A lo largo de la historia uno puede hallar personajes asombrosamente crueles que por mor de las circunstancias y malditos caprichos del azar fueron capaces de acumular grandes dosis de poder que les permitieron ejercerlo para hacer el mal, sin paliativos, en su significado más básico y pueril, comportándose como desalmados sanguinarios y llevando a la muerte a miles o a millones de seres humanos cuya única culpa fue haber nacido en aquel momento y en aquel lugar. La perversión de estos engendros de la naturaleza llegó a niveles inimaginables de sadismo fruto de sus propios traumas internos que solo encontraban salida, tristemente, en una fútil venganza contra la humanidad para provocar muerte y desolación a todo aquel que tuviese la mala fortuna de interponerse en su camino. No son estos personajes guerreros, soldados o beligerantes caballeros armados hasta los dientes que luchan por ideales más o menos creíbles. Se trata de otro perfil de ser humano. Se trata de monstruos todopoderosos insensibles al dolor humano y capaces de las mayores atrocidades para satisfacer sus egos, dar escape a su megalomanía enfermiza, esconder sus miedos y exculpar su impunidad con nimias excusas.
Es la historia reciente, posiblemente porque existe más documentación y estudios, y porque permite la utilización de recursos tecnológicos avanzados para acometer monstruosidades, la que nos deja un número desgraciadamente no menor de personajes terribles y un sinfín de acólitos personajillos capaces de matar por el mero hecho de matar, a pesar de las impías justificaciones que se desprenden de sus escritos, porque todos ellos, eso sí, escribieron sus motivaciones, de las que solo puede concluirse una animal personalidad y tremebunda locura. Y que, de haber sido escritos por otros no más cuerdos sobre los que no recayó la maldita diosa fortuna para encumbrarlos de poder, habrían quedado en la más absoluta —y deseada— inopia.
El aciago siglo XX nos ofrece tres de estos personajes a cuál más inhumano, a saber: Hitler, Stalin y Mao Zedong, a quien en occidente se le conoce más como Mao Tse Tung. La paranoia, la demencia y la locura se entremezclan con la absoluta cantidad de poder que fueron capaces de aglutinar, lo que les permitió cometer las mayores atrocidades que la historia nunca ha conocido y que los historiadores intentan poner de manifiesto con el fin de evitar su reproducción en el futuro, pero —estoy seguro— aún queda por descubrir. Lejos de encontrar justificación en la surrealista ideología de cualquiera de ellos, sus decisiones escondían sus miedos, sus desequilibrios, su crueldad y su falta de humanidad impropia de seres humanos.
La China de la posguerra que asoló el mundo tras la II Guerra Mundial de 1939 a 1945 tuvo que afrontar su propia guerra civil finalizada también en 1949 cuando las fuerzas del Partido Comunista de China, sometidas al mandato de Mao, doblegaron el ejército de la República de China de perfil nacionalista que se exilió y circunscribió a la actual Taiwán. La nueva China Comunista de Mao moría de hambre tras la guerra, pero Mao, autócrata convencido que sostenía su poder en un supuesto gobierno popular, tenía como objetivo plantar cara a la filosofía y sobre todo a la economía occidental siguiendo un modelo similar al de su amado Stalin —quien, de otra parte, lo ninguneaba—, basado en el número de seres humanos a los que dominaba y obviando la gran limitación tecnológica que sufría el país. Tras una primera década de luchas por controlar los territorios tradicionalmente asociados a China, la realidad de la nueva nación propició la toma de una iniciativa que supondría el inicio del cambio del país hacia la nueva China —con matices— que hoy en día conocemos: se trataba del “Gran Salto Adelante” iniciado en 1957, que de facto supuso la ruptura con el comunismo soviético, con el que Mao pretendía transformar la economía de subsistencia agrícola china en una economía industrializada fundamentada especialmente en el acero, pero con métodos pseudocientíficos y con escorias de acero que provocaron productos de mala calidad. Años más tarde, Mao, de la mano de su cuarta mujer Jiang Qing y otros colaboradores intentó perpetuar la revolución china con la Gran Revolución Cultural Proletaria de 1966 con la que se deshizo de una supuesta élite del partido que quería deponerle y que se sirvió de la educación y la cultura para limpiar los cerebros de los estudiantes embarcándolos en una atroz lucha sanguinaria contra ciertas clases privilegiadas por él señaladas.
La hambruna en China en su terrible posguerra intentó ser paliada con medidas absurdas como la acusación que el dirigente Mao vertió sobre los gorriones como causantes de las pérdidas de las cosechas, aunque estos no fueron los únicos animales calumniados, y que provocó su persecución con todos los medios imaginables en lo que denominaron la campaña de las Cuatro Plagas vinculada al Gran Santo Adelante que centraba su repugnancia personal contra ratones, moscas, mosquitos y los gorriones: para el exterminio de estos últimos los campesinos usaban tambores, ollas y sartenes con los que mantenían despiertos a los pobres pájaros hasta que desfallecían de cansancio para ser rematados en el suelo, se subían a los árboles para destrozar sus nidos, se los envenenaba con cebos que provocaban la muerte adicional de otros muchos animales como gatos, perros, patos, palomas, etc., se los disparaba con material bélico que fue entregado a los campesinos. Todo ello para jactarse de haber sacrificado millones de gorriones en poco menos de un año. Sin embargo, las consecuencias de esta decisión fueron espantosas para la población, ya que los gorriones prácticamente desaparecieron de los cielos chinos y su acción predadora sobre los verdaderos causantes de las plagas en los campos de cereal, es decir los insectos, en especial las langostas, cesó permitiendo que estos campasen a sus anchas y destrozasen los campos arruinando las cosechas provocando la muerte por hambruna de decenas de millones de seres humanos, incidiendo en la tasa de natalidad que disminuyó considerablemente y aumentó la tasa de mortalidad por la miseria que provocó entre los más desfavorecidos. Tanto es así que se pidió ayuda, de forma subrepticia, claro está, pues lo contrario habría supuesto reconocer el error, a la unión soviética de Nikita Jrushchov para que repoblasen los cielos chinos con gorriones.
Cuando en 1960 la evidencia y los millones de muertos revelaron de forma ineludible e inexcusable ante el todopoderoso y paranoico Mao su error, este se desligó de su “desliz” con un escueto "suàn le" —olvidadlos— que puso fin a la guerra contra los gorriones, pero no a su reinado de terror.
Imagen de origen desconocido.
En Isla Cristina a 28 de agosto de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
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