El día de año nuevo de 1917, en un pueblo al este de Nevada, entre los lagos Tahoe y Pyramid, nació Jeremy Rodrigues. Era hijo de inmigrantes mejicanos, pero sus padres desaparecieron tras su nacimiento y poco después tal vez murieron. Jeremy fue abandonado esa misma noche en el umbral de una casa antigua, cerca de una iglesia de finales del siglo XIX que se incendiaría ese mismo año a consecuencia de una vela votiva que un feligrés descuidado dejó mal colocada en el lampadario. Colocado en una caja de madera de las que se usaban para guardar fruta, el niño estaba arropado, más bien envuelto, con una manta de lana de excelente calidad, probablemente robada, y habían escrito a lápiz su nombre en un papel parafinado que entremetieron en la manta. Sus padres, su madre o su padre, nunca lo sabremos, ni siquiera llamaron a la puerta. Lo dejaron en el portal cuando la noche arreciaba. A luz del sol habría sido un gesto demasiado visible, a pesar de que la pequeña población apenas contaba con habitantes durante el día, ocupados en trabajar las más o menos fértiles tierras del río Truckee. El niño pasó la noche apenas protegido del frío por el porche de la casa. Heló, pero no nevó. Eso le salvó la vida aquel día. A la mañana siguiente una mujer de mediana edad, pero cruelmente magullada por el tiempo y por su marido, salió a fumar uno de sus muchos cigarrillos diarios. Hacía sol. Caían algunas gotas de agua por el deshielo de la nieve de días anteriores. No había adornos de navidad. Cuando abrió la puerta se topó con la caja de madera y un niño casi congelado metido dentro. Su tez era rosácea, pero no podía disimular sus rasgos sudamericanos. La mujer entró de nuevo en su casa. Se le cayó el cigarro de la boca. Todavía no lo había encendido. Llamó a Robert. Robert era su marido. Cada noche, cuando regresaba de la cantina, Robert pegaba a Mary. Lo hacía porque estaba borracho. Lo hacía porque no tenía trabajo. Lo hacía porque su vida era una mierda, pero no se daba cuenta de ello y prefería desahogarse con su mujer en lugar de afrontar sus problemas con valentía. Era un cobarde, un cobarde muy fuerte, físicamente fuerte, sobre todo, comparado con Mary. Mary rezaba a Dios cada noche para que su marido no regresase. Deseaba su muerte, pero si eso era demasiado y no era posible, al menos deseaba que su embriaguez no le permitiese mantenerse en pie y así pudiera ahorrarse una paliza. Generalmente no había ningún motivo concreto para los golpes. Sencillamente Robert lo hacía. Lo hacía porque podía hacerlo. Era más fuerte que Mary, mucho más fuerte. Mary pensó muchas veces en matarle cuando se quedaba dormido, borracho, tras golpearla, pero nunca se atrevió a hacerlo. Tenía miedo de que se despertase mientras se acercaba y le diese una paliza que acabase con ella. Robert estaba acabando con ella poco a poco. Si la hubiese matado, habría terminado con su sufrimiento. Mary pensaba que era una cobarde. No lo era, pero no lo sabía. Mary removió a Robert que roncaba profundamente en el sofá. Al menos la noche anterior no durmió con ella. De la paliza no se libró como atestiguaban sus moretones y magulladuras. «¡Despierta!», le dijo, «hay un niño en nuestra puerta». Robert farfulló algo ininteligible para Mary, seguramente un insulto, y se revolvió en el sofá. Mary no insistió. Sabía las consecuencias que podía tener eso. No solía recibir palizas por las mañanas, pero eso no significaba que no la recibiera en aquella ocasión. Regresó a la puerta. La abrió y se agachó para mirar al niño más de cerca. Mary dudó que estuviese vivo. Le tocó la cara. Estaba helada, pero el niño reaccionó y abrió los ojos. Quiso llorar, al menos eso pensó Mary, pero no fue capaz y Mary lo agradeció. Cualquier ruido podría despertar a Robert y cualquier reacción era esperable. Mary cogió el papel recortado a mano que asomaba entre los pliegues de la manta. No sabía leer. Al parecer los padres de Jeremy sí. Volvió a entrar en su casa con el papel en la mano. Lo dejó en la mesilla de noche del dormitorio. Se calzó unas botas y regresó a por el niño. Cogió la caja en la que estaba metido y lo transportó como si fuese un saco de patatas hasta la puerta de la iglesia. Llamó. Esperó. Volvió a llamar. Esperó un rato más. El padre John no estaba. Era un sacerdote, o pastor como él prefería que le llamasen, bastante mayor que había recaído en aquel pueblucho, como él pensaba y se cuidaba de decir, después de ser expulsado de su congregación a consecuencia de lo que él denominaba, para tranquilizar su conciencia, pecados de comportamiento. Por suerte, estaba seguro de contar con Dios para perdonarle. Y recurría a él con bastante frecuencia. Mary regresó con la caja sostenida entre las manos y su vientre, ese que nunca le dijo hijos. No lo dejó abandonado allí. El niño, la manta y la caja pesaban bastante, y cuando llegó de nuevo a su casa, lo depositó todo en el suelo, en el mismo sitio donde había estado como pudo comprobar por la huella que había dejado la caja durante la noche. Era un rectángulo seco y color claro sobre la madera del suelo del porche. Se miró las manos y una señal blanca como la nieve había quedado marcada en sus palmas. Mary miró alrededor. Era temprano aún. Podía coger al niño y dejarlo en cualquier otro porche de las casas vecinas. No lo hizo. Miró al niño de nuevo, este tenía los ojos muy abiertos. Mary pensó que la estaba mirando. No era cierto, pero ella no lo sabía. Se agachó y decidió sacarlo de su improvisada cuna. Lo alzó y la manta que lo rodeaba se deshizo. Varias moscas muertas cayeron a la caja. Era la primera vez que Mary sostenía a un niño recién nacido. El lanugo en la cabeza del niño le llamó la atención. Millones de pensamientos rondaron la cabeza de Mary en aquel instante. Mary deseaba tener solo uno, pero no fue posible. Surgieron uno tras otro concatenados, algunos deslavazados, otros inconexos, pensó en el futuro, en el presente, en el pasado, pensó en su vida, en la del niño. Pensó en todo lo que una mujer como ella podía pensar. Y abrazó al niño.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 1 de octubre de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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