No tengo por costumbre dejarme llevar por la
pesadumbre y el pesimismo, sin embargo, en ocasiones no queda más remedio que reflexionar
acerca de qué es lo que nos impide mejorar. Mejorar en términos pueriles —y así
terminaré este texto—, en términos simplistas, no relativos, en definitiva, en
términos objetivos.
La sociedad ha avanzado mucho, muchísimo en
los pocos siglos de existencia que se corresponden con los conceptos de
sociedad organizada en la historia de nuestras civilizaciones desde la
aparición del ser humano. Podemos retrotraernos hasta la última etapa del
mesolítico donde las sociedades comenzaron a abandonar el nomadismo y se
iniciaron los primeros asentamientos neolíticos con plena ebullición de varias
civilizaciones en torno al 6.000 a.C. Pero, sin embargo, desde entonces no hemos
cambiado mucho. En lo básico seguimos siendo igual. La gran revolución que
supuso la agricultura y que transformó al ser humano en unos tiempos para los
que la evolución no estaba preparada conserva su rémora sobre nosotros introduciendo
en nuestros cuerpos patologías que, a pesar de la medicina, seguimos sufriendo.
Desconozco cuántas decenas de miles de años deberán transcurrir para que este
cambio introducido por nuestra razón se amolde a nuestro físico, si es que llega
a producirse, pero lo cierto es que la rápida evolución de nuestro cerebro propició
una situación anómala en la naturaleza: dejamos de requerir una evolución
física de nuestro cuerpo para adaptarnos al medio. Esto es algo que constituye
una circunstancia extraordinaria, sin igual entre los seres vivos que habitan
este planeta. Es evidente que esto nos ha permitido posicionarnos a la cabeza
de cualquier hábitat en que nos encontremos, nos ha proporcionado una ventaja
competitiva sobre cualquier otro ser y nos facilita una capacidad adaptativa
siempre mediante la transformación del medio, eso sí, que, a pesar de nuestra pésima
naturaleza física, nos permite habitar y colonizar cualquier lugar. Es
inaudito. Cualquier otro ser vivo que habite nuestro planeta debería estar indignado
con los derroteros que la evolución tuvo con nosotros, los seres humanos. Y
sería comprensible. La inteligencia es el arma más poderosa de toda la
naturaleza. Somos unos privilegiados a la par que irresponsables. Pero, como
siempre, disponer de instrumentos maravillosos o terroríficos no es bueno o
malo en sí. Es el uso que se hace de ellos lo que determina su bondad o maldad.
Y el uso es responsabilidad exclusivamente nuestra. Somos nosotros, por tanto, los
únicos responsables del uso que hacemos de nuestra mente maravillosa o
terrible. El problema es que nadie nos pide responsabilidades porque nadie hay por
encima de nosotros tanto como individuos como sociedad. Aunque la clave de la agrupación
de los seres humanos en sociedades está en la delegación controlada y
supervisada de la responsabilidad de gobierno.
Las sociedades son complejas. Menudo Perogrullo.
La frase no puede llegar a convertirse ni siquiera en aforismo por lo simple
que es. Pero, a pesar de ello, esconde una ingente cantidad de información que
trasciende la obviedad de esta. Y es que las sociedades entremezclan una cada vez
mayor cantidad de seres humanos, cada uno de su padre y de su madre —por ahora—
y se establecen entre ellos millones de relaciones intrincadas y difíciles de
resolver. De ahí que la forma en que las sociedades se organizan es crucial y
el número de miembros que pertenecen a ellas es determinante. La historia de la
humanidad, esta vez considerada desde que tenemos constancia escrita de ella,
aunque evidentemente es cuestionable su narrativa, ha ido mostrando diferentes
formas de organizar las sociedades, pero básicamente siempre han sido dos.
Sociedades sometidas al dominio unipersonal, ya sea fundamentado en el poder y
el temor provocado por la religión —o ideologías y creencias— y el ejército; y sociedades
sometidas al dominio de los miembros de la sociedad, sean todos o unos pocos
seleccionados, fundamentado también en el poder y el temor provocado por el ejército
y/o la religión —o ideologías y creencias—. El cambio de orden en los factores que
determinan el sustento de la organización social es consciente. Las sociedades organizadas
en torno a una persona han prosperado durante mucho tiempo porque un sustrato
no menor de las capas sociales «superiores» ha ejercido su influencia sobre el
resto de la población a la que se sometía de forma impune. Pero la evolución del
conocimiento, de la ciencia, y su aplicación tecnológica cada vez más al alcance
de la población, cuestión esta incontrolable, junto con el aumento de la
influencia de la educación sobre la población fue provocando que las sociedades
unipersonales fuesen cayendo en favor de aquellas gobernadas por sus miembros.
El problema surge cuando la población constituyente de la sociedad en cuestión
es muy numerosa, lo que hace que las necesidades de esa población sean grandes al
tiempo que el propio número de miembros hace imposible el gobierno de la sociedad
por todos ellos. Entonces comienza el proceso de delegación de las funciones de
dirección y gestión de la sociedad, esto es, el propio gobierno de la sociedad.
Este proceso se puede hacer de muchas formas, mediante ejercicios de fuerza o
mediante elecciones, pero de forma pertinaz parece que la experiencia nos lleva
de nuevo a una sociedad unipersonal en la que cuando la delegación de poder
recae en un gobernante más pronto que tarde olvida su función representativa y
delegada si ha sido elegido—y de forma inmediata si ha usado la fuerza— y transforma
su gobierno en unipersonal: mal. En este caso, independientemente de la forma en
que la sociedad propicie el cambio, que terminará aconteciendo muy a pesar del
gobernante, la visión conjunta de mejora, la prosperidad y el avance y
desarrollo de la sociedad se diluye entre los intereses del gobernante y sus
confabulados que no suelen ser pocos, aunque muchos menos que el resto. De modo
que hay un enriquecimiento desproporcionado de esos pocos a costa del empobrecimiento
exponencial del resto. Irremediablemente se pierde la razón de la existencia de
la sociedad como aglomerado de seres humanos en la búsqueda de la perpetuación
de la especie que es, en definitiva, lo que nuestro ADN nos inculca. Y aparecen
toda suerte de privilegios, prebendas, exenciones, indultos para unos, así como
castigos, penalidades, sanciones y correctivos para otros con los que se pone
de manifiesto el egoísmo social irracional que invade a los poderosos, incapaces,
sometidos como están a la ceguera que propicia el poder y la riqueza, de obrar
con previsión y con inteligencia para el beneficio de todos. Por tanto, aunque siempre
la tendencia a la mejoría va a estar ahí —pues la ciencia y su hermana la
tecnología son imparables y, sobre todo, imprescindibles también para los
gobiernos—, esta mejoría se ve frenada sistemáticamente por la actuación de los
dirigentes, incapaces de discernir entre lo bueno y lo malo, así de pueril es,
para la sociedad cuando ellos mismos adquieren el poder y olvidan que es por
delegación o lo ejercen por sometimiento.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 10 de marzo de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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