El cazador de moscas (ix).



El presidente demócrata Thomas Woodrow Wilson declararía la guerra a Alemania el 6 de abril de 1917 con la aprobación del Congreso al que había hecho la petición cuatro días antes. Poco importaba la excusa, aunque argumentó que Alemania estaba involucrada «nada menos que una guerra contra el gobierno y el pueblo de los Estados Unidos». Eso fue suficiente. El presidente número veintiocho de los Estados Unidos de América llevaba ya algún tiempo pergeñando su entrada en la guerra con políticas intervencionistas, en especial en Sudamérica para lavar su imagen cara a su inminente participación en la Gran Guerra. También llevaba algún tiempo buscando financiación y reclutando soldados, pero con la aprobación del Congreso su plan se aceleró con un alistamiento masivo, un aumento de impuestos, préstamos a los gobiernos aliados y un incremento de la producción industrial militar. La guerra había comenzado casi tres años antes. El desgaste de las naciones involucradas era patente. Estados Unidos estaba jugando la carta ganadora y su política comercial exterior la convertiría en una gran potencia. Nada de esto preocupaba a Robert que había sido llamado a filas antes de la declaración de guerra. La carta pedía su incorporación inmediata. Robert todavía no se había marchado de su pueblo. Habían ocurrido demasiadas cosas, demasiadas para él. Lo último que había acontecido había sido la huida de su mujer. Había abandonado su casa. Sabía perfectamente donde estaba. Lo sabía. No era capaz de sacar de su pensamiento a «la puta Anna Rose» y eso le producía gran malestar. Su mente estaba confusa, se cerebro flaqueaba. Nadie mejor que él sabía qué podía llegar a hacer en su estado. Sus manos poderosas llevaban apretadas demasiado tiempo. Las palmas, invisibles dentro de los puños estaban blancas de la presión que ejercían sus dedos. Abrió los puños y se miró las manos. Eran grandes, inmensas. Necesitaba beber algo. La carta que había mostrado a todos en el bar había aparecido. Estaba arrugada, casi desecha por el alcohol que había derramado sobre ella. Apareció en el bolsillo de su pantalón. No recordaba habérselo quitado el día anterior, pero buscando desesperado la encontró. La miró. Las letras escritas no significaban nada para él, pero recordaba perfectamente lo que Anna Rose leyó. «Esa puta…, solo trae malas noticias». Se imaginó a sí mismo apretando el cuello de la mujer hasta asfixiarla. No le llevaría más de un par de minutos. La imaginó pataleando al principio mientras sus garras la alzaban. Sabía perfectamente que era capaz de levantarla sin mucho esfuerzo. Anna Rose no era muy grande, en especial comparado con él. Un atisbo de razón se coló en su mente ofuscada. Matarla solo le traería más problemas. Si su mujer se había marchado con ese hijo que había aparecido en su casa y él tenía que ir al ejército qué más le daba. Podría olvidarlo todo, lo olvidaría todo. En eso era bueno, lo sabía bien. En un par de semanas todo se habría borrado de su cerebro. Sin embargo, el odio y el rencor eran difíciles de controlar. Se dirigió al bar.

 

Anna Rose estaba abriendo la puerta cuando le vio acercarse. Aún no había nadie más. Estaba sola. Había dejado a Mary en su casa que estaba unida al bar. De hecho, era la misma construcción. Una puerta al fondo de la barra unía el bar con la estancia que servía de hogar para Anna Rose. Mary estaba acunando a Jeremy. Habían colocado unas mantas en el suelo donde Anna Rose dormiría mientras Mary y su hijo ocupaban el futón que hacía las veces de cama para Anna Rose. Unas gotas de sudor gélido recorrieron la espalda de Anna Rose cuando vio a Robert dirigirse hacia ella. Se mantuvo firme, pero su cuerpo pedía a gritos temblar y sus manos no pudieron resistirse cuando Robert se detuvo frente a ella. Intentó disimular su nerviosismo apoyando la mano izquierda en el quicio de la puerta y la derecha en su cintura. Quería impedir que Robert entrara.

 

—¿Abres? —preguntó Robert.

 

—Buenas tardes —replicó Anna Rose—, eso estoy haciendo.

 

—Ve poniéndome un güisqui.

 

—Por favor, ¿no?

 

Robert la miró con los ojos inyectados en sangre, su ceño estaba sumamente fruncido y las mandíbulas apretadas. Anna Rose casi no se atrevía a mirarle, sin embargo, le había plantado cara con su respuesta.

 

—Ponme un güisqui —repitió.

 

—Está bien, está bien.

 

Anna Rose se dio la vuelta, entró en el bar, se colocó tras la barra, sacó un vaso y cogió una botella de güisqui para servirlo. Lo colocó delante de Robert que había entrado tras ella, demasiado cerca, demasiado cerca, y se había sentado en una de las banquetas. Robert se lo bebió de un trago como acostumbraba.

 

—Otro.

 

—Me debes varios tragos —le dijo Anna Rose.

 

Robert levantó la vista y miró directamente a Anna Rose.

 

—Te los pagará mi mujer… Otro.

 

Anna Rose ahora sí temblaba; cogió la botella como pudo y sirvió la copa en el mismo vaso. Derramó bastante sobre el tablero.

 

—Limpia eso —dijo mientras terminaba el segundo vaso— y ponme otro.

 

Anna Rose no podía hablar. Cogió un trapo y limpió el líquido derramado.

 

—Creo que ya es suficiente —le espetó con una voz firme que no sabía bien de dónde había salido.

 

Robert la miró de nuevo. Apretó los puños. Se levantó, le dio la espalda y se marchó. Nunca más se verían. Anna Rose suspiró y comenzó a sollozar. Se enjugó los ojos con la manga de la camisa. Salió de la barra y cerró la puerta del bar. No quiso mirar a la calle, no quiso mirar a Robert que se dirigía cabizbajo hacia su casa para preparar un petate con los pocos enseres que entendía que podría necesitar. Anna Rose se dirigió a su casa. Abrió la puerta, vio a Mary de pie en medio de la habitación que daba al bar, el niño estaba tumbado en las mantas del suelo, arropado. Se acercó a ella, la abrazó, la apretó contra sí y la besó. Mary se dejó hacer.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 24 de marzo de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/

No hay comentarios:

Publicar un comentario