No tengo claro por qué ocurrió
así, supongo que es ese tipo de cosas que acontece sin más. Tal vez son las
circunstancias, tal vez el azar o puede que mi empeño. El caso es que poco a
poco fui entrando en ese mundo que tanto ansiaba. Me costó quitarme la etiqueta
de pobre. De hecho, en realidad solo la oculté porque realmente era lo que era.
Un muchacho con escasos recursos económicos que se mataba por aparentar lo que
no era trabajando como un condenado en las horas que encontraba libres entre
las clases y el tiempo que pasaba en la universidad privada dejándome ver con
la ropa de marca, falsificada, como puede imaginarse, que compraba con lo que
sacaba de mis precarios empleos o que robaba o incluso que adquiría de segunda
mano en trapicheos en mi barrio, que para eso sí que era bueno. Sin embargo, me
sentía bien. Al menos eso creo. Ahora mirando hacia atrás es fácil darse cuenta
de los errores cometidos, pero la realidad es que aquellos tiempos fueron magníficos
a pesar de los sacrificios. Acababa de rellenar el impreso de matrícula para la
nueva universidad. Había hecho las gestiones en la universidad pública para el
cambio de matrícula con la admiración de la secretaria del centro y de los
administrativos que ya me conocían por la cantidad de veces que iba a preguntar
sobre el estado de mi expediente. Creo recordar que los trataba con amabilidad,
aunque en el fondo había desarrollado una especia de asco hacia cualquier
persona que trabajase con humildad sin darme cuenta de que yo mismo lo hacía, aunque
en mi caso era una suerte de disfraz con el que intentaba lograr mi objetivo.
Yo mismo me autoconvencía diciéndome que en cuanto lograse entrar en la otra
universidad comenzaría a tratar a la gente como merecía. No sabía qué narices me
estaba pasando. Esa vanidad no era mía, no era yo, sin embargo, cuando llegaba
a la biblioteca de mi futura universidad, mi engreimiento decaía y tenía que
hacer un esfuerzo por mostrarlo porque la sensación que allí tenía era que la
gran mayoría se comportaban así y quienes no lo hacían eran sencillamente unos
miserables. Ojalá hubiera encontrado a alguien que me ayudase, a alguien que me
hiciese ver mi error, que me mostrase que mi camino era equivocado, pero no fue
así. Nadie lo hizo o, al menos, nadie vio la transformación que se estaba
obrando en mí. Aunque bien pensado, puede ser que se acercasen a mí intentado
convencerme y yo sencillamente los rechazase. No lo sé, no lo sé, pero ahora es
tarde para lamentarse, es tarde para arrepentirse.
Recuerdo que un día, después de recibir la autorización para el traslado y tener la confirmación de la concesión de la beca concedida por la que sería mi nueva universidad, decidí sentarme a leer en el jardín de la biblioteca de mis futuras aulas. No sé bien qué leía. Tengo un recuerdo sumamente agradable de aquella tarde soleada. Estaba feliz, era feliz. Todo parecía que estaba saliendo como lo deseaba y para mí era una gran satisfacción. Llevaba mucho tiempo sin ver a mis padres porque mis horarios no me lo permitían, aunque seguía viviendo en su casa. Rondaba en mi cabeza la idea de contárselo todo a mi madre: decirle que me habían dado una beca, que estudiaría en una universidad privada, que tendría una plaza en su residencia y que poco menos que había logrado todo lo que quería. Entonces se sentó a mi lado alguien. No le presté demasiada atención, sumido como estaba en mis pensamientos, pero al cabo de un rato, me giré y comprobé que era el chico con el que me había cruzado en el vestíbulo de la universidad hacía algún tiempo y el niño que intentó ayudarme cuando me golpearon en mi infancia mientras merodeaba aquel barrio rico que no volví a pisar. Un temblor recorrió mi cuerpo y las manos comenzaron a sudarme. Intenté no mirarle, intenté dejarle de lado y seguir en mis pensamientos o en mi libro, pero no lo logré. El chico se mostró absolutamente indiferente ante mi mirada de reojo. No sé si no se dio cuenta o sencillamente me ignoraba. Nunca se lo pregunté. Intuyo que sabía perfectamente lo que hacía. No pude resistirme más y me dirigí a él.
—Perdona, no querría molestarte,
pero creo que nos cruzamos hace unas semanas en el vestíbulo de la universidad,
¿verdad? —No supe muy bien qué más decirle, ni tan siquiera supe si me había
entendido porque apenas me salió un hilillo de voz y él no tuvo la más mínima
intención de girarse a responderme.
—Disculpe, ¿se dirige a mí?
Esa fue su respuesta. Me trató de
usted. Debíamos ser de la misma edad. Miles de pensamientos barrieron mi mente.
Sobre todo, eran reproches a mí mismo. ¿Cómo narices podía habérseme ocurrido
hablarle así?, ¿cómo podía ser tan estúpido?, menudo gilipollas estaba hecho.
Tenía que haberle tratado con respeto, como se trata, pensé, la gente elegante
y adinerada.
—Sí, sí, lo siento, no quería
molestarle. —Intenté arreglarlo como pude recuperando algo de compostura y
aplomo que supongo le sonaría ridículo.
Entonces se rio. Me miró y me
mostró su sonrisa de niño bueno. De niño rico, adinerado. Sus dientes eran
perfectos. Su rostro inmaculado. Su pelo rubio, casi blanco, ondulado,
perfectamente peinado, ni se inmutó. Sus ojos azules, aquellos que me fascinaron
cuando intentó ayudarme de niño, me embriagaron. No entendí qué ocurría, pero por
un instante no supe qué hacer más que mirarle asombrado, asustado, paralizado,
esperando una respuesta que tardaba en llegar una eternidad, según me pareció.
Dejó de mirarme, volvió a perder su vista en el jardín de la biblioteca.
—Ven.
Eso me dijo. Entonces se levantó
y comenzó a caminar. Yo estaba asombrado, hipnotizado, totalmente entregado a
una causa que aún desconocía. Me levanté y le seguí. Ni siquiera me di cuenta
de que había dejado la mochila en el banco. Mi suerte estaba echada.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 17 de marzo de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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