Diario de un viaje no emprendido (vi).

 


El primer curso en la universidad pública transcurrió como he contado. Me esforcé, estudié, trabajé, hice la pelota y saqué buenas notas. Nada más empezar el segundo cuatrimestre, y cuando entendí cuál sería mi camino, mis visitas al centro privado se fueron multiplicando. Contacté con la dirección del centro y les conté mi caso. Mi historia les conmovió. Me di cuenta de que era cierta, salvo, quizá la parte en la que les conté que mis padres habían fallecido hacía poco en un accidente de coche —no quería que el centro solicitase una entrevista con ellos— y que yo vivía en su casa y trabajaba —eso era cierto— para pagar mis estudios —esta parte solo era parcialmente cierta—. Y me di cuenta de que a ellos les gustó. En el fondo era la historia de un pobre chico que quería una oportunidad y que estaba trabajando duro para lograrla. El centro me la daría. No sabía bien cuál era el precio que tendría que pagar —si algo he aprendido durante todos estos años es que todo tiene un precio—, pero me dijeron que, si lograba mantener las notas en el segundo cuatrimestre, mi plaza becada para el curso siguiente estaba asegurada. El director se quedó conmigo a solas un instante y conversamos acerca de mi futuro y la cantidad de oportunidades que me brindaba el centro. Al cabo de un rato hizo llamar a un chaval al que, nada más ver, reconocí como uno de mi especie. No fui capaz de dilucidar si estaba tan obsesionado como yo, pero tenía claro que no era de ellos y que estaba buscando el camino para serlo. El director nos presentó, él se mostró muy amable y predispuesto a enseñármelo todo y explicarme cómo funcionaba el centro. El director mostró orgullo. Ese chaval era como un sirviente para él. Daba la sensación de que le habían lavado el cerebro y que estaba sometido a la voluntad del director. El chaval, apenas un par de años mayor que yo, asentía permanentemente con su cabeza, ligeramente inclinada hacia abajo para mirar el suelo, como si no pudiese o no debiese mirar directamente a los ojos de director mientras este le daba una serie de instrucciones sobre qué debía hacer conmigo. El tono del director no era muy diferente del que había usado previamente cuando estábamos reunidos, sin embargo, detecté un matiz que me hizo sospechar. Había cierto desprecio en sus palabras hacia el chaval. Ese desprecio era perfectamente comprensible para mí, de hecho, la actitud del estudiante me causó náuseas que apenas pude contener. Él no era como yo. Tan solo venía del mismo sitio que yo. Le pidió que saliera para despedirse de mí en privado y obedeció sin rechistar. El director me ofreció la mano y la apreté con decisión. El director sonrió. Creo que se dio cuenta de que no era como el estudiante que acababa de salir. Me pidió sacrificio y asentí. Le miré a los ojos para decirle que lo conseguiría. Sonrió de nuevo. Me di la vuelta y salí de su despacho. El chaval estaba esperándome de pie delante de los sillones de cortesía de la zona de espera a la entrada del despacho. El chaval sonrió. Yo le ofrecí la misma cara de desprecio que el director le había mostrado antes y él bajó ligeramente los ojos. Pasamos por secretaría y me dieron una suerte de tarjeta de invitado que utilizaría como salvoconducto para poder entrar y salir del centro de ahora en adelante. Luego el chaval me enseñó las maravillas de aquel sitio. Me dijo que no podría entrar en todas las salas y que no podría usar todas las instalaciones, pero que con la tarjeta que tenía, podría ir a las bibliotecas —sí, dijo bibliotecas en plural y, en cierto modo, yo no esperaba menos— y a las salas de juego —también en plural—. Sonreí y pensé que lograría entrar donde quisiese. No creía que nadie pudiera impedírmelo. Caminamos por pasillos infinitos pasando de claustro a claustro mientras observaba a los alumnos en las clases tomando apuntes, atendiendo, aprendiendo... Y a los profesores explicando, enseñando, ofreciendo su sabiduría. Aunque eso no fue lo que realmente me interesó, me llamó la atención el traje de los alumnos, todos perfectamente enchaquetados y con corbatas. Debía conseguir un traje así. Si era el uniforme del centro, era maravilloso. Había algunos, pocos en verdad, que iban vestidos de forma casual. Me repugnaron. El estudiante que me acompañaba llevaba traje, pero saltaba a la vista que era usado, carecía del brillo que desprendían los otros. También comprobé que no había chicas. Allí no había ni una sola mujer. Al menos yo no había visto a ninguna, tan solo a la secretaria que me atendió al llegar y que luego me dio la tarjeta. En el despacho del director estuvieron él mismo, el subdirector y el jefe de estudios. Todos hombres. Y por los pasillos, mirando a las clases, no vi ni una sola profesora. Eso me gustó. Más adelante descubrí que sí había profesoras —muy pocas, la verdad— porque debían cubrir el expediente de paridad con alguna y que de la biblioteca se ocupaba una mujer. Disfruté mucho del paseo y no escuché ni una sola de las palabras que me brindaba mi acompañante. Me daba igual todo lo que tuviera que decirme. Yo sabía qué quería y cómo lo lograría. Finalizamos la visita en el vestíbulo del centro donde el chaval me ofreció la mano para despedirme y yo no se la di. Entonces, al girarme para darle la espalda con el mismo desprecio que mostró el director y dirigirme hacia la puerta de salida vi algo que me paralizó. Eran los mismos ojos que me miraron hacía años cuando estaba tirado en la acera de aquella calle del aquel barrio rico, dolorido, encogido, sangrando, avergonzado. Era él, era aquel niño que tendría entonces mi edad y que ahora, imberbe aún, no como yo que debía afeitarme cada mañana, estaba en el mismo centro al que yo había decidido ir. Al pasar a mi lado, me saludó. Me dio los buenos días y percibí un acento extranjero muy diluido, apenas perceptible. Pero el timbre de su voz retumbó en mi cerebro y reconoció perfectamente la voz de aquel niño que quiso ayudarme aquella tarde lluviosa tras encajar los golpes que me tumbaron el orgullo, pero que, pensándolo bien, reafirmaron mi voluntad. Apenas asentí al saludo con un leve gesto de la cabeza. Él no me reconoció. Yo a él sí. Cuando nos hubimos cruzado, me detuve y miré hacia atrás. El chico también saludó a mi acompañante que respondió con inusitada amabilidad, pero manteniendo los ojos inclinados. Me di la vuelta de nuevo y salí del edificio. Un cúmulo de emociones se agolparon en mi cerebro. El recuerdo de aquel día me angustió, pero la mirada del chaval, entonces niño, me llenó de alegría. Bajé las escaleras de la entrada y me alejé caminando. Me senté en el primer banco que encontré. Necesitaba pensar.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 11 de febrero de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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