El mundo hoy en día nos brinda una realidad holística que, sin embargo, permite interpretaciones poliédricas tanto en el conjunto como en sus partes. La fascinación de esta realidad radica precisamente en eso, en su exégesis, y cualquier explicación que suponga una visión única, simple o totalitaria es absurda en sí misma por imposible e irracional. Dos fracciones de este todo lo constituyen la arquitectura, en permanente cambio y evolución, aunque lenta en exceso ante el cariz cambiante de nuestro mundo actual, pero sumamente determinante para el devenir de la población, y la universidad, que en su derivada educativa conforma la base de un futuro mejor al que la sociedad en conjunto aspira a pesar de algunos obcecados reaccionarios que buscan con el desconocimiento general su perpetuidad. Estas breves pinceladas demuestran la influencia y determinación en el todo de cada una de estas partes. En ambos elementos existen parámetros comunes que permiten establecer símiles que nos llevan a conclusiones análogas, incluso aunque las lecturas que puedan hacerse de estas componentes de la realidad sean heterogéneas.
Sirva esta breve introducción como perentoria aclaración, a pesar de que en la comparación que se mostrará a continuación subyacen, en lo relativo al concurso de arquitectura referido, datos reales, ciertos y verificables, cuyos nombres mantendré en el anonimato para no ofender a nadie puesto que ese no es el objetivo, sino más bien demostrar que el objeto de la vigente Ley de Contratos del Sector Público dista mucho de buscar la excelencia en la arquitectura y nos condena a los arquitectos a un ostracismo de mediocridad, que es lo que premia, y a la sociedad a sufrir las consecuencias de esa vulgaridad arquitectónica que promueve y sutilmente promulga.
Tengo la gran fortuna de ser profesor de universidad, dos asignaturas y media, nada más y nada menos, que es suficiente para entender desde dentro que la base de la educación está en la excelencia, que lo que hace falta para mejorar la sociedad es que la universidad fomente la creación de grandes profesionales capaces de devolver con creces lo que la sociedad ha puesto a su disposición con gran esfuerzo económico. Es una gran responsabilidad para los profesores y también para los alumnos. Probablemente el método que el sistema pone al servicio de los profesores para evaluar la adquisición de los conocimientos que acrediten una mínima suficiencia formativa en los alumnos no sea el mejor ni el más justo, pero es el que hay. En cualquier caso, el trabajo del profesor comprometido sigue vigente incluso aunque los alumnos suspendan los exámenes. No es frecuente que los alumnos reconozcan el esfuerzo de los profesores, pero cuando esto ocurre, al menos en mi caso, siento un enorme orgullo que me ayuda a proseguir con este, en ocasiones, ingrato esfuerzo. También soy arquitecto. Podría decir que por la gracia de dios, pero dios no tuvo nada que ver en esto, fue mi obcecación desde pequeño. Esta no es una profesión gratificante en exceso, al menos no si te dedicas a los concursos de arquitectura, porque otras vías, exploradas con profusión, —por favor no me hablen de reinvenciones— quedaron descartadas por inviables, aunque no desde luego técnicamente. Para que tengan ustedes algún dato que sirva de referencia, que ha sido puesto de manifiesto recientemente por nuestro actual presidente del Consejo Superior de Arquitectos de España, Lluís Comerón: "Un arquitecto de los años 60 tocaba a 100 viviendas al año. Hoy toca a dos" Además, esto lo añado yo, el nivel de exigencia actual se ha incrementado de forma exponencial a consecuencia de la excelsa y extensa normativa y legislación, y los honorarios percibidos no son en absoluto proporcionales, menos aún, insisto, si te dedicas a los concursos de arquitectura —tampoco acepto el manido «Dedícate a otra cosa» que no difiere demasiado de lo de la reinvención—.
En nuestro caso, para que ustedes tengan alguna referencia, somos un equipo técnico que licita al cabo del año unos veinte concursos, tal vez más, de los cuales no menos de tres o cuatros requieren un grandísimo esfuerzo preparatorio —el resto “solo” requiere un gran esfuerzo— para presentar propuestas que cumplan el pliego técnico y administrativo que la administración tiene a bien poner a disposición de los licitadores. Hasta aquí, todo bien. La realidad es la que es y nosotros optamos por esta interpretación, tal vez errónea, tal vez excesiva, tal vez extemporal. El caso es que intentamos ganarnos la vida dignamente siguiendo este modelo que pretende cubrir las necesidades de la administración proponiendo soluciones meditadas que se valoran, aquí está el quid de la cuestión, de manera absolutamente injusta a nuestro parecer, a pesar de que la legislación que determina el procedimiento está llena de buenas intenciones imposibles de llevar a cabo por culpa de esa misma legislación, paradojas de la vida.
Escribí en un artículo titulado “Dignidad al tipo” en el que decía que «…el límite de la dignidad, en cuanto a los honorarios se refiere, confronta directamente con la necesidad de cada cual. Dicho llanamente: el hambre es el que pone precio a nuestra dignidad». Años después lo sostengo, pero con un matiz: una nueva ley que ha alimentado y amplificado ese triste aforismo. Argumentaba por entonces que la administración dispone de técnicos muy cualificados que establecen una valoración económica de un servicio que profesionales externos deben prestar, ya que la administración no dispone de medios apropiados para desarrollarlo, y que no parece sensato rebajar puesto que indefectiblemente supondrá una reducción de la calidad del servicio y por tanto de la excelencia en el resultado del mismo. La excusa legal es la de establecer parámetros objetivos cuantificables que aseguren un recuento, digamos limpio, de una parte del baremo que se hace de la propuesta. Este requerimiento legal ha obligado a agudizar el ingenio de la administración con otros parámetros objetivables, además del precio. De este modo se llega a los supuestos parámetros subjetivos, los puramente técnicos, —o sometidos a juicio de valor como se denominan— de baremación que suman cifras exiguas si recordamos que de lo que se trata es de desarrollar un proyecto que dará un servicio a la sociedad. Al respecto de esto, mi consideración vuelve a recaer en los más que cualificados técnicos de la administración. Sinceramente me parece una falta de respeto que la Ley considere que aquellos técnicos que han desarrollado un pliego técnico con un programa de necesidades más o menos complejo no puedan hacer una valoración lo suficientemente objetiva de una propuesta como para asegurar un resultado final fiable. Hombre, parece que el legislador no se fía de la capacidad o de la honestidad de los técnicos de la administración más allá de las sumas lineales de los apartados cuantificables de forma directa para obtener un resultado final. Las consecuencias de esta realidad son, cuanto menos, tristes, a saber, que viene el símil entre el examen y el concurso:
Supongamos que tenemos que pasar un examen y que la nota máxima a obtener es 100 —utilizo este valor porque es el habitual en los concursos y, además, es el valor máximo del concurso que compararé a continuación con un examen cualquiera de universidad—. A nadie se le escapa que en la actualidad el alumno que obtuviera un 50 o más aprobaría. Y es obvio que un alumno que consiguiese un 90 tendría un resultado mejor. Está claro que los alumnos pueden hacer trampas y es lícito poner medidas que lo eviten, pero si el resultado final es 90 el alumno obtiene un sobresaliente. En muchos exámenes el nombre del alumno se oculta para evitar, en la medida de lo posible, tendencias al favoritismo de profesores con alumnos. Cualquier medida que asegure el rigor en la calificación es bienvenida, aunque resulta evidente que no es sencillo conseguirlo, como tampoco lo es evitar que el alumno copie, aun así, se buscan métodos para remediarlo. Pues bien, el legislador parece haber encontrado, eso cree, un sistema que facilita la baremación objetiva mediante la introducción de los “criterios evaluables automáticamente” que provoca que los técnicos de la administración deban inventarse criterios de valoración automática para los pliegos que responden a la oferta económica (49 puntos sobre el total de 100), a la incorporación de recursos personales adicionales a los establecidos como mínimos en la solvencia técnica (10 puntos sobre el total de 100), reducción en el plazo de entrega de la documentación técnica solicitada (10 puntos sobre el total de 100), experiencia del redactor (5 puntos sobre el total de 100) e incluso promoción del empleo (5 puntos sobre el total de 100). Es decir, una serie de datos directos y objetivos que pueden llegar a sumar de forma habitual, de hecho, lo hacen, en este caso hasta 79 puntos sobre 100. ¿Qué quiere esto decir?, básicamente que la propuesta técnica para la prestación del servicio que requiere la administración solo vale 21 puntos. El argumento parece ser que es evitar que los criterios sometidos a juicio de valor puedan suponer una puntuación excesivamente elevada ya que, entiendo que esto es lo que considera el legislador y, por tanto, es una elucubración, considera que los técnicos de la administración que deben hacer esa valoración de la propuesta técnica no son lo suficientemente válidos como técnicos o no son lo suficientemente honrados como para hacer dicha valoración sin dejarse influir por condicionantes externos. Bueno, allá el legislador y su conciencia ¿o no? Pues no, y me explico recurriendo al símil citado. En mi humilde opinión, la sociedad querría buenos servicios, solventes, coherentes con las necesidades manifestadas e imagino que seguros y si puede ser, permítanme la puerilidad del término, bonitos. Así que lo que entiendo que la sociedad demanda es la excelencia y esta no parece que se alcance reduciendo el tiempo de entrega de la documentación técnica o bajando el precio del servicio hasta rozar lo indigno —recuerden aquello del límite de la dignidad y el hambre—, tampoco creo que se alcance, al menos en términos proporcionales, promoviendo el empleo. Sí mejorará, seguramente, si se piden más visitas a las obras e incluso si se puede demostrar experiencia previa, aunque esto no asegura la excelencia, sino solo la experiencia como el propio término indica. El caso es que cuando me enfrento a un concurso y leo esto en el pliego, aún hoy siento la necesidad de pensar, de hacer un gran esfuerzo por encontrar soluciones válidas, económicas para la administración en el resultado, que mejoren la vida de sus usuarios ofreciendo comodidad, utilidad e incluso belleza, pero estoy equivocado, como demuestran los hechos una y otra vez —este escenario que manifiesto no es la primera vez que lo sufro e intuyo que no será la última—. Es mejor presentar una baja económica alta, muy alta, y prácticamente no dedicar tiempo a desarrollar una propuesta que no vale más que un 20% de la oferta global ahorrando tiempo, esfuerzo y dinero, y optar de este modo a contratos interesantes con la administración que me permitirán, puesto que así han sido aceptados, desarrollar el proyecto que quiera —podría haber aportado una servilleta en blanco si no se especificase el formato de entrega— y como quiera sin que la administración, esclava de su pliego, pueda hacer nada más que aceptar un resultado mediocre —tal vez y ojalá que no, pero es evidente que se arriesga a eso—.
Supongan que ya tengo los exámenes de los alumnos en mis manos, recuerden que puntuamos hasta 100. Antes de comenzar la corrección de estos, llega una circular del rectorado de la universidad que indica que solo podemos evaluar el contenido del examen hasta un máximo de 21 puntos. Es decir, un 21 supondría un examen de matrícula de honor, un examen excelente por definición. Pero si el alumno con este examen perfecto obtiene un cero en el resto de parámetros cuantificables que ha propuesto el rectorado, su prueba podría ser insuficiente. Comparado con los concursos, como solo uno opta al premio, esto supondría que el profesor, en este caso yo mismo, podría dejar sin premio a un alumno con un magnífico examen y podría fallar a favor de otro que se hubiera limitado, incluso antes de ver su prueba, a manifestar…, por ejemplo: pagar el doble en su matrícula porque se lo puede permitir lo que le otorgaría hasta 49 puntos más, incorporar a algún compañero para que le ayude en el desarrollo del examen obteniendo hasta 10 puntos más, decir que entregará el examen media hora antes del final del mismo le aportaría 10 puntos más, y haber estado matriculado en esta asignatura en otras ocasiones le llegaría a dar hasta 5 puntos más. Es decir, sin hacer el examen podría tener ya un notable alto en el mismo, un 79. Después podría entregar el examen en blanco, bueno, con el nombre al menos para no tener un “No Presentado”, con lo que se aseguraría un cero, pero ya tendría un 79 y el fallo final le concedería el concurso. Yo, como profesor, la verdad es que no me acercaría a darle la enhorabuena, tampoco estaría demasiado satisfecho con el baremo que me forzaron a aplicar porque parece que desconfían de mi profesionalidad y honradez. De otra parte, el rectorado, que habría sido el que impusiese las condiciones, no sé si debería sentirse satisfecho con el resultado, lejano a la excelencia que debería promulgar. En cualquier caso, y salvando la ironía de la comparación, la administración obtiene un problema, barato, pero problema, al fin y al cabo, porque dudo mucho que los técnicos evaluadores realmente quieran enfrentarse a semejante escenario, como tampoco creo que la administración, como ente abstracto, si tuviese razón, lo quisiese.
Por mi parte, y al margen del jocoso símil, como compañero de profesión solo me queda dar la enhorabuena al vencedor y quejarme amargamente por haber obtenido un 20,25 en la propuesta técnica sobre los 21 puntos máximos a obtener y que no hayan servido para nada. Esto es, nuestra nota final es un 9,64, que no es nada mala, frente al 1,80 del vencedor, que equivale a un 0,86 de nota final. Ni que decir tiene que con la oferta económica eliminaron nuestras opciones de ganar el concurso. Cada mil euros de baja adicional que hicieron sobre nuestra oferta económica supuso casi tres puntos más en su valoración final: inalcanzable para nosotros.
En cualquier caso, no es culpa, si se considera que la hay, de la administración o de sus técnicos, ni de los licitadores, puesto que cada cual presenta su oferta de la forma más ventajosa para ellos con la finalidad de ganar, claro está. Seguramente soy yo más culpable por buscar una excelencia que el legislador rechaza de plano poniendo los medios propicios para hacerlo, aunque, como he comentado me cuesta obrar de forma diferente y posiblemente caeré nuevamente en el mismo error.
Queda mucho, mucho, por hacer para que estas situaciones no se repitan, si el legislador tiene a bien considerarlas impropias. Hay que trabajar en la ley con profusión y el legislador debe consultar desde la humildad y con responsabilidad, aunque salvaguardando su autoridad, a quienes realmente saben de estas cuestiones y aquí los colegios tienen mucho que decir y es su obligación decirlo y me atrevo a decir que hasta imponerlo con métodos expeditivos llegado el caso. Ahora bien, si el legislador huye de la excelencia, la solución pasa por una solidaridad que no se aprecia en exceso en nuestra profesión. Manifiéstese a través de los colegios y del consejo a todos sus miembros y por ende a toda la sociedad que nuestra dignidad no tiene precio y que si alguien quiere ponérsela será para todos exclusivamente el tipo.
Imagen de F1 Digitals en Pixabay
En Plasencia a 19 de julio de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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