Corazón contra razón.




Esperó el corazón a que la razón durmiese, agotada tras un duro día de trabajo, otro más, y sigilosamente se acercó cuchillo en mano. La suerte parecía estar echada, pero la razón duerme siempre con un ojo abierto y vio acercarse al corazón con ánimo criminal. Se revolvió esquivando el ataque con un rápido movimiento y se elevó con gran agilidad para encararse al corazón. Nada se dijeron, pero sus miradas fueron fulminantes. La razón le preguntó con sus ojos un por qué apenado y triste, aunque no bajó la guardia. El corazón le devolvió una mirada impenetrable que no dejaba escapar ni el más mínimo atisbo de lo que era, de lo que la razón creía que era: sentimientos y emociones. La razón endureció su rictus. El corazón hizo lo propio. Rígidos, estáticos uno frente a otro. Observándose: la una desengañada, aunque nunca fue confiada en exceso; el otro atento a cualquier movimiento que pudiera poner en peligro su existencia, pues así entendía la amenaza de la razón. Entonces comenzó la batalla. Terrible, espantosa, espeluznante. Sin tregua y sin descanso se lanzaban embistes con el ánimo de hacer caer al que antes había sido inseparable aliado y ahora, por una extraña ironía del destino, se había convertido en enemigo, quién sabe si eterno.

El corazón sabía de la fuerza de la razón. Estaba acostumbrado a ella. La conocía desde tiempo inmemorial. Ella siempre había estado allí para sanar el dolor que él mismo provocaba. Lo hacía sin reproches, procurado consolarle y buscando una salida que le devolviese la alegría y las ganas de vivir. Era cierto que la razón no intervenía al principio, a pesar de que ella misma preveía la tragedia desde el comienzo. Así, cuando la razón vislumbraba una causa perdida en el corazón, tras contemplar sus azarosas —para ella— derivas, lo bloqueaba e imponía su juicio racional para evitar la ineludible cuita, pero el sufrimiento acumulado a lo largo del tiempo provocaba acciones cada vez más tempranas de la razón que impedían al corazón sentir y emocionarse. El corazón estaba cada vez más apagado y, lo que era peor, se había acostumbrado a que fuese la razón quien lo salvase indefectiblemente cuando su sentir se convertía en dolor, así pues, el corazón se veía débil e inerme, desorientado, menesteroso. La razón, sin luchar, estaba venciendo una batalla que ninguno de los dos había iniciado. Pero el corazón, cada día, en su impuesta, aunque consentida pequeñez, iba incrementando su rencor hacia la razón y, sin dejar de doblegarse por completo, abrigaba la esperanza de encontrar una súbita salida a su propio ser que le devolviese su sentir. Un día, sin más, creyó encontrar la solución: debía acabar con la razón, debía imponerse como la razón lo había hecho con él, debía someterla. Y solo si la mataba lo lograría. El corazón era consciente de la gran diferencia de fuerza que por aquel entonces existía entre uno y otro. Antes no era así, no había olvidado la razón el equilibrio que existía entre ambos al principio de los tiempos. Pero ahora sabía del poder de la razón, de su fuerza expeditiva, de su contundencia tenaz. Así que la razón pergeñó un plan. Sabía que al final del día, cuando el cuerpo descansaba, la razón, agotada, hacía lo propio y le daba el relevo al subconsciente para que velase por el bienestar del ser. Ese era el momento. No le resultaría difícil esquivar la vigilancia del despistado, aunque afanoso y dedicado subconsciente, y acceder a la alcoba de la razón para terminar con ella. Comprendió que, si se enfrentaba abiertamente a la razón, no tendría nada que hacer, sería subordinado como venía ocurriendo desde hacía demasiado tiempo. La razón argumentaría y el corazón abdicaría. No debía permitir que eso ocurriese de nuevo. Su única posibilidad era el descuido y la confianza excesiva de la razón durante su descanso.

El plan no había resultado. El corazón no sabía que la razón nunca llegaba a aislarse por completo para descansar, a pesar de la vigilancia del subconsciente. Sin embargo, el corazón encontró tanta fuerza en su rencor acumulado que se vio con ánimo de enfrentarse a la razón en una batalla que deseaba terminase con el fin de cualquiera de los dos, tal era su desesperación, aunque tenía claro que lucharía para vencer. El corazón había encallecido y no se vio subyugado ante la perspicacia inicial de la razón. Su mirada no pudo con él cuando el corazón rememoraba, a pesar de que los recuerdos del corazón siempre estaban manipulados por su compañera, la imaginación, que la razón siempre imponía su criterio. Eso provocó un arrebato de fuerza que le dio al corazón la confianza suficiente para revolverse ante la razón. Así que optó por un enfrentamiento abierto, en apariencia desigual, pero en el fondo equilibrado. La razón, por su parte, no se vio realmente sorprendida por el ataque. Hacía ya algún tiempo que sospechaba de la actitud del corazón. La memoria, su fiel escudera, no dejaba de recordarle detalles en el comportamiento del corazón, tal vez pormenores insignificantes, pero inquietantes para ella, que habían sembrado en la razón una duda que alteraba su imperturbable ser.

La batalla no mostraba visos de acabar. Ninguno de los dos parecía vencer, ninguno de los dos podía vencer, pero eso no lo sabían. Resultaba evidente que ambos saldrían mal parados, nada grave en realidad, muchas heridas, todas ellas superficiales y alguna, tal vez, muy escandalosa por la cantidad de sangre derramada. Nada que no pudiese cicatrizar. Parecía que ninguno se atrevía a lanzar el golpe mortal, el golpe que terminase definitivamente con el contrario y le dejase el camino libre, sin obstáculos a los que tener que enfrentarse. Parecía que ambos tuviesen miedo de que la muerte del otro le impidiese vivir a él. Así era, pero eso era solo una intuición que ambos tenían, tan fuerte que el miedo a la desaparición del contrario bloqueaba su beligerancia. Fueron el cansancio y las heridas los que detuvieron la batalla. Razón y corazón estaban exhaustos y llenos de laceraciones. Cayeron al suelo, frente a frente. Se miraban, había odio, mostraban rencor, pero también una suerte de apego, indeseado por el corazón y extraño en la razón, que les hizo ver que su unión era indisoluble. Estaban condenados a entenderse.

Nadie negará que fue el corazón, impulsivo como era, quien reinició la batalla tras las agotadoras conversaciones que mantuvieron en las que no llegaron a ningún acuerdo de equilibrio entre ellos porque el corazón pedía lo que la razón no podía dar. Nadie negará que la razón empleó crueles amenazas y utilizó maliciosamente la memoria para revivir sufrimientos pasados que el corazón había atenuado con la ayuda de la imaginación. Ambos entendían que su futuro debía estar compartido, pero ambos querían el control absoluto del otro y eso no era posible. Nunca aprenderían a convivir, pero por siempre convivirían el uno junto al otro.


Imagen: "Un ciel indifférent" by Robert Couse-Baker, licensed under CC BY 2.0


En Mérida a 9 de marzo de 2010 y en Plasencia a 28 de junio de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera