El Reino Unido con su Primer Ministro a la cabeza y respaldado de forma sutil, pero firme por la monarquía algo debilitada tras el fallecimiento de la Reina Isabel II —recordemos que los Reyes nunca quisieron destruir sus posesiones ni llevarse mal con sus primos—, apenas emitieron un comunicado público con cierta repercusión en la prensa nacional y poca o nada en la internacional, mostrando un flemático y despectivo desinterés por el mensaje del Gobierno Español. Sin embargo, se cuidaron mucho de remitir un extenso documento a las Naciones Unidas que les sirvió para granjearse el apoyo de la mayoría del arco democrático occidental con Estados Unidos a la cabeza, que había conseguido desligarse parcialmente del populismo trumpista, y que lo último que quería era que sus aliados británicos perdiesen uno de sus paraísos fiscales favoritos dentro de la misma Europa cuya existencia se remontaba a fechas incluso anteriores al nacimiento del propio Reino Unido y por supuesto de la nación norteamericana. Conviene recordar que durante la guerra de la sucesión española, guerra europea a los efectos prácticos, Gibraltar —territorio británico de ultramar desde 2002 tras el abandono de la antigua terminología de “Colonia de la Corona”— fue tomada en 1704 por el archiduque Carlos de Austria o Carlos III de España —no confundir con el Borbón hijo de Felipe V— al mando de una flota inglesa y holandesa que representaba la alianza del Imperio Austríaco, Inglaterra, Holanda, Portugal y de los principados alemanes contra España y Francia por el trono del fallecido sin descendencia —y menos mal porque la cosa ya no pintaba demasiado bien— Carlos II llamado con benevolencia “el Hechizado”. El caso es que el archiduque Carlos de la casa de los Habsburgo conquistó una Gibraltar más pequeña que la actual y esta pasó a ser colonia anglo-holandesa hasta el tratado de “paz” Utrecht de 1713 —la entrecomillada paz tiene sentido porque poco después, en 1715 los británicos se harían con Menorca cambiando definitivamente el panorama europeo—. En dicho tratado se cedía a los británicos el territorio gibraltareño a perpetuidad a cambio de permitir que en España reinase, también a perpetuidad —al menos eso parece—, la casa de los borbones, comenzando su aciago periplo histórico con Felipe V llamado con la misma benevolencia regia “el Animoso” de quien Carlos II resultaba ser tío-abuelo, así todo quedaba en casa, aunque los ingleses, los más beneficiados, obtenían su preeminencia geopolítica en Europa que se proyectaría a todo el globo terráqueo durante los siglos venideros.
España, más bien sus estúpidos dirigentes extremistas, en un gesto ridículo y pueril que solo pretendía exaltar el paupérrimo nacionalismo que habían inculcado a parte de la población, movilizó parte del ejército terrestre y marítimo alrededor de la colonia. Mantuvieron, como gesto de buena voluntad —así lo indicaron los muy ineptos—, ciertas distancias que denominaron “de cortesía” y solicitaron reuniones de urgencia con los ministros de asuntos exteriores británicos en España, con el gobernador de Gibraltar y con el ministro principal del gobierno gibraltareño. Por supuesto, todas fueron rechazadas con imperturbable silencio. El gesto no pareció gustar mucho al presidente español que nuevamente salió a la palestra —que a la postre se convertiría en su picota— para manifestar con bombo y platillo que habían utilizado toda la diplomacia a su alcance para resolver el conflicto por vías pacíficas sin éxito. Tal vez esa fue la expresión que colmó la paciencia de los británicos y, tras las desafortunadas declaraciones, el Reino Unido tomo la determinación de movilizar su Marina Real y aproximarla a la zona de conflicto. El órdago del presidente español movilizó a la población que comenzó a manifestarse en la calle. Unos querían sangre, otros, conocedores de la historia, nada que se le pareciese. El presidente español, literalmente acojonado, solicitó al rey Borbón español que intentara contactar con su homólogo británico de la casa de Windsor y accedió, pero este debía estar tomando el té porque no pudo atender la llamada.
Los acuerdos que había firmado Marruecos con el Reino Unido tras el BREXIT facilitaron la movilización del ejército terrestre británico que recibiría apoyo incondicional del marroquí. El presidente español solicitó al rey que llamase a su homólogo marroquí y accedió, pero no consiguió hablar con él porque también estaba tomando el té.
Solo Rusia y China —paradojas de la vida— consintieron en hablar con el presidente español, pero tuvo que asumir la vergüenza de que el interlocutor que decidieron esos países para el presidente no fuera más que un subdirector de un perdido ministerio.
Las naciones europeas miraban con asombro y pasmo, aunque con relativo e interesado distanciamiento —parecido a lo que aconteció con el golpe militar del 36 en España— los movimientos absurdos que desarrollaba el histriónico gobierno español. Se estaba gestando un conflicto absurdo como consecuencia de la incompetencia y cabezonería de unos estúpidos gobernantes que jugaban a ser estadistas, pero de muchos siglos anteriores, y que no comprendían la geopolítica del siglo XXI, aunque habían llegado al poder engañando a parte de una población necesitada de autoestima a la que se juntaba una gran mayoría desinteresada y hastiada del continuo desgobierno.
Foto de Gibraltar y la Bahía de Algeciras, Caminos de Málaga, 2006.
En Mérida a 19 de septiembre de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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