Un soldado sin bandera (IV).



No fue la claridad del día lo que los despertó, no fueron los rayos de sol que templan el alma de los hombres los que rescataron del mundo de los sueños a Roberto y a Juan, fue una terrible tromba de agua que comenzó a calarles hasta los huesos. Eso y el frío que los tenía ateridos hizo que Roberto removiese a Juan para hacerle levantar. «No podemos quedarnos aquí. Tenemos que buscar un lugar donde cobijarnos o el agua y este maldito frío terminarán con nosotros». No recordó Roberto entonces que tendría que añadir el hambre al agua y al frío, ya se lo recordaría no mucho tiempo después su estómago. Salieron de debajo de la suerte de cobertizo que Roberto construyó la noche anterior y comenzaron a caminar bajo la lluvia. Todo era gris. Apenas si podían diferencia colores mientras avanzaban extraviados por unas tierras desconocidas para ellos. Pero Roberto y Juan debían caminar, debían encontrar un sitio donde quitarse las ropas, a esa altura convertidas en harapos, mojadas hasta el último hilo.

 

Roberto sintió un terrible y profundo pinchazo en su estómago que le hizo doblarse. El hambre estaba ahí y ni el agua ni el frío podían hacérselo olvidar. Se detuvo un instante. Sacó su cantimplora de lata y la abrió. Estaba seca. La colocó bajo el agua y esperó. Juan le miraba inexpresivo. Juan también tenía hambre, pero su barriga no conseguía hacerle doblar el espinazo, cosas de una injusta vida que había decidido que Juan no sería el hombre que su padre habría querido de él y que provocó que abandonase a su mujer y a su hijo. Juan miró hacia arriba y abrió la boca. Sus labios se humedecieron con las gotas de lluvia y algo de agua fue cayendo en su reseca garganta. Roberto iba dando tragos para intentar engañar al hambre, pero el hambre no se deja engañar fácilmente y la poca agua que pasaba por su garganta y llegaba a su estómago no hacía más que acentuar el agudo dolor que sentía. «También debe estar hambriento», pensó Roberto mirando como Juan con la boca abierta miraba al cielo.

 

—Vamos —le pidió Roberto.

 

Juan le siguió. Roberto no sabía hacia donde dirigirse, Juan nunca lo supo. Pensó Roberto que tal vez si encontraban un camino, a pesar de que habían huido de ellos desde que abandonaron la capital, podrían seguirlo a cierta distancia hasta encontrar algún pueblo donde conseguir avituallamiento y cobijo. Juan levantó el brazo y señaló con su dedo hacia lo que a Roberto le pareció el infinito, pero entornó los ojos y se protegió con la mano a modo de visera y pudo distinguir apenas un trazo perfilado bajo el agua que bien podría ser un hombre o una mujer con un animal, tal vez un burro o un caballo. Roberto comenzó a caminar aceleradamente olvidando a Juan atrás, pero este ya estaba tan acostumbrado a acompañar a Roberto que no necesitó que le instase a seguirle. El barro recién formado dificultaba su avance hasta que llegaron a un sendero desde donde comenzaron a correr para alcanzar aquella lejana silueta. La terrible tormenta no amainaba, pero Roberto dio gracias a dios, a un dios inmisericorde que no era capa de mostrar el más mínimo indicio de piedad con estos dos pobres hombres, porque fue precisamente esa agua lo que les permitió llegar rápidamente donde la mujer — eso era— que arrastraba una vaca —eso era— hacia su hogar. Cuando estuvieron a su altura, Roberto la saludó. Ella los ignoró y prosiguió. Roberto repitió el saludo: «Buen día, buena mujer». Ella los miró extrañados, un tanto asustada en su interior porque reconoció en Roberto partes de un traje de soldado que la inquietaron, pero prosiguió caminando mientras respondió «Hoy no es buen día…». Roberto no dijo nada. Se limitó a seguir caminando a su lado y Juan detrás, al lado de la vaca.

 

—Señora, perdóneme, pero estamos muertos de hambre y calados hasta los huesos.

 

—¿Acaso crees que yo esta seca?


Roberto la miró atónico:

 

—No, claro, no me he explicado bien —tragó saliva, no sabía muy bien qué decir, en su desesperación no quería confesar su situación y tampoco era consciente de que si hubiese querido podría haber hecho lo que le hubiera dado la gana con ella, era un soldado, ella una mujer, pero su educación estaba por encima de su necesidad—. Quería decir que necesitamos ayuda. Estamos perdidos y hambrientos. Necesitamos algún lugar donde guarecernos hasta que pase la tormenta.

 

La mujer siguió caminando sin mirarlos ni por un instante. Su mente, cuya preocupación era llegar a su casa con la vaca perdida desde hacía un par de días, ahora debía ocuparse también de esos dos hombres. Sintió miedo, pero también compasión. Pensó que eran desertores. No podían ser otra cosa. Pero le extrañaba el atuendo del más joven. Supuso que si hubieran tenido malas intenciones a esas alturas ella ya estaría perdida, así que cedió el miedo y venció la compasión.

 

—Seguidme.

 

Roberto obedeció, Juan siguió a Roberto y apoyó su mano sobre el lomo de la vaca sin dejar de caminar.

 

Tras varios kilómetros caminando llegaron a una choza de madera alejada del camino, aislada de toda civilización, perdida en el campo, escondida en una pequeña arboleda muy densa y oscura. La mujer abrió la puerta y pasaron los cuatro. Llevó a la vaca a una suerte de pesebre que compartía espacio con todo lo que había en la casa. Roberto se fijó en un altillo al que se accedía con unas escaleras de mano, fijadas con cuerdas. Unas gallinas se acercaron a la mujer. Ella las echó con un ligero movimiento de manos y se alejaron. Una chimenea de piedra en el centro estaba apagada. La mujer se acercó y se dispuso a encenderla. Los hombres la miraban, Roberto retraído, Juan contento.

 

—Quitaos la ropa mientras voy haciendo el fuego.

 

Ellos obedecieron. La mujer se quitó el zamarro. El fuego comenzó a crepitar. Juan se acercó. Roberto, en calzones como Juan, no se atrevió. La mujer lo miró.

 

—¿Vas a venir o prefieres morir helado?

 

Roberto dio unos pasos hasta que sus manos arrugadas sintieron el calor del fuego.

 

 

Imagen de Shane Kell en Pexels.

 

 

Mérida a 12 de julio de 2020.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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