El primer curso en la universidad
pública transcurrió como he contado. Me esforcé, estudié, trabajé, hice la
pelota y saqué buenas notas. Nada más empezar el segundo cuatrimestre, y cuando
entendí cuál sería mi camino, mis visitas al centro privado se fueron
multiplicando. Contacté con la dirección del centro y les conté mi caso. Mi historia
les conmovió. Me di cuenta de que era cierta, salvo, quizá la parte en la que les
conté que mis padres habían fallecido hacía poco en un accidente de coche —no
quería que el centro solicitase una entrevista con ellos— y que yo vivía en su
casa y trabajaba —eso era cierto— para pagar mis estudios —esta parte solo era
parcialmente cierta—. Y me di cuenta de que a ellos les gustó. En el fondo era
la historia de un pobre chico que quería una oportunidad y que estaba
trabajando duro para lograrla. El centro me la daría. No sabía bien cuál era el
precio que tendría que pagar —si algo he aprendido durante todos estos años es
que todo tiene un precio—, pero me dijeron que, si lograba mantener las notas
en el segundo cuatrimestre, mi plaza becada para el curso siguiente estaba
asegurada. El director se quedó conmigo a solas un instante y conversamos
acerca de mi futuro y la cantidad de oportunidades que me brindaba el centro.
Al cabo de un rato hizo llamar a un chaval al que, nada más ver, reconocí como
uno de mi especie. No fui capaz de dilucidar si estaba tan obsesionado como yo,
pero tenía claro que no era de ellos y que estaba buscando el camino para
serlo. El director nos presentó, él se mostró muy amable y predispuesto a enseñármelo
todo y explicarme cómo funcionaba el centro. El director mostró orgullo. Ese
chaval era como un sirviente para él. Daba la sensación de que le habían lavado
el cerebro y que estaba sometido a la voluntad del director. El chaval, apenas
un par de años mayor que yo, asentía permanentemente con su cabeza, ligeramente
inclinada hacia abajo para mirar el suelo, como si no pudiese o no debiese
mirar directamente a los ojos de director mientras este le daba una serie de
instrucciones sobre qué debía hacer conmigo. El tono del director no era muy
diferente del que había usado previamente cuando estábamos reunidos, sin
embargo, detecté un matiz que me hizo sospechar. Había cierto desprecio en sus
palabras hacia el chaval. Ese desprecio era perfectamente comprensible para mí,
de hecho, la actitud del estudiante me causó náuseas que apenas pude contener. Él
no era como yo. Tan solo venía del mismo sitio que yo. Le pidió que saliera para
despedirse de mí en privado y obedeció sin rechistar. El director me ofreció la
mano y la apreté con decisión. El director sonrió. Creo que se dio cuenta de
que no era como el estudiante que acababa de salir. Me pidió sacrificio y
asentí. Le miré a los ojos para decirle que lo conseguiría. Sonrió de nuevo. Me
di la vuelta y salí de su despacho. El chaval estaba esperándome de pie delante
de los sillones de cortesía de la zona de espera a la entrada del despacho. El
chaval sonrió. Yo le ofrecí la misma cara de desprecio que el director le había
mostrado antes y él bajó ligeramente los ojos. Pasamos por secretaría y me
dieron una suerte de tarjeta de invitado que utilizaría como salvoconducto para
poder entrar y salir del centro de ahora en adelante. Luego el chaval me enseñó
las maravillas de aquel sitio. Me dijo que no podría entrar en todas las salas
y que no podría usar todas las instalaciones, pero que con la tarjeta que
tenía, podría ir a las bibliotecas —sí, dijo bibliotecas en plural y, en cierto
modo, yo no esperaba menos— y a las salas de juego —también en plural—. Sonreí
y pensé que lograría entrar donde quisiese. No creía que nadie pudiera
impedírmelo. Caminamos por pasillos infinitos pasando de claustro a claustro mientras
observaba a los alumnos en las clases tomando apuntes, atendiendo, aprendiendo...
Y a los profesores explicando, enseñando, ofreciendo su sabiduría. Aunque eso
no fue lo que realmente me interesó, me llamó la atención el traje de los
alumnos, todos perfectamente enchaquetados y con corbatas. Debía conseguir un
traje así. Si era el uniforme del centro, era maravilloso. Había algunos, pocos
en verdad, que iban vestidos de forma casual. Me repugnaron. El estudiante que
me acompañaba llevaba traje, pero saltaba a la vista que era usado, carecía del
brillo que desprendían los otros. También comprobé que no había chicas. Allí no
había ni una sola mujer. Al menos yo no había visto a ninguna, tan solo a la
secretaria que me atendió al llegar y que luego me dio la tarjeta. En el
despacho del director estuvieron él mismo, el subdirector y el jefe de estudios.
Todos hombres. Y por los pasillos, mirando a las clases, no vi ni una sola
profesora. Eso me gustó. Más adelante descubrí que sí había profesoras —muy
pocas, la verdad— porque debían cubrir el expediente de paridad con alguna y
que de la biblioteca se ocupaba una mujer. Disfruté mucho del paseo y no escuché
ni una sola de las palabras que me brindaba mi acompañante. Me daba igual todo
lo que tuviera que decirme. Yo sabía qué quería y cómo lo lograría. Finalizamos
la visita en el vestíbulo del centro donde el chaval me ofreció la mano para
despedirme y yo no se la di. Entonces, al girarme para darle la espalda con el
mismo desprecio que mostró el director y dirigirme hacia la puerta de salida vi
algo que me paralizó. Eran los mismos ojos que me miraron hacía años cuando
estaba tirado en la acera de aquella calle del aquel barrio rico, dolorido,
encogido, sangrando, avergonzado. Era él, era aquel niño que tendría entonces
mi edad y que ahora, imberbe aún, no como yo que debía afeitarme cada mañana,
estaba en el mismo centro al que yo había decidido ir. Al pasar a mi lado, me
saludó. Me dio los buenos días y percibí un acento extranjero muy diluido,
apenas perceptible. Pero el timbre de su voz retumbó en mi cerebro y reconoció
perfectamente la voz de aquel niño que quiso ayudarme aquella tarde lluviosa
tras encajar los golpes que me tumbaron el orgullo, pero que, pensándolo bien,
reafirmaron mi voluntad. Apenas asentí al saludo con un leve gesto de la cabeza.
Él no me reconoció. Yo a él sí. Cuando nos hubimos cruzado, me detuve y miré
hacia atrás. El chico también saludó a mi acompañante que respondió con
inusitada amabilidad, pero manteniendo los ojos inclinados. Me di la vuelta de
nuevo y salí del edificio. Un cúmulo de emociones se agolparon en mi cerebro.
El recuerdo de aquel día me angustió, pero la mirada del chaval, entonces niño,
me llenó de alegría. Bajé las escaleras de la entrada y me alejé caminando. Me
senté en el primer banco que encontré. Necesitaba pensar.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 11 de febrero de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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