Sus libros (ii)




Algún tiempo después mi padre murió. Me llamó su abogado, me dio la noticia impasible, como sin darle demasiada importancia. Lo hizo de forma directa, sin prolegómenos, sin el más mínimo atisbo de pena o dolor, ni tan siquiera me ofreció su consuelo más allá de un escueto «Lo siento» tras darme la noticia. «Tu padre ha muerto», me dijo tras identificarse y preguntarme si la persona de la que tenía que darme la noticia era mi padre. Al menos, me habló de mi padre, quiero decir que tuvo la delicadeza de hablar de él como si se tratase de mi padre —al fin y al cabo es lo que era— y no habló de él como si se tratase de una persona anónima para mí, evitando nombrarle con su nombre y apellidos, lo cual agradecí aunque no llegué a comentárselo. Debo decir que sentí una sensación extraña. Fue una emoción profunda, dura. No me atrevo a decir que fue dolor, y si lo fue, no del tipo que hasta entonces había sentido cuando me aconteció alguna pérdida. En realidad, la única pérdida de la que era verdaderamente consciente fue la de mi aya. Ahí sí que sentí dolor, un dolor intenso que me paralizó, que me dejó inerme ante el mundo por más que supiese que el mundo no se pararía para mí y debería seguir adelante con mi vida. 


De mi madre apenas tengo recuerdos, era demasiado joven cuando desapareció y ahora, con poco más de veinte años, la noticia de su fallecimiento provocó en mí un cambio trascendental e intenso. Hasta entonces, a pesar del alejamiento que tuve con él, siempre viví de forma alocada, sin demasiadas responsabilidades, apenas atendiendo a las cuestiones que mi padre consideraba importantes y que para mí suponían hartazgo y que afrontaba con desidia. Pero con la noticia de su muerte todo cambió. Supongo que por primera vez tuve consciencia de mi vida como algo más allá del juego que hasta entonces había sido y que mi padre había venido costeando sin imponerme apenas condiciones y asumiendo mis decisiones sin cuestionarlas por más que pensase que eran absurdas, irreverentes y alocadas. Nunca me lo dijo, pero no se me escapa que fue así. Algo me hace pensar que quería que viviese mi vida con total libertad, permitiéndome que cometiese errores que —quiero pensar que fue así— antes o después —tal vez con su muerte— terminarían por hacerme encontrar un camino más adecuado para transitar este mundo. Si esa fue su intención, debo reconocer que lo logró. En realidad, uno nunca sabe si las decisiones que toma en la vida son acertadas o no. Nadie puede tener esa certeza y nadie puede asegurarte si esas elecciones son correctas o pueden llevarte a un abismo del que jamás puedas escapar. Yo estuve cerca de caer en uno de esos pozos profundos de los que nadie sale, pero tuve la fortuna de recibir la llamada de un abogado que me dio una triste noticia que evitó mi hundimiento que amenazaba con convertirse en realidad en poco tiempo. Siempre he pensado que en nuestras vidas, cuando son verdaderamente libres, hay demasiado arbitrio y poca reflexión. La muerte de mi padre me hizo reflexionar y, al menos para mí, supuso el cambio necesario que mi vida necesitaba. 

 

Tuve que regresar a mi ciudad natal, a mi casa. Había un sinfín de papeleo que tenía que resolver con el abogado de mi padre, a pesar de que lo había dejado todo prácticamente resuelto. Fueron unos días tristes en los que no pude contener mis lágrimas cuando regresaba a casa por la noche y entraba en mi cuarto tras pasear por todas las habitaciones de mi hogar. En especial la biblioteca con su escritorio donde mi padre había pasado tantas horas sentado, leyendo, en penumbra con una tenue luz enfocando el ejemplar que sujetaba con delicadeza entre sus manos, una delicadeza que yo deseaba para mí y que no recuerdo haber recibido. Se mostraba impasible a mi parecer cuando yo entraba reclamándole algo de atención y María llegaba presta para sacarme de allí pidiéndome que no le molestase porque estaba trabajando. Llegué a odiar aquel sitio, llegué a odiar aquellos libros a los que mi padre —nunca pensé otra cosa— quería más que a mí. Recuerdo que me enfadaba y protestaba y chillaba y quería quedarme allí con él, aunque solo fuera por tenerle cerca y ver qué hacía y entender por qué lo hacía. Luego crecí, no mucho, pero lo justo para que mi padre se convirtiese en una especie de monstruo extraño al que no quería reconocer y mi deseo de estar con él se transformó, de la noche a la mañana, en mi adolescencia, en un odio incomprensible que me alejaba cada día un poquito más de él. 

 

Ya en mi cuarto buscaba en cada rincón de mi dormitorio recuerdos felices, secretos, inconfesables, que me hicieran sonreír llevándome a mi más tierna infancia. Deseaba con todo mi corazón encontrar algún regalo escondido del pasado que me hiciera sentir mejor con mi padre y borrar el sentimiento de culpa que tenía por haberlo abandonado. Pero estaba equivocado, esos recuerdos no estaban en mi cuarto.

 

 

 

Foto de Wendy van Zyl en Pexels.

En Madrid a 27 de junio de 2021.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/