El cuento de la sabiduría (ii y final).

 


Finalmente, el rey consintió. Y durante el período de gracia el joven sabio, que como ya sabemos no era tan joven, pero sí mantenía su sabiduría, desarrolló un diseño que permitía a cualquier persona hacer aportaciones de información al bagaje cultural que se utilizó como base inicial y que no era otro, sino la propia biblioteca real. Se realizó una copia de todos los ejemplares como medida de seguridad y se custodiaron a buen recaudo siguiendo las indicaciones del rey que resultó ser más inteligente que su padre. Las copias pasaron a disposición del sabio y el proyecto comenzó a funcionar. Al principio solo algunos estudiosos estuvieron interesados en hacer aportaciones y añadieron sus libros, sus estudios, sus análisis, todos ellos bien documentados respondiendo a los parámetros mínimos del método científico por todos conocidos. Con le tiempo y poco a poco, según fue dándose a conocer el proyecto y se facilitó a todo el mundo su acceso, como por arte de magia, como si se tratara de una célula viva autorreplicante, la gente fue acercándose atraída por la idea y comenzó a tomar parte en el proyecto. Al principio produjo cierto rechazo, como ocurre normalmente con todo lo nuevo. Muchos, algunos sabios entre ellos, dijeron que semejante engendro terminaría con los libros y con la sabiduría. Todos los tacharon de incrédulos y agoreros, entre ellos el ideólogo del proyecto. Finalmente, los propios críticos, cayeron en las redes del nuevo sistema pues resultaba muy sencillo de usar. El problema surgió cuando ya no fue posible controlar la ingente cantidad de información que se manipulaba, entendida esta acción tanto en sentido literal como en sentido peyorativo. Al principio, el equipo del sabio creador revisaba las aportaciones estableciendo unos criterios mínimos para asegurar si no la veracidad, al menos la posibilidad de que pudiese contrastarse, pero, claro, esto era solo posible en aquellas cuestiones asociadas a disciplinas demostrables, como por ejemplo la matemática, la física, la lengua, etc., sin embargo, el volumen de aportaciones era tan grande que ya no les fue posible controlarlo. El rigor de los momentos iniciales se fue diluyendo poco a poco. También se vieron superados con la información proveniente de fuentes, digamos, anómalas, es decir, fuentes que no estaban contrastadas o que directamente no se identificaban. Para esta cuestión cualquier cortapisa que se propuso y probó resultó inútil. Era imposible controlarlo. El problema que surgió no fue menor. Se instaló la duda: una duda alejada del escepticismo metodológico que había propiciado un acercamiento a la base del conocimiento siglos antes y que coadyuvó al establecimiento del propio método científico. Esta duda era una duda contundente, real, peligrosa que provocaba incertidumbre, inseguridad y desconfianza. Era una duda aterradora que no dejaba indiferente a nadie y que servía a muchos para esconder sus verdaderas intenciones. Además, se retroalimentaba a sí misma, de forma que finalmente nadie era capaz de encontrar argumentos que ayudasen a hallar la verdad. Provocó la instalación entre todos, usuarios del nuevo sistema o no, de un relativismo absurdo que todo lo cuestionaba porque nadie confiaba en nada. Todo era susceptible de ser criticado, censurado, vapuleado, corregido y mutilado, pero nadie se molestaba en comprobar si era medianamente coherente la crítica. Nadie, absolutamente nadie era capaz de detener la avalancha de información contradictoria y contrapuesta que se producía a una velocidad incontrolable. El empirismo cayó también en la incertidumbre como muchos siglos antes había ocurrido con los pensadores griegos que transformaron con su mayéutica, Sócrates, dialéctica, Platón, y lógica, Aristóteles, el mundo y lo pusieron a los pies de las religiones, que no necesitan hechos, sino fe, desdeñando la experimentación frente a la deducción. Superar aquello supuso siglos de lucha incesante hasta aniquilar el lastre que aquellos grandes pensadores habían propiciado con la tergiversación descontextualizada de sus teorías. Ahora el problema era que resultaba sumamente complejo encontrar una raíz que limpiar puesto que todo quedaba enmarañado en un confuso batiburrillo de proporciones épicas que transformó el relativismo científico en un absurdo constante que lo cuestionaba absolutamente todo y con motivos más que suficientes para hacerlo. Hipótesis que habían sido descartadas científicamente hacía mucho tiempo volvieron a surgir y se instalaron en el consciente de muchas personas provocando conflictos irreparables, la mentira se instaló como sistema complementario a la verdad, y la verdad fue diluyéndose como un concepto abstracto y utópico inalcanzable. Nadie podía estar seguro de nada. Las ideologías se impusieron de forma incuestionable. Resurgió la necesidad de creer por parte de las personas. Necesitaban confiar en algo. Y estas ideologías, que afirmaban estar en posesión de la razón como si fuesen derivadas del idealismo filosófico, se instituyeron en la sociedad y fueron abrazadas por los seres humanos que se entregaban a su causa de forma irracional. La gente necesitaba creer y hacerlo en una ideología provocaba oponerse a la otra. No era posible buscar una explicación razonada y coherente puesto que cada ideología se ofrecía como única explicación razonada y coherente sin hacer el más mínimo esfuerzo en demostrarlo a sabiendas de que sería negada dicha demostración por otra ideología contraria. Todo esto provocó un sectarismo y una división profunda en las sociedades con matices beligerantes que se convirtieron en bélicos en demasiadas ocasiones.

 

El joven sabio creador de esta idea se había retirado hacía ya mucho tiempo, siendo ya un anciano. Había dedicado toda su vida a conseguir que la sabiduría estuviese en manos de todos y que todos pudiesen participar de ella. Pero los últimos años de su vida los había dedicado a buscar una solución que evitase la manipulación de la información, de la verdad, que ofreciese cierta seguridad y confianza a las personas, que les permitiese, en definitiva, saber y no confiar. En su desesperación publicó una serie de opúsculos en los que contaba las veleidades que suponía tratar la información sin rigor. Como bien supuso, le resultó fácil incorporar sus trabajos a la inmensa fuente de información en que se había convertido su idea y, como también supuso, no les llevó mucho tiempo a ciertas personas, anónimas muchas de ellas y no malintencionadas en su mayoría, tergiversar el título, cambiar el autor, desmentir su contenido y falsear sus conclusiones. Él mismo, de forma consciente, había caído en su red y estaba atrapado en ella, como todos.

 

 

 

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 25 de febrero de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/

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