La cocina estaba allí, ante mí. Abierta de par en par, descubriendo sus entrañas inoxidables a unos ojos profanos que buscaban escudriñar cada detalle para sonsacar los secretos placeres que ocultan las comidas y a unas manos que querían tocar, palpar, apropiarse de esa sensibilidad que permite solo a los maestros extraer inimaginables sabores a los alimentos para hacer disfrutar a sus comensales trasladándoles a mundos reales o imaginarios, lejos, en cualquier caso, de las sillas y mesas sobre las que se disfrutan los platos, y que nuestras mentes esconden bajo el paladar. Estaba inmaculada, casi purificada tras el intenso ajetreo de infinitas preparaciones a las que cada día se ve sometida con la única finalidad de proporcionar delectación a aquellos que deciden someterse al imperio gastronómico. Se mostraba desnuda, orgullosa, sabedora de su poder casi infinito sobre cada comensal que osa enfrentarse a su trabajo intenso, profundo, sincero. Allí estaba, usando un tono pueril impropio de ella, preguntándome si me había gustado lo que había comido. Solo esperaba un «Sí» como respuesta porque solo un «Sí» cabía en su entelequia y solo un «Sí» recibió. Un «Sí» sincero, rotundo, sin los matices que, sin embargo, ofrece su trabajo y nos da con sus elaboraciones, las cuales, una tras otra, van conduciéndote por un camino que te lleva a donde las sabias manos del director indica al compás de sus certeros movimientos que siguen rítmicamente cada uno de los cómplices que, desde la cocina hasta la sala, te acompañan en tu experiencia.
Allí estaba ella, pidiéndome a gritos que la tocara, que la usara, que la profanase. Y yo, recatado y decoroso, ni siquiera quería atreverme a palparla, a sentir su ardor, a someterme a su juicio, pues era sabedor de que nunca podría asemejarme ni remotamente a la destreza de las manos que habitualmente repiquetean sobre ella con toda suerte de enseres, desde los más sencillos y habituales hasta los más complejos instrumentos capaces de producir sabores maravillosos. Vi como me mostraba las horas de trabajo, de ensayo, de prueba. Me mostró la frustración del plato insuficiente que en la mente combinaba de forma magnífica, pero que, por mor de la idiosincrasia de los alimentos, no quiso ofrecer el gusto que el maestro pretendía y fue descartado. Me descubrió la enorme alegría que provoca alcanzar el plato exquisito, único, delicioso, ese que surge tras la investigación y el estudio constante, tras los innumerables errores hasta lograr que encaje perfectamente en todos los sentidos del comensal.
La cocina seguía mostrándome su intimidad, incitándome a que descansara, siquiera un instante, mi mano sobre su tabla, sabedora de que en ese momento ya no podría parar. Querría probarla. Me contuve, no sé bien cómo lo hice, pero me contuve… hasta que ya no pude más. La tentación me venció. Reposé sobre ella mis manos y le pedí que me enseñara, con humildad, pero con avidez. Quería saber, conocer cada detalle, cada técnica, cada proceso para disfrutarlo yo mismo y hacer disfrutar a los demás. Entonces me sonrió, juro que me sonrió. No era una risa abierta, no era una carcajada, no era burla lo que había tras esa sonrisa, era alegría, era satisfacción porque sabía que me había ganado para ella. En realidad, era una batalla que yo tenía perdida desde el primer instante, aunque ella, para quien no era más que un desconocido, no sabía cuán resistente sería mi talante.
Comencé a cocinar, la sabiduría del chef estaba ante mí tras los fogones de la cocina. Mis manos obraban con la razón del creador de cada plato y de su equipo, que se ofrece a degustar a cada boca ansiosa de experimentar. Sentía cada alimento, cada especia, cada ingrediente fluir entre mis manos para ir a parar al cazo apropiado, a la sartén adecuada, al horno conveniente, con el tiempo preciso, la temperatura exacta y el salado justo. Estaba disfrutando y en mi deleite reposaba el esfuerzo de años de trabajo de un gran chef y de un gran equipo, cuando entonces oí una queja amarga. En mi obstinación cocinera había olvidado a la hermana de la cocina que descansaba bajo ella mientras que el silencio reinaba en el Atrio, pero al comenzar el ajetreo despertó envidiosa ante la falta de atención. La bodega estaba llamándome. Olvidar sus caldos resultaba pecaminoso y me atreví a descubrir, siguiendo sus indicaciones, su esencia. Me pidió que cogiese una botella y otra más, que se las llevase a la cocina, que con sus indicaciones sabría qué hacer con ellas. Las llevé solícito portándolas con sumo cuidado y las coloqué en una mesa auxiliar de madera que, altiva, mostraba su vitola al resto de la cocina. Tras las botellas fluía el conocimiento, el trabajo y el esfuerzo de una inigualable colección. Pedí disculpas ante semejante afrenta e intenté resarcirme haciendo caso a la recomendación y escanciando en una copa el vino recomendado.
El esfuerzo estaba comenzando a pasarme factura, el cansancio hacía mella en mis manos, pero mi mente seguía fresca siguiendo las indicaciones del chef por boca de sus fogones. Podía comprobar como cada una de las degustaciones del Menú Cochino iba saliendo de la que entonces se había convertido en mi cocina y mis comensales iban disfrutando cada plato, relamiéndose bocado a bocado en una orgía de sabores acompañados del maridaje recomendado. Mi recompensa era su deleite, mi experiencia irrepetible. Con el último muerdo dulce la cocina recuperó su pulcritud original y mi sueño saboreó unas pinceladas de realidad al aroma del patio interior de Atrio cuyo esqueleto de piedra y hormigón se disfraza de un maravilloso verde vegetal.
Gracias a Toño Pérez, a Jose Polo y a todo su equipo por la maravillosa experiencia que Cristina y yo tuvimos durante la comida de ayer. Gracias a ambos por haberme “prestado” su cocina y su bodega para hacer este relato.
Imagen: fachada de Atrio en Cáceres, rcs.
En Plasencia a 5 de julio de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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