparecieron. Quién sabe, el caso es que dejamos de
juntarnos. A la piscina volvimos cuando nos fue posible, pero ya no vimos al
padre y al hijo. Los míos no preguntaron por el niño, no creo que el padre les
llamase la atención. En realidad, tampoco el niño les debió causar demasiada
impresión. A mí sí. Seguro que se trata de una suerte de sentimiento de pena,
más por el padre que por el hijo, aunque surge del desconocimiento y de una
especie de conmiseración empática cuya consumación uno no desea para él. El
padre debía sufrir… mucho. En definitiva, era su hijo, su propio hijo. Tal vez
por eso nunca sonreía. Pero también debía estar acostumbrado. Acostumbrado en
el sentido en el que alguien puede acostumbrarse a un sufrimiento por lo ajeno
y al mismo tiempo por lo propio. Un sufrimiento por algo que nunca cambiará y
que se debe interiorizar hasta el extremo de normalizarlo porque lo contrario
te volvería loco. Un sufrimiento que, lejos de superarse con el tiempo, se
acrecienta cuando se va comprobando que la dependencia del hijo no mengua y que
el padre cada vez puede ayudar menor porque el tiempo, cruel y magnánimo, va
mermando tus facultades. Un sufrimiento que no tiene fin porque su situación no
tiene fin. Un sufrimiento que solo provoca desesperanza y duda, y también
cierto odio y rencor: para con la humanidad, para con la creación, para con
dios… para con todo. Un sufrimiento innecesario y casual que castiga
impunemente a inocentes por el mero hecho de serlo y que no perdona ni se
reconcilia con quienes padecen, pareciendo que propiciar ese sufrimiento
regodea a quienes pudieran provocarlo que no es más que el azar, aunque uno
busque culpas donde no las hay para dar sentido al sufrimiento. Un sufrimiento
terrible, un sufrimiento por un ser amado que llega hasta lo más profundo de tu
corazón, pero que te desborda y va minando de oscuridad tu alma por más que
quieras luchar contra él.
Han pasado muchos años desde
entonces. No sé dónde estarán padre e hijo. Imagino que seguirán con su rutina,
igual que nosotros seguimos con la nuestra, por más que la hayamos cambiado
decenas de veces, aunque pueda parecer paradójico. El caso es que no he vuelto
a verlos. Me gustaría hacerlo, me gustaría acercarme a ese padre para darle los
buenos días, para saludarle con un gesto de cabeza, para sonreírle como quien
conoce a alguien de vista y no da siquiera para una breve conversación, para
que comprenda mi empatía, mi reconocimiento por su tesón, mi agradecimiento por
servirme de ejemplo, para transmitirle, si es que eso es posible, parte de mi
esperanza.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 26 de enero de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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