No es un cuento de navidad.



Ángel —ese era su verdadero nombre— se subió al coche oficial. El chófer le preguntó, como era su costumbre, el destino, aunque ya lo intuía porque en las últimas semanas siempre se habían dirigido al mismo lugar. Hacía un calor sofocante a finales de ese verano de 1944 en Budapest. «El barrio judío», le dijo. Desde marzo de ese mismo año, Ángel, tras conocer la llegada de Adolf Eichmann, cuatro años mayor que él, y recibirle en su propia casa donde, en una fortuita conversación aderezada con un buen Jerez, descubrió sus verdaderas intenciones, había decidido que no toleraría que ese teniente coronel de las SS llevara a cabo su monstruoso plan. Era consciente de que no podría impedir la muerte de ese más de medio millón de judíos que terminaría siendo deportado y destinado al campo de concentración de Auschwitz, sabía que su hacer no le permitiría salvarlos a todos, pero haría todo lo posible por ayudar a cuantos pudiera, por mitigar, aunque fuese levemente el dolor. Y fueron algo más de cinco mil los judíos con ascendencia sefardí —o no— a los que ayudó concediéndoles pasaporte español, apoyándose en un Real Decreto del Directorio Militar del general Primo de Rivera, de 20 de diciembre de 1924 —por aquel entonces ya derogada, pues el plazo expiraba el 31 de diciembre de 1930, aunque este detalle, a fuerza de soborno, se escapó a las autoridades húngaras—. Gracias a sus gestiones diplomáticas consiguió la autorización del gobierno húngaro para que 200 judíos de origen sefardí fuesen protegidos bajo la bandera española, pero con su pericia, su dinero y su valentía transformó —cual milagro, real, de panes y peces— esos doscientos salvoconductos en cinco mil doscientos.

Ángel miraba por la ventanilla del coche, bajada para conseguir algo de aire que refrescase el interior del vehículo; contemplaba las casas con el símbolo estrellado en sus fachadas. Un símbolo que en otro tiempo habría enorgullecido a sus portadores, pero que en ese momento suponía una sumaria y segura pena de muerte. Todas las casas estaban vacías, con los cristales rotos y las puertas de entrada descolgadas o arrancadas. Tan solo veía alguna sombra moviéndose con suma rapidez entre los callejones de los grises edificios de vivienda procurándose un refugio que le ocultase de miradas inquisidoras y desconociendo las verdaderas intenciones de los ocupantes de ese coche que, en realidad, venían a salvar y no a condenar. El rostro de Ángel mostraba pena, tristeza y desesperación, sabía que su trabajo había logrado salvar a muy pocos en comparación con los que habían sido deportados, transportados en trenes hacinados como si de bestias se tratase hasta ser gaseados en cámaras donde, antes de respirar el veneno, muchos ya habían muerto como consecuencia de su propia aglomeración. Las lágrimas se le saltaban y no encontraba consuelo alguno. Ya no quedaba nadie a quien proteger, nadie a quien salvar de la muerte, nadie a quien resguardar de una persecución atroz, sin sentido, inhumana y sanguinaria que asombrosamente no removía la consciencia de sus responsables.

Un motorista se acercó veloz a la altura del vehículo y les dio el alto. Hablaba en alemán y vestía el uniforme nazi de las Schutzstaffel. Les indicó con escasa amabilidad que se dirigiesen inmediatamente a la residencia de Adolf Eichmann. Ángel se apeó del vehículo y se dirigió a él en español. Al soldado no le hizo falta traducción y, a pesar de que se sintió intimidado un primer momento, se repuso y sacó su arma reglamentaria y apuntándole directamente al rostro, le conminó a obedecerle. Con absoluta tranquilidad Ángel se dio la vuelta, dándole la espalda, y regresó al asiento trasero de su vehículo indicándole al chófer que se dirigiese a la dirección que le habían indicado.

Adolf Eichmann estaba esperándole sentado en su despacho. Un vaso del mismo Jerez con que le había obsequiado hacía algunos meses Ángel estaba colocado junto a la botella en su escritorio. Cuando Ángel entró escoltado por un mayordomo con uniforma militar, el todavía entonces teniente coronel ni siquiera alzó la vista, sumido, como estaba, en los numerosos, pero escrupulosamente ordenados documentos, que poblaban su mesa. El mayordomo se retiró sin que ninguno de los dos emitiese el más mínimo sonido. No hubo saludos. Eichmann le dijo que sabía lo que estaba haciendo. Ángel le contestó que se limitaba a hacer cumplir la ley como miembro de la embajada de un país neutral, ayudando a ciudadanos españoles como eran los judíos sefardíes. Eichmann respondió nuevamente que sabía qué estaba haciendo. Ángel se calló. Entonces el futuro coronel le miró a los ojos y rio. «¿Crees que me importa?», le dijo. «¿Piensas que salvando unos pocos miles de perros judíos conseguirás algo?, ¿crees que eso parará nuestra “Solución Final”? Váyase inmediatamente y cuídese muy mucho de visitar esos barrios de nuevo, la próxima vez no mandaré a un imberbe motorista para invitarle a venir a verme. Por cierto, este Jerez es magnífico, lástima que ya no tenga más en su casa.» Ángel, conteniendo la inmensa rabia que le supuraba por todos los costados, esgrimió una sonrisa amable y dándose la vuelta se despidió en español con un «Te pudrirás en el infierno» cuyo tono sonó amable a los oídos de un Eichmann que había vuelto a centrarse en sus papeles.

Ángel subió al coche de nuevo y ordenó al chófer que se dirigiese al barrio judío. Debía encontrar a alguien más. Estaba seguro de que todavía quedaba alguien a quien ayudar. No iba a dejarse amedrentar por un sádico por mucho poder que tuviese. Llegaron tras superar varios controles y se adentraron en los callejones de un sector de la ciudad que había sucumbido al terror hasta que una niña se apareció ante ellos y Ángel le pidió al chófer que detuviese el vehículo. Salió tras ella adentrándose en una calleja sin salida. La vio esconderse tras unos cubos rebosantes de basura e inmundicia. El olor era insoportable, pero Ángel ya estaba acostumbrado tras muchos meses adentrándose en esos barrios abandonados a su suerte. La niña estaba asustada, lloraba desconsolada, atemorizada por la cercanía de un señor vestido de negro que se acercaba presuroso hacia ella. La pequeña se tapó el rostro cuando Ángel se colocó frente a ella. «Ven conmigo, te ayudaré», le dijo. La niña entonces, de mirada penetrante, se levantó, le ofreció la mano y casi le arrastró hacia una de las puertas que se abría al callejón. La abrió sin esfuerzo a pesar de que parecía estar atrancada. Penetraron y una intensa luz invadió el vestíbulo donde unas escaleras ascendían sin que la poderosa luz del mediodía permitiese ver su fin. La niña comenzó a subir y él la siguió, seguro como estaba de que la llevaría junto a sus padres, hermanos o quién sabe quién. Llegaron tras unos minutos a la azotea. A Ángel le faltaba el resuello, pero la niña no parecía haberse inmutado. Se acercaron al pretil y la niña señaló con el dedo hacia el horizonte. Allí estaba. Solo era el horizonte, el cielo azul, el sopor había desaparecido, la angustia se evaporó. Ángel sintió que una profunda paz le invadía. Sonrió. No le hizo falta buscar a la niña. Sabía que ya no estaría. Entendió que ya no quedaba nadie. Meses después, con el nuevo año recién estrenado, Ángel, ya en Suiza, conocería de puño y letra de su compañero Perlasca, que, haciéndose pasar por diplomático, había conseguido salvar a una niña de la deportación días antes de la entrada del ejército ruso en Budapest.




Imagen: Ángel Sanz Briz, 1969. Nationaal Archief.



En Mérida a 25 de diciembre de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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