El quejido de los cuentos.

 



Allí, justo allí, en el lugar donde viven los cuentos, había un buen revuelo montado. Los cuentos se habían amontonado y estaban discutiendo airosamente; algunos, fíjense bien, incluso gritando —con lo que son los cuentos—, y todos sin excepción, quejándose amargamente: los niños no los escuchaban hasta el final. Eso les resultaba intolerable. «¿Cómo puede permitirse?», decían unos; «Algo tendremos que hacer», gritaban otros; «Como sigan así, iremos a la huelga», amenazaban muchos; y «Tenemos que cambiar esto» se quejaban todos. Pero después de las largas y sesudas reuniones que habían mantenido los cuentos más prestigiosos y populares de la historia, los cuentos que todos los niños conocían, al menos sus inicios, y que los padres, generación tras generación, les contaban, no habían alcanzado ninguna conclusión definitiva. El resto de cuentos, expectantes, se habían enfadado mucho cuando les comunicaron que no habían encontrado respuesta alguna que les satisficiera y que resolviera la difícil situación en que estaban involucrados. Entendían que el problema era sumamente grave: si los niños se dormían, los padres no terminaban de contar los cuentos y, aunque ellos los supiesen, sus hijos nunca los aprenderían y terminarían olvidados. Eran conscientes de que muchos de ellos estaban escritos en libros, algunos incluso con preciosas y coloridas láminas que los acompañaban, pero, a pesar de todo, sentían un pavoroso temor a caer en el olvido y desaparecer para siempre. Algunos incluso habían manifestado que ya sentían que no eran los mismos que antes, que algunas partes las habían cambiado ya. Es verdad, reconocían, que ciertos pasajes requerían revisión porque los tiempos habían cambiado, y lo entendían, pero el mensaje debía permanecer y si no se escuchaba el final que contaban, su moraleja nunca llegaría a los niños y estos, esa era su verdadera y encomiable preocupación, aparte de su desaparición, nunca llegarían a ser personas de provecho, o como los propios cuentos decían, a pesar de la aparente puerilidad: «Los niños nunca serán buenas personas».

 

Todos los cuentos estaban alterados y gritando. El Principito pidió algo de calma, Caperucita Roja rogó silencio, Los Tres Cerditos suplicaron comprensión, Blancanieves y los Siete Enanitos exigieron respeto al trabajo que habían estado haciendo durante tanto tiempo, a pesar de resultar infructuoso. El Patito Feo y El Mago de Oz se cuchicheaban algo al oído, mientras que La Historia Interminable y Momo parecían algo asustados ante tanto alboroto. La Bella Durmiente y Cenicienta se levantaron indignadas: no era tolerable semejante falta de respeto. Peter Pan correteaba de un lado a otro intentando hacerse escuchar y La Sirenita, pobre ella, estaba angustiada viendo como muchos se reprochaban su falta de gracia como causante del sueño de los niños a la hora de escucharlos. Pinocho no sabía muy bien a quién responder ante la cantidad de preguntas que recibía, Rapunzel intentaba recuperar su pelo del que muchos cuentos tiraban para hacerles ver su desencanto. Hansel y Gretel lloraban asustados mientras que Simbad el Marino intentaba consolarles. Los Músicos de Bremen junto con El Flautista de Hamelin comenzaron a tocar una pieza musical para ver si funcionaba aquello de que la música amansa a las fieras, pero no tuvieron demasiado éxito, al fin y al cabo, su público eran otros cuentos y no animales. El Soldadito de Plomo estuvo tentado de utilizar su rifle, pero Merlín el Mago le convenció de que esa no era la solución. La Bella y la Bestia mostraba su preocupación ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos. Platero y Yo ofrecía una sonrisa conciliadora sin demasiado éxito. Y Pulgarcito, que se había erigido como interlocutor entre unos y otros, intentaba calmar al personal para explicarles algunas de las conclusiones.

 

Entonces, sin saber muy bien cómo, apareció en medio del tumulto un cuento que nadie reconoció. Es justo explicar que entre los muchos cuentos que allí estaban presentes, una gran parte de ellos no eran conocidos más allá del ámbito familiar y algunos ni tan siquiera llegaban a ser conocidos por todos los miembros de la familia, pues eran inventados y contados por el padre o la madre cada noche y el hijo o los hijos apenas si llegaban a escuchar una mínima parte del relato. Aun así, esos cuentos también estaban allí y eran los que protestaban con más vehemencia porque, al no estar escritos en ningún sitio, pensaban que, si la situación no cambiaba, si los niños no los escuchaban hasta el final, terminarían perdiéndose en el olvido. La mayoría de estos cuentos anónimos y de títulos inventados para la ocasión no estaban muy conformes con el hecho de que fuesen los cuentos más famosos quienes buscasen las soluciones a sus graves problemas puesto que esos cuentos de prestigio, mal que bien, seguirían permaneciendo vivos en la historia a través de los libros que los recogían por más que intentasen hacer ver al resto de cuentos, a los cuentos desconocidos, que también participaban de sus preocupaciones. El caso es que la aparición de este cuento ignoto provocó un silencio sepulcral ante el que ninguno de los cuentos presentes supo reaccionar. El recién llegado se abrió paso entre todos y con un caminar pausado y algo flemático se dirigió al estrado en el que el nutrido grupo de cuentos famosos intentaba hacerse con el control de tan extraña y variopinta asamblea. Subió los escalones que daban acceso a la tribuna y colocándose delante de la mesa presidencial comenzó a hablar:

 

—Soy El Cuento de los Sueños —inició su soflama con voz grave, casi tenebrosa— y ninguno de vosotros me conoce ni me ha visto jamás. Yo, sin embargo, os conozco a todos. A todos os he oído, de principio a fin.

 

Los cuentos se miraron estupefactos porque a pesar de que entre ellos se distinguían perfectamente aunque no fuesen excesivamente conocidos, como bien había indicado este aparecido sueño, a él nadie lo reconocía y eso les producía cierta inquietud.

 

—Vengo a transmitiros un mensaje sumamente valioso que os hará entender muchas cosas, cosas que hasta ahora ninguno de vosotros comprendía y que os ayudarán a seguir desempeñando vuestra apreciable labor con tranquilidad y confianza.

 

Los cuentos que se habían alejado de la multitudinaria reunión, frustrados por no ver salida a sus problemas, se apresuraron a regresar al percibir el silencio que se había hecho y comenzar a distinguir una voz que se alzaba poderosa.

 

—Todos sois escuchados hasta el final. —El asombro se apoderó de los allí presentes ante semejante afirmación—. Ninguno de vosotros, por muy poco conocidos que seáis, se perderá en el olvido. Los niños os escuchan enteros, siempre que los padres os terminen. Vuestro quejido es infundado. Os lo aseguro. Cuando los niños se duermen, soy yo, El Cuento de los Sueños, quien recoge vuestras palabras y las transmite, una por una, a los pequeños que las escuchan atentamente a pesar de estar ya profundamente dormidos. Las aprenden y quedan en su subconsciente para siempre. Tanto es así que yo, que paso de padres a hijos generación tras generación he podido comprobar como aquellos de vosotros que no estáis escritos, sois contados una y otra vez a lo largo de los años. Debéis saber que sois eternos —les dijo—. Los más antiguos permanecéis y los que surgís nuevos, ya sea de la invención de los padres o de las plumas de los escritores, nunca desaparecéis. Estad tranquilos que vuestro legado permanece seguro en todos los humanos gracias a mí. Así ha sido y será por siempre jamás.

 

Todos los cuentos, asombrados y emocionados ante semejante revelación, sonrieron felices y uno a uno regresaron a las mentes de los padres que ansiosos esperaban su retorno para poder dormir a sus hijos cada noche.

 

 

Imagen de SplitShire bajo licencia gratuita de Pixabay License

 

 

 

Plasencia a 20 de junio de 2019.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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