El cuento de la sabiduría (i).


Hubo una vez un reino, no tan lejano como es habitual, en el que su rey decidió que todo el saber debía estar en manos de su pueblo. Fue una idea acogida con asombro, pero, al fin y al cabo, era el rey. Habló con los más eruditos, cultos e ilustrados del lugar y les dijo que quería que todos sus súbditos supieran tanto como ellos, incluso él quería saber como el que más. Al principio, tras la sorpresa inicial ante semejante petición y después de agradecer el cumplido no sin cierta vacilación, algunos se sonrieron y otros se preocuparon surgiendo en todos ellos un pensamiento de duda: cómo sería eso posible si ni siquiera ellos eran capaces de saberlo todo, pero, siendo como eran los más sabios, contuvieron su opinión inmediata y pidieron al rey algo de tiempo para elucubrar un sistema con el que alcanzar el reto que se les había puesto. El rey se lo concedió sin la presión que otros regidores impone sobre sus ciudadanos para afrontar sus caprichos, pues este rey, sin que constituyese un precedente y contra todo pronóstico, era un soberano sensato.


Los sabios se reunieron en sucesivos encuentros, organizados en congresos, seminarios, asambleas, juntas, consejos, grupos, asociaciones, cónclaves, comités y comisiones, también veladas, banquetes, bailes y convites para comprobar si eliminando los formalismos anteriores, surgían ideas aprovechables, e incluso pergeñaron un sistema organizado en jefaturas, secciones, negociados, cuerpos y academias, pero los resultados fueron nefastos y la presión del rey, habiendo transcurrido un tiempo, digamos, prudencial, de casi dos décadas, comenzó a hacerse sentir entre los sabios quienes, preocupados, se vieron impelidos a ofrecer una respuesta a su majestad.


Una de las pocas ideas aprovechables que surgieron entre ellos provino de un joven muy prometedor algo desastroso en su aspecto, pero de ideas sumamente originales que indicó que era imposible que todos lo supieran todo, además de poco práctico. Su parecer era que asumir que todos lo supieran todo, obligaba a limitar el avance del conocimiento. Siempre existiría una pequeña diferencia, por leve que fuese, entre el que descubría y enseñaba y el que aprendía y asimilaba. Pero, además, indicaba que, si en algún momento se alcanzaba un estado en el que todos llegasen a saberlo todo, la investigación, base del desarrollo del reino, debería paralizarse para evitar precisamente que nadie pudiese saber más que el resto y eso tendría implicaciones evidentemente nefastas sobre el reino. En este sentido introdujo un concepto novedoso: la biblioteca. Propuso crear un lugar en el que todo lo que todos habían escrito pudiese estar recogido, almacenado, archivado, clasificado y cuidado para que cualquiera pudiera consultarlo, estudiarlo o sencillamente contemplarlo. Así, dijo, aseguraríamos que toda la sabiduría pudiera estar recogida en un lugar y aseguraríamos que aquellos que estuviesen interesados aprendiesen y se avanzase. Luego ya sería cuestión de que el reino motivase a sus súbditos para que aprendiesen todo lo posible o, al menos todo aquello que les motivase para que su sabiduría aumentase. La idea fue bien acogida y el comité permanente de sabios que los representaba a todos, decidió que presentaría la idea al rey, pero antes debían reflexionar sobre la misma y escribir un documento que contuviese las líneas argumentales en las que se sostuviera la idea. Se dieron un par de años para hacerlo que finalmente se convirtieron en cinco. Durante este tiempo varios acontecimientos se sucedieron. El primero de ellos fue que el rey murió. Había dado la orden hacía más de veinticinco años, cuando todavía era, como quien dice, un jovenzuelo, pero el tiempo y la responsabilidad le habían pasado factura y ahora era su hijo el que estaba al cargo del reino y, por fortuna para los sabios, mantenía el mismo interés que su padre en el asunto. Luego, el joven sabio que había dado la idea de la biblioteca, y que ya no era tan joven, había puesto en práctica por su cuenta una experiencia piloto en una aldea del reino y había comprobado que los resultados no eran tan satisfactorios como había previsto. Es lo que ocurre con la deducción y la inducción en la investigación. Se dio cuenta de que, a pesar de que él mismo así lo había referido, era absolutamente imprescindible hacer pedagogía con la biblioteca para que realmente los ciudadanos acudiesen a ella e hiciesen uso de esta y eso requería de una gran cantidad de recursos que él no tenía. En suma, la biblioteca no era suficiente por sí misma. Solicitó una audiencia ante el comité permanente y explicó los resultados de su experimento con una brillante exposición sostenida por un informe desarrollado bajo las premisas más rigurosas del método científico. El comité permanente tuvo a bien recibirle y escucharle por deferencia al tratarse del ideólogo de la propuesta, a pesar de que no había sido convocado ningún congreso, seminario o similar a tal efecto. Escucharon al ya no tan joven sabio y leyeron el resumen del documento, no les dio tiempo a leerlo entero, sumidos como estaban en sus propios trabajos administrativos. Entendieron lo que decía y comprendieron el mensaje. Instaron al redactor para que ofreciese una respuesta nueva, pues parecía que algo así insinuaban sus conclusiones. Le increparon, es cierto, por no ser totalmente claro al respecto y le cayó alguna reprimenda al no aparecer en la bibliografía referencia alguna al trabajo de uno de los miembros del comité. El interpelado pidió disculpas y acto seguido indicó que creía haber encontrado la solución como se podía inferir de sus conclusiones.


Era evidente, comenzó diciendo, que destinar recursos económicos a conseguir que la población fuese más culta, más sabia y más instruida era algo positivo. Eso ya había sido demostrado y él no abundaría en esa circunstancia, si bien no estaba de más recordarlo. Resultaba obvio, y por obvio debía entenderse demostrable y demostrado, que esos recursos debían provenir del conjunto de la ciudadanía y ser gestionados por el reino puesto que ni la nobleza ni la burguesía tendrían mayor interés en invertir en esta mejora de la educación de forma general; sí, sin embargo, podrían estar interesados en cuestiones que les atañeran y que les permitiese incrementar su patrimonio, tal y como hacían. Por último, presentó un esbozo, y pidió disculpas por serlo y tiempo para desarrollarlo, de lo que él entendía que era la solución real sin que esta pudiera prescindir de los indispensables recursos. Debía habilitarse un entorno en el que la sabiduría estuviera viva, fuera cambiable, como lo era la propia investigación, sin que se perdiera lo anterior, aunque fuese equivocado y este medio debía estar abierto a todos y hacer partícipe a todos. Todos podrían aportar su granito de arena siempre justificado y demostrado. El comité escuchó atento la exposición del ya no tan joven sabio, se retiró a deliberar y al cabo de un tiempo, breve para lo que era habitual, emitió su veredicto: concederían un plazo de dos años para desarrollar la idea, pero sería él mismo el que justificaría ante el nuevo rey la propuesta y ese plazo quedaría sometido al mejor criterio regio.


 




Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 18 de febrero de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera


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