Finalmente, el rey consintió. Y durante el
período de gracia el joven sabio, que como ya sabemos no era tan joven, pero sí
mantenía su sabiduría, desarrolló un diseño que permitía a cualquier persona
hacer aportaciones de información al bagaje cultural que se utilizó como base
inicial y que no era otro, sino la propia biblioteca real. Se realizó una copia
de todos los ejemplares como medida de seguridad y se custodiaron a buen
recaudo siguiendo las indicaciones del rey que resultó ser más inteligente que
su padre. Las copias pasaron a disposición del sabio y el proyecto comenzó a
funcionar. Al principio solo algunos estudiosos estuvieron interesados en hacer
aportaciones y añadieron sus libros, sus estudios, sus análisis, todos ellos bien
documentados respondiendo a los parámetros mínimos del método científico por
todos conocidos. Con le tiempo y poco a poco, según fue dándose a conocer el
proyecto y se facilitó a todo el mundo su acceso, como por arte de magia, como
si se tratara de una célula viva autorreplicante, la gente fue acercándose
atraída por la idea y comenzó a tomar parte en el proyecto. Al principio produjo
cierto rechazo, como ocurre normalmente con todo lo nuevo. Muchos, algunos
sabios entre ellos, dijeron que semejante engendro terminaría con los libros y con
la sabiduría. Todos los tacharon de incrédulos y agoreros, entre ellos el
ideólogo del proyecto. Finalmente, los propios críticos, cayeron en las redes
del nuevo sistema pues resultaba muy sencillo de usar. El problema surgió
cuando ya no fue posible controlar la ingente cantidad de información que se
manipulaba, entendida esta acción tanto en sentido literal como en sentido
peyorativo. Al principio, el equipo del sabio creador revisaba las aportaciones
estableciendo unos criterios mínimos para asegurar si no la veracidad, al menos
la posibilidad de que pudiese contrastarse, pero, claro, esto era solo posible
en aquellas cuestiones asociadas a disciplinas demostrables, como por ejemplo
la matemática, la física, la lengua, etc., sin embargo, el volumen de
aportaciones era tan grande que ya no les fue posible controlarlo. El rigor de
los momentos iniciales se fue diluyendo poco a poco. También se vieron
superados con la información proveniente de fuentes, digamos, anómalas, es
decir, fuentes que no estaban contrastadas o que directamente no se
identificaban. Para esta cuestión cualquier cortapisa que se propuso y probó
resultó inútil. Era imposible controlarlo. El problema que surgió no fue menor.
Se instaló la duda: una duda alejada del escepticismo metodológico que había propiciado
un acercamiento a la base del conocimiento siglos antes y que coadyuvó al
establecimiento del propio método científico. Esta duda era una duda contundente,
real, peligrosa que provocaba incertidumbre, inseguridad y desconfianza. Era
una duda aterradora que no dejaba indiferente a nadie y que servía a muchos
para esconder sus verdaderas intenciones. Además, se retroalimentaba a sí misma,
de forma que finalmente nadie era capaz de encontrar argumentos que ayudasen a hallar
la verdad. Provocó la instalación entre todos, usuarios del nuevo sistema o no,
de un relativismo absurdo que todo lo cuestionaba porque nadie confiaba en
nada. Todo era susceptible de ser criticado, censurado, vapuleado, corregido y
mutilado, pero nadie se molestaba en comprobar si era medianamente coherente la
crítica. Nadie, absolutamente nadie era capaz de detener la avalancha de información
contradictoria y contrapuesta que se producía a una velocidad incontrolable. El
empirismo cayó también en la incertidumbre como muchos siglos antes había ocurrido
con los pensadores griegos que transformaron con su mayéutica, Sócrates, dialéctica,
Platón, y lógica, Aristóteles, el mundo y lo pusieron a los pies de las
religiones, que no necesitan hechos, sino fe, desdeñando la experimentación
frente a la deducción. Superar aquello supuso siglos de lucha incesante hasta aniquilar
el lastre que aquellos grandes pensadores habían propiciado con la
tergiversación descontextualizada de sus teorías. Ahora el problema era que
resultaba sumamente complejo encontrar una raíz que limpiar puesto que todo
quedaba enmarañado en un confuso batiburrillo de proporciones épicas que transformó
el relativismo científico en un absurdo constante que lo cuestionaba
absolutamente todo y con motivos más que suficientes para hacerlo. Hipótesis
que habían sido descartadas científicamente hacía mucho tiempo volvieron a surgir
y se instalaron en el consciente de muchas personas provocando conflictos
irreparables, la mentira se instaló como sistema complementario a la verdad, y
la verdad fue diluyéndose como un concepto abstracto y utópico inalcanzable. Nadie
podía estar seguro de nada. Las ideologías se impusieron de forma incuestionable.
Resurgió la necesidad de creer por parte de las personas. Necesitaban confiar
en algo. Y estas ideologías, que afirmaban estar en posesión de la razón como
si fuesen derivadas del idealismo filosófico, se instituyeron en la sociedad y
fueron abrazadas por los seres humanos que se entregaban a su causa de forma
irracional. La gente necesitaba creer y hacerlo en una ideología provocaba
oponerse a la otra. No era posible buscar una explicación razonada y coherente puesto
que cada ideología se ofrecía como única explicación razonada y coherente sin
hacer el más mínimo esfuerzo en demostrarlo a sabiendas de que sería negada
dicha demostración por otra ideología contraria. Todo esto provocó un sectarismo
y una división profunda en las sociedades con matices beligerantes que se convirtieron
en bélicos en demasiadas ocasiones.
El joven sabio creador de esta idea se había
retirado hacía ya mucho tiempo, siendo ya un anciano. Había dedicado toda su
vida a conseguir que la sabiduría estuviese en manos de todos y que todos
pudiesen participar de ella. Pero los últimos años de su vida los había
dedicado a buscar una solución que evitase la manipulación de la información,
de la verdad, que ofreciese cierta seguridad y confianza a las
personas, que les permitiese, en definitiva, saber y no confiar. En su
desesperación publicó una serie de opúsculos en los que contaba las veleidades
que suponía tratar la información sin rigor. Como bien supuso, le resultó
fácil incorporar sus trabajos a la inmensa fuente de información en que se había
convertido su idea y, como también supuso, no les llevó mucho tiempo a ciertas personas, anónimas muchas de ellas y no malintencionadas en su mayoría, tergiversar el título, cambiar el autor, desmentir su contenido y falsear sus
conclusiones. Él mismo, de forma consciente, había caído en su red y estaba
atrapado en ella, como todos.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 25 de febrero de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
https://encabecera.blogspot.com.es/