¿Nos presentamos a un concurso... de la Administración? Parte i.



Hace algo más de un año que no hablo de lo público. Ahora, como entonces, debo comenzar aseverando mi total y absoluta fe en los servicios públicos. Creo que, en una sociedad con tantos desequilibrios económicos y sociales como la que vivimos en este arranque del siglo XXI, no disponer de ciertos servicios sostenidos, sufragados y amparados por el conjunto de la sociedad para el beneficio de todos, sería condenar a demasiada gente al ostracismo o, peor aún, a la más absoluta pobreza provocando una masiva migración a lugares en los que, a priori, poder encontrar esos beneficios sociales que soportan una sociedad del bienestar. Esta es precisamente una de las claves para entender los movimientos migratorios existentes en la actualidad que desequilibran aún más a los países subdesarrollados o en vías de desarrollo —que parecen despreocuparse por la huida masiva de su gente, utilizándolos incluso como arma disuasoria— y también a los países receptores de los migrantes incapaces de sostener esos flujos migratorios —en los que terminan apareciendo y ascendiendo los movimientos populistas nacionalismos xenófobos contra los inmigrantes a los que generalizan como ladrones, criminales, abusadores y parásitos de los escasos beneficios sociales de los países más desarrolladas—. Partiendo de esta base, debo confesar que mis dudas surgen cuando esos servicios públicos son gestionados por la Administración Pública. Estoy convencido de que debe ser ella, la Administración Pública, la que lleve el peso de la gestión de esos servicios, nunca deberían recaer en el sector privado porque antepondrían la obtención de beneficios al propio objeto del servicio. Probablemente estarían en su derecho de hacerlo, pero terminaría dilapidando el fin último de la prestación que debe siempre estar volcada en el prestatario del servicio que es quien tiene la necesidad y que debe ser cubierta con solvencia y eficacia y, por descontado, sin escatimar esfuerzos, pero, al tiempo, sin derrocharlos. Es un equilibrio complejo, a veces irracional e incluso disparatado que no encuentra en el modelo social actual, en mi humilde opinión, una solución solvente que sostenga el sistema.


A una escala previa nos encontramos con que las necesidades que la sociedad debe cubrir son en un gran número de ocasiones inicialmente conformadas mediante prestaciones que deben ser adjudicadas al sector privado a través de concursos o licitaciones. Es decir, la Administración Pública considera que existe una necesidad social improrrogable y para poder cubrirla requiere de unas infraestructuras inexistentes que deben ser desarrolladas previamente. El modelo occidental democrático prevé que estas infraestructuras sean diseñadas y construidas por agentes privados que tienen la capacidad y la solvencia —cuidado con este término que volverá a surgir a lo largo de esta perorata— para llevarlas a cabo. Su prestación será sufragada mediante los impuestos que todos los miembros de la sociedad deben pagar aportando proporcionalmente a sus ingresos —al menos esa es la teoría—. Partiendo de esta base, la Administración convoca procedimientos concursales en los que concurren en igualdad de condiciones —también esta es la teoría— aquellas personas físicas o jurídicas capacitadas para desarrollar el objeto de la licitación. La Administración es un ente gigantesco, formidable, pero ciclópeo, rígido, difícilmente gestionable de forma adecuada, aunque dispone de enormes recursos. El caso es que para resolver estas necesidades previas al desarrollo de los servicios que ha detectado, debe apoyarse en la actual Ley de Contratos del Sector Público de noviembre de 2017. 


Pues bien, la Administración ha terminado por convertir la mayor parte de estos procedimientos concurrenciales en auténticas subastas que, en el caso de los servicios técnicos, llegan a propuestas con bajas económicas de hasta el sesenta por ciento (60%) para poder resultar adjudicatario del servicio. Es decir, si alguien quiere optar a un contrato de prestación de servicios de la Administración que, digamos sale a licitación por un importe de 100.000 €, debe hacer una oferta de 40.000 €. Debo indicar que cuando la Administración ofrece un servicio para que lo liciten los interesados por valor de 100.000 €, ya suele ser un importe de partida bajo, reducido… Esta oferta tan reducida difícilmente podrá convertirse en un servicio excelente que es el que cualquier ciudadano desearía, incluidos, estoy seguro, los miembros de la propia mesa de contratación y, por supuesto el propio licitador, pero la realidad es la que es y como he escrito en alguna ocasión, el límite de la dignidad —del licitador— lo pone el hambre —literalmente, no la codicia—. Es decir, ningún licitador quiere hacer esa baja, pero las fórmulas establecidas en los pliegos de los concursos son tan bárbaras, absurdas y condicionantes que mínimas diferencias económicas en ofertas suponen un escollo en la puntuación final insalvable para los licitadores que han propuesto menos rebaja. De otra parte, el posible incurrimiento en baja desproporcionada mediante las fórmulas establecidas, es decir, cuando el licitador reduce el importe tanto que la administración considera que es temeraria la oferta y que pone en riesgo la consecución del servicio, suele terminar siendo aceptada mediante la presentación de un escrito justificativo con números que lo soportan todo. Estas circunstancias terminan provocando una escalada de rebaja en la que el importe sigue y sigue reduciéndose hasta quién sabe dónde. Tal vez, lleguemos a la kafkiana situación de tener que pagar a la Administración si queremos trabajar prestando ciertos servicios. Al final, la propia Administración fomenta la mediocridad.


La Ley prevé otros criterios para el procedimiento de adjudicación que no son exclusivamente el económico y que son objetivos y no sometidos a juicios de valor —también hablaremos de estos—. Pero tal vez la falta de imaginación de los técnicos y juristas de la Administración o la falta de valentía termina provocando que en esos apartados todos los licitadores igualen puntuación sin excepción, seguramente porque son sabedores de que la Administración no tiene medios para comprobar su posterior cumplimiento o no tiene intención de hacerlo. Así pues, ancha es Castilla, todos cumplimos lo máximo, e incluso es posible que sea verdad, pero termina provocando un sumatorio de puntos que descarga ineludiblemente en la oferta económica el peso de la adjudicación. Seguiremos…



Fotografía de Nataliya Vaitkevich en www.pexels.com



En Mérida a 26 de septiembre de 2021.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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