Perdóname que lo merezco.




Eugenio Montero Ríos fue un político y jurista español que vivió la España de una época convulsa, compleja y decadente en la que la identidad nacional iba desapareciendo poco a poco con los últimos estertores coloniales, la crisis financiera de 1866 hizo sucumbir la paupérrima economía del país incapaz de subirse al carro de la Revolución Industrial, y el enfrentamiento visceral entre los absolutistas del Partido Moderado y la Corona contra los liberales y progresistas hacía imposible el gobierno de la nación. Esta situación condujo a la Revolución de 1868, llamada la Gloriosa, en la que se impusieron contra los Borbones y sus acólitos los movimientos que pretendían —aunque sus intenciones bien podrían ser matizadas— incorporar a la normalización democrática un país imposible de gobernar a causa de la putrefacción de sus instituciones y la corrupción de sus dirigentes, así como la incultura general de su pueblo al que monarcas, militares y políticos no habían querido preparar, interesadamente, para semejante cambio. Los partidos que incitaron la Revolución fueron el Partido Progresista de Prim, la Unión Liberal de Serrano —ambos dirigidos por generales que no dudaron en recurrir a alzamientos militares y movimientos armados para imponer sus ideas— y el Partido Demócrata que se transformaría en el Partido Republicano Federal. El resultado final fue un malogrado sexenio democrático que se inició con el exilio de Isabel II en 1868, que abdicaría en 1870 en su hijo Alfonso XII; un gobierno provisional de transición que dejó una constitución —la de 1869— y muchas dudas; el breve reinado de Amadeo Saboya en una suerte de monarquía parlamentaria que finalizó en 1873 tras dos años de deriva condicionados por la muerte del general progresista Prim, su máximo valedor, en las postrimerías de 1870; y las dos vergonzantes etapas de la Primera República (la Federal y la Unitaria) que devolvieron a España, con el pronunciamiento en Sagunto del general Arsenio Martínez Campos en favor de la restauración de la Monarquía borbónica en 1874 al auspicio de la Constitución de 1976, a la oscuridad de la que había intentado escapar —utilizando una vía que la historia ha demostrado como errónea— y que supuso el retorno a España de Alfonso XII cuyo reinado acabó tras su fallecimiento en 1885 con la regencia de su segunda mujer, María Cristina de Habsburgo-Lorena, en nombre de su hijo Alfonso XIII hasta su mayoría de edad y que finalizó con la proclamación de la Segunda República tras las elecciones municipales de 1931 que provocaron el abandono del país por parte del monarca.


Eugenio Montero Ríos participó en el gobierno provisional del general Prim como ministro de Gracia y Justicia en 1870 formando parte del Partido Progresista del propio Prim. Curiosamente tras la Restauración siguió desempeñando cargos de trascendencia, de hecho, fue ministro de Fomento, presidente del Tribunal Supremo y regresó al cargo de ministro de Gracia y Justicia en 1892. Además, participó —porque no se puede decir que tuvo opción alguna a negociar— en el Tratado de París de 1898 con el que se puso fin a la guerra colonial con los Estados Unidos perdiéndose las últimas posesiones transoceánicas de España. Incluso ayudó a la fundación de la Institución Libre de Enseñanza, de la cual fue nombrado rector en 1877. 


En este escenario sociopolítico y concretamente en Madrid el 18 de junio 1870, esto es durante el gobierno provisional, Eugenio Montero Ríos, el ministro de Gracia y Justicia, sanciona la breve y concisa “Ley de 18 de junio de 1870 estableciendo reglas para el ejercicio de la gracia de indulto” que fue publicada en la Gaceta de Madrid número 175, de 24 de junio de 1870. Esta ley sigue vigente hoy en día y es la que regula el indulto «… de toda o parte de la pena…» que se puede otorgar a «Los reos de toda clase de delitos» excepto:

«1.º Los procesados criminalmente que no hubieren sido aún condenados por sentencia firme.


2.º Los que no estuvieren a disposición del Tribunal sentenciador para el cumplimiento de la condena.


3.º Los reincidentes en el mismo o en otro cualquiera delito por el cual hubiesen sido condenados por sentencia firme. Se exceptúa, sin embargo, el caso en que, a juicio del Tribunal sentenciador o del Consejo de Estado, hubiera razones suficientes de justicia, equidad o conveniencia pública para otorgarle la gracia».


Es importante precisar tal y como indica su artículo 11 que «El indulto total se otorgará a los penados tan sólo en el caso de existir a su favor razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del Tribunal sentenciador y del Consejo de Estado».


De otra parte, el artículo 15 expresa que «Serán condiciones tácitas de todo indulto:


1.ª Que no cause perjuicio a tercera persona o no lastime sus derechos.


2.ª Que el penado haya de obtener, antes de gozar de la gracia, el perdón de la parte ofendida, cuando el delito por el que hubiese sido condenado fuere de los que solamente se persiguen a instancia de parte».


Después la Ley trata del procedimiento para solicitar y conceder la gracia del indulto al reo destacando lo indicado en el artículo 30 que reza que «La concesión de los indultos, cualquiera que sea su clase, se hará en decreto motivado y acordado en Consejo de Ministros».


El contexto, las circunstancias, la idiosincrasia del momento son trascendentales para leer y entender la historia. También lo es, en mi opinión, para comprender las leyes y su sentido. Una Ley de 1870 proclamada en una etapa de la historia de España tan trémula y estremecedora debe entenderse precisamente en ese momento. Su aplicación en la actualidad no deja de ser cuanto menos anacrónica, sino equívoca o improcedente. Además, esta Ley es referida en la Constitución Española de 1978 en la que aún retozaban a su antojo las tensiones vividas a lo largo del siglo XIX y XX en España. De hecho, se relata en su artículo 62.i con respecto a lo que corresponde al Rey que debe «Ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales» que singularmente no puede recaer en la iniciativa popular según indica el artículo 87.3. Al menos, el artículo 102 de la Constitución indica que la prerrogativa real de gracia no puede aplicarse ante «La responsabilidad criminal del Presidente y los demás miembros del Gobierno…».


En este sentido, la aplicación en la actualidad de esta medida de gracia sobre la base de una Ley de 1870 —se hizo algún pequeño ajuste y actualización con la Ley 1/1988, de 14 de enero, por la que se modifica la Ley de 18 de junio de 1870, estableciendo reglas para el ejercicio de la Gracia de Indulto— sea para lo que sea, no deja de ser extraña, si bien, el artículo 11 de la Ley de 1870 es de una modernidad extraordinaria por su cualidad relativista cuando indica, repetimos, que «El indulto total se otorgará a los penados tan sólo en el caso de existir a su favor razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del Tribunal sentenciador y del Consejo de Estado». «Utilidad pública» es un término sumamente ambiguo y flexible que permite su aplicación casi en cualquier escenario. Así pues, ojalá el perdón que se va a conceder, merecido o inmerecido, la historia lo esclarecerá, a quienes cometieron fechorías contra el estado democrático valiéndose de su posición para defender una tribulación separatista, tenga como efecto real esa “utilidad pública” que todos desearíamos, ayude al restablecimiento de la convivencia democrática en la sociedad española y catalana y no se convierta en una argucia gubernamental para conservar el poder y suponga —aunque entiendo que no nos enteraremos porque el ruido en las cloacas es aterrador y silencia los susurros— la devolución de innegables prebendas que abrieron en su momento las puertas del gobierno a quienes hoy tienen el poder ejecutivo.




Imagen de Eugenio Montero Ríos, Agence Rol - Bibliothèque nationale de France, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=6655242


En Plasencia a 20 de junio de 2021.

Francisco Irreverente.

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