Es un muchacho.



Qué curiosa es la vida. Ayer regresé de Milán. Tenía escritas algunas líneas sobre la desinformación y la pérdida de valor de la verdad en los tiempos actuales y cómo eso tendrá consecuencias funestas en las generaciones venideras, puesto que la verdad, como concepto y necesidad para una humanidad que sigue viviendo en sociedad, va perdiendo valor frente a la duda y la mentira que se imponen haciendo que la verdad careza de relevancia y permitiendo que la incipiente incultura y ausencia de educación se apodere de nosotros convirtiéndonos en títeres al servicio de unos pocos. Sobre eso y sobre la soledad, sobre cómo aprender de la soledad —en realidad de esto ya escribí, pero creo que es un tema que bien merece la pena que sea recurrente—. El caso es que las casualidades de la vida hicieron que volviese a ver al niño y al padre con el que compartíamos piscina mis hijos y yo desde la distancia y con breves acercamientos fútiles. Esta vez estaba yo solo. Mis hijos estaban con su madre. El niño, ahora muchacho lampiño, pero con barba incipiente apareció frente a mí como por arte de magia, de forma inopinada. Me costó reconocerlo, de hecho, no supe quién era hasta que lo vi moverse. Cuando me fijé en él estaba quieto, expectante, estático. Eso no me llamó especialmente la atención puesto que estaba de espaldas y bien podría estar cogiendo el móvil para hacer una llamada o tal vez recordando algo que podría haber olvidado y que pudiera necesitar antes de entrar en el gimnasio. Bien podría haber pasado por un chaval de unos quince o dieciséis años, vestido como lo hacen ahora los chavales de quince o dieciséis años: unos vaqueros anchos, unas zapatillas planas de suela gruesa y blanca sobre las que descansaban los bajos del pantalón, una camisa —supongo que de manga corta— sobresaliente y de color estridente bajo una sudadera con gorro y con estampado de imágenes llamativas, pero de colores apagados. Solo cuando se movió levemente supe quién era. 


Comenzó a mover la cabeza hacia el lado izquierdo en un lento vaivén, hacia arriba y hacia abajo, no era un movimiento compulsivo, más bien resultaba contenido, pero constante, mesurado me atrevería a decir, pero confuso, extraño, incoherente. No parecía ni tan siquiera un espasmo ni un temblor o convulsión, sencillamente se trataba de una oscilación lenta y controlada en apariencia. Estaba en la puerta del vestuario masculino, pero no abría la puerta. Me fijé en él. Le reconocí. Él no me vio. Pocos pasos atrás llegaba su padre. A él le reconocí enseguida. Algún año mayor, algunas canas más, algunos kilos más, pero era él. La calvicie le estaba venciendo definitivamente. Llegaba hierático, sin mostrar alegría ni tristeza. Llegaba tal y como lo conocía yo. Con el rictus… vacío. El niño, ahora muchacho, le estaba esperando. El padre le dijo «Entra», el niño respondió sin palabras, con una suerte de gemido con el que cualquier chaval de hoy en día le responde a su padre cuando este le interpela. Pero buscó su mirada esperando un asentimiento que el padre le proporcionó y entonces el niño, ahora muchacho, abrió la puerta. Sin entrar volvió a mirar al padre, buscando otra confirmación que el padre le tendió y el niño, ahora muchacho, entró. Entonces los perdí de vista. Yo terminé mis ejercicios al cabo de un rato y entré también en el vestuario. No los busqué, había pasado demasiado tiempo. Me puse el bañador y me dispuse a nadar un rato. Cuando entré en la piscina allí estaban ellos, en la infantil. El padre recostado en el bordillo del vaso de la piscina, tumbado con los brazos abiertos y cubierto por el agua hasta el cuello, con un gorro de tela cubriendo el escaso pelo. El niño, ahora muchacho, estaba de pie, sobresalía su cuerpo del agua, tan delgado como cuando era niño, por encima de las rodillas. Llevaba un gorro también de tela que le caía ligeramente hacia el lado derecho, creo que era de color verde. Tenía un cubo de plástico en sus manos. Lo llenaba y lo vaciaba tirando el agua a un lado o a otro. Estaban solos en la piscina, pero cuando el niño, ahora muchacho, tiraba el agua más allá de una zona prudente para el padre, este le llamaba la atención y el niño le miraba y sin asentir repetía su acción derramando el agua más cerca. Una y otra vez.

 

Yo terminé y regresé al vestuario. Ellos estaban ahora tomando un baño en el jacuzzi. Las burbujas tenían absorto al niño, ahora muchacho, y cuando estas se paraban el padre le preguntaba si quería más. El niño asentía y el padre le indicaba que pulsase el botón para que volviese a funcionar el mecanismo y las burbujas reapareciesen. El niño obedecía nuevamente sin asentir o sin responder, presionaba el botón y las burbujas surgían de nuevo. El niño, ahora muchacho, intentaba tocarlas, tal vez cogerlas. En una ocasión intentó morderlas y el padre le llamó la atención. Hasta donde pude observar obedeció y no volvió a hacerlo. Yo desaparecí y les dejé atrás. Me duché y comencé a vestirme para regresar a casa. Ellos entraron. El niño iba delante, mirando constantemente hacia atrás para no perder de referencia al padre. Me pareció que arrastraba una pierna, pero no estoy seguro a causa de qué o si realmente lo hacía como una suerte de juego o entretenimiento. Entonces le oí dirigirse al padre. Eran ruidos apenas inteligibles para mí. No sé si le hablaba de verdad y yo no lo oía por la distancia —escasa en verdad— entre nosotros o si efectivamente se trataba de sonidos incoherentes pues el niño, ahora muchacho, no podía o no sabía hablar. Terminé de ponerme los zapatos mientras ellos comenzaban a desvestirse y a prepararse para una ducha y me marché. El niño ya era un muchacho.

 

Imagen creada por el autor con IA.

Entre Milán y Mérida a 1 y 2 de febrero de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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