El cazador de moscas (viii).

 


El encuentro entre las dos mujeres fue extraño, se hizo entre ellas un silencio incómodo ajeno a ambas que se conocían desde hacía bastante tiempo y entre quienes había una amistad un tanto insólita. Mary Parson era una mujer joven, guapa, fuerte, aunque atormentada por su marido y por su terrible vida sometida a él. Amenazada constantemente apenas salía de casa ya que los celos de quien había jurado ante dios protegerla y cuidarla lo cegaban y reaccionaba con violencia si no sabía dónde estaba ella en cada instante. Anna Rose era una mujer que quería sentirse libre, pero que vivía su propio tormento desde que su padre murió y acompañó a su madre para sobrevivir regentando el bar hasta que esta también falleció y tuvo que hacerse cargo del negocio familiar. Su pecado: ser demasiado joven para ejercer una profesión de hombres. Tras la muerte de su padre, los clientes acudieron a darle el pésame a su madre y, sobre todo, a preguntarle si cedería el negocio a alguien. Su madre, indignada los echó a todos del bar donde había decidido celebrar el sepelio tras la ceremonia en la iglesia. Anna Rose recordaba a la perfección como su madre le contaba que incluso el pastor, el padre John, viejo ya entonces, le insinuó que no debía hacerse cargo del bar. Su madre le preguntó si prefería que ella y su hija se muriesen de hambre o que se convirtiesen en mendigos pidiendo limosna por las calles de «aquel maldito pueblo». Desde entonces su madre y ella no pisaron la iglesia. Eran las únicas personas del pueblo que no iban. Eso les granjeó algunos enemigos entre los mojigatos que alababan y enaltecían las palabrerías del padre John, que incluso se atrevió a arremeter contra ellas en una homilía, y entre los antiguos clientes del bar quienes, al principio, dejaron de ir, pero que finalmente, con la persistencia de la madre de Anna Rose, que abría todos los días, sucumbieron al alcohol y terminaron normalizando la situación más por su vicioso interés que por aceptar que una mujer fuese la dueña del único bar del pueblo. Incluso el propio sacerdote volvió a pedirle algunas botellas para el frío invierno. Años después, cuando la madre de Anna Rose también falleció, la situación se repitió, pero Anna Rose estaba preparada. Había sido muy bien aleccionada por su madre y no se amilanó frente a las inquinas del padre John, que, por supuesto nunca se enfrentó a ella directamente y a pesar de él, ella no dejó de abrir ni un solo día. Durante algunas semanas nadie se atrevió a entrar al bar, pero eso era algo que Anna Rose sabía que iba a ocurrir. Tan solo Mary lo hizo, casi a escondidas, porque ya eran amigas desde hacía algún tiempo y porque Mary aún no había sido adquirida por Robert.

 

Habían conservado una suerte de amistad tras el matrimonio de Robert y Mary que se transformó para Anna Rose en sentimiento de pena cuando se casaron. Anna Rose sabía perfectamente lo que había pasado, aunque Mary nunca se lo dijo. Al día siguiente de la violación, Mary se acercó al bar. Entró sonriendo como siempre lo hacía, pero cuando Anne Rose la miró supo perfectamente que algo le había pasado. Mantuvieron una conversación trivial como era habitual entre ellas, pero, aunque Anna Rose no pudo adivinar qué había ocurrido, estuvo durante todo el tiempo intentando sonsacarle sin éxito. Esa misma noche, ya en el bar, Robert comenzó a fanfarronear acerca de su reciente novia y su futuro matrimonio. Entonces Anna Rose comprendió.

 

Ahora estaban ahí, una frente a la otra. Anna Rose sosteniendo la hoja de la puerta entreabierta y Mary sosteniendo al bebé abrazado entre sus brazos, ya era suyo, ateridos ambos, esperando una reacción de Anna Rose que no tardó en llegar abriéndoles paso bajo el quicio de su puerta sin preguntar nada porque todo lo sabía. Anna Rose cerró la puerta no sin antes mirar a ambos lados de la calle. Quería asegurarse de que no había mirones indiscretos que pudieran ir con la cantinela a Robert o incluso al padre John, porque no había mucha gente que se atreviese a darle esa noticia a Robert, aunque sí el padre John, pues Robert le tenía un extraño respeto o tal vez miedo que le habían inculcado de pequeño y que su limitada madurez y extrema brutalidad no le habían permitido superar. Sabía que Robert era un animal, sabía que podía esperar cualquier cosa de él, pero creía firmemente que en su casa estaba segura. Era solo cuestión de tiempo, poco tiempo, pues aquel era un pueblo muy pequeño, que Robert averiguase el paradero de Mary. Y no tardaría mucho en hacérselo saber, lo que Anna Rose no sabía era cómo se lo haría saber y casi prefería no averiguarlo.

 

Ambas mujeres y el niño se sentaron alrededor de la mesa de la estancia principal de la casa y dejaron al niño sobre ella. Mary comenzó a llorar. Anna Rose asentía con el ceño fruncido, apesadumbrada, enrabietada. Se levantó y se acercó a Mary. Le puso la mano sobre su hombro y agachó la cabeza para apoyarla sobre la de Mary intentando consolarla, «Lo sé, lo sé…», eso fue lo único que le dijo durante un largo rato, hasta que los sollozos de Mary pararon y sus lágrimas se fueron secando en la piel de su rostro dejando pequeños surcos en forma de meandro a ambos lados de la cara. Entonces Mary sonrió a Anna Rose y le dio las gracias.

 

—Vamos —le dijo Anna Rose—, ven que tenemos que preparar una cuna y una cama para ti.

 

No había mucho sitio en la casa. Era pequeña, aunque con un patio trasero grande donde se almacenaban las bebidas dentro de un cobertizo de madera muy bien cuidado y cerrado a buen recaudo para evitar tentaciones de cuerpos impíos y necesitados de aplacar sus vicios cuando el dinero ya no alcanza. Anna Rose pensó que podría habilitar un pequeño espacio allí para Mary y su bebé, pero llevaría tiempo. Habría que ordenarlo todo muy bien, pues necesitaba esa zona para almacenar las bebidas del bar. Anna Rose no sabía que eso no sería necesario.

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 3 de marzo de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/


 

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