No siempre lo lograban. Conservar el fuego se
había convertido para ellos en cuestión de vida o muerte. Era algo similar a un
ritual de índole mágico del que dependía su destino o al menos así lo creían. Y
el fuego se había convertido en su principal útil. Con él aniquilaban enemigos,
cazaban sus presas y las cocinaban, se resguardaban de peligros, y alargaban
los días cuando la noche les cercaba. Hacía algunas generaciones, no
demasiadas, el fuego solo era algo muy poderoso e inexplicable, pero incontrolable,
de lo que huían pues algunos miembros del grupo, curiosos por naturaleza y tal
vez algo incautos y temerarios, habían sufrido en sus carnes las consecuencias
de su poder y el dolor les alcanzó con un vigor indescriptible hasta
provocarles heridas incurables y la muerte, aunque eso ya no lo recordaban. Ellos
aún no habían conseguido crearlo, y mantenerlo vivo suponía un gran esfuerzo
para el grupo. Ella, la más vieja de todos, que había sido madre y también abuela
era la encargada de preservarlo. Era una responsabilidad delicada. El grupo la
respetaba, sí, pero ella sabía o seguramente intuía que cualquier desliz con su
responsabilidad podría costarle la vida. Era un sacrificio al que se vería
sometida si fallaba en su misión. La vida de un miembro del grupo era preciada,
pero no imprescindible. Las cosas que el grupo hacía eran conocidas por todos. Todos
aprendían de todo y de todos. No había lugar para la especialización. Sin embargo,
algunas tareas eran encomendadas a personas con ciertas características
especiales. En el caso de la preservación del fuego, la tarea recaía en el más
viejo del grupo. Normalmente hembra, pues los machos a duras penas lograban
alcanzar una edad por encima de la adulta. La mayor parte de ellos fallecía en
los enfrentamientos con otros grupos o cuando la caza se hacía necesaria ante
la ausencia de frutos recolectables. No es que las hembras no participasen en
las razias o en las cacerías, pero su número era menor puesto que eran ellas
quienes se encargaban de cuidar a los retoños que aseguraban la preservación
del clan. En consecuencia, lo habitual era que las mujeres ancianas durante las
últimas generaciones se hicieran cargo de la conservación del fuego. Aún
quedaban muchas estaciones para que la casualidad quisiese que alguien del grupo
encontrase de forma azarosa una técnica que les permitiese crear el fuego. Así
pues, ella era la responsable de que el grupo tuviese fuego por la noche, para
defenderse, para cazar o para cocinar. Llevaba unas brasas en una suerte de
cesto hecho de piel y relleno de piedras para evitar que la piel se chamuscase
y a cada instante se detenía para soplarlo un poco y reavivarlo al tiempo que sacando
algo de hojarasca que transportaba en otra suerte de bolso también de piel la
echaba sobre las brasas sin provocar una llama. Era un trabajo tedioso que requería
gran paciencia y constancia, pero que se hacía muy difícil cuando lo
desempeñaba mientras caminaba.
Y en aquel instante caminaban. Se estaban
trasladando hacia el calor, ya que el frío invernal les comenzaba a aterir. Todos
iban desnudos como sus antepasados y como lo harían sus descendientes hasta que
alguien, probablemente también alguna hembra, descubriese que era posible
ensamblar trozos de pieles con tendones de animales mediante punzones en forma
de aguja. La mujer, la madre, la abuela, caminaba encorvada, a su edad, casi
treinta años, mantenerse erguida resultaba complicado. Transportaba en sus manos
el cesto con las piedras y las brasas y lo soplaba ligeramente a cada instante.
Una pequeña niña, tal vez su nieta, aunque ninguna de las dos lo sabía, caminaba
a su lado correteando y atendiendo a las llamadas de la hembra que le pedía la
hojarasca para avivar las brasas. Al cabo de unas horas, el macho que
encabezaba la expedición intuyó algo que podía ser un buen cobijo para pasar la
noche. Transportaban comida y fuego. Un pensamiento plácido surcó su mente.
Detuvo la partida, señaló el cerro y lo que pensó que constituía una cueva en
la que trasnochar. Sabían por experiencia que esas formaciones rocosas no siempre
estaban solas, pero tenían fuego. Otro pensamiento, esta vez casi alegre,
surgió en su mente y acto seguido señaló a la hembra que transportaba el fuego.
La anciana se acercó. Se agachó. Depositó las brasas en una especie de pesebre hecho
con la hojarasca que le facilitó la pequeña que la acompañaba y le permitió
obtener las primeras llamas que prendieron algunos de los maderos que transportaban.
Varios miembros de la expedición los cogieron y se dirigieron a la gruta que el
cabecilla les señaló. Al cabo de un rato volvieron indicando con gestos y
gruñidos guturales que allí no había nada. Todos sonrieron felices. Deseaban
poder pasar allí unos días. Tal vez semanas. Llevaban caminando muchas jornadas
y aunque el frío en aquellas latitudes podría golpearles con fuerza, tener un
cobijo como aquel, podría permitirles asentarse durante algún tiempo.
Delante de la entrada a la cueva crearon una
suerte de empalizada formada por piedras que fueron cogiendo del entorno. En el
interior de la cueva que resultó ser más grande de lo esperado, conformaron varias
estancias en las que podrían descansar con cierta tranquilidad. La primera
noche después de encontrar un asentamiento como aquel era de celebración. Tenían
carne. Tenían fuego. Encontraron un río cercano al que podían acudir a beber
siempre que lo necesitasen. Estaban felices. La noche cayó sobre ellos, pero se
defendieron con el fuego alrededor del cual todos estaban sentados sintiendo su
calor. Comieron todos menos la anciana que estaba sumida en pensamientos profundos.
Sabía que su hora estaba cerca, muy cerca. Miraba al cielo y contemplaba las
estrellas pensando, siempre lo había creído así, que eran hogueras de otros
grupos, de otros clanes, muy lejanos, tanto que, cuando a veces, de noche subía
a alguna montaña para verlos de cerca nunca lograba alcanzarlos. Se preguntaba
por qué esos fuegos nocturnos lejanos no caían sobre ellos. Se preguntaba quiénes
serían aquellos seres. Se preguntaba si alguna vez los encontraría. Intuía que
entre los fuegos había mucha distancia y que en ese vacío podían existir clanes
que no tenían como defenderse de la noche, de los animales salvajes o de otros
clanes enemigos. Se sentía satisfecha, se sentía segura. Miraba a su alrededor
y consideraba que su familia era muy afortunada. Se tumbó. Sintió el calor del
fuego que le reconfortaba. Miró de nuevo hacia las estrellas y pensó que tal
vez eran ancianas como ella que intentaban iluminar la noche. Cerró los ojos y
se quedó dormida. Nunca despertó.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 4 de febrero de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera