domingo, 11 de septiembre de 2022

La muerte de Isabel II y Gibraltar es británico, pero no Hong Kong.




El pasado 8 de septiembre de 2022 falleció la monarca Isabel II del Reino Unido. Coincidió esta fecha con el día de Extremadura. No es que esto sea relevante en la historia de la reina, pero seamos un poco chauvinistas esta vez —soy emeritense de nacimiento—, que tampoco pasa nada, aunque esta eventualidad no debería haber ocurrido porque Extremadura tiene más que celebrar el día 25 de marzo que el 8 de septiembre, pero de eso ya hablaremos en otra ocasión.


El caso es que Isabel II es, ha sido, la reina más longeva de la historia del Reino Unido, más que su tatarabuela la reina Victoria que le anduvo a la zaga, y puede que también lo sea de la historia de la humanidad. La pérfida Albión, así llamó a aquellas tierras el poeta francés de origen español, Augustin Louis Marie de Ximénès, y ese mismo término lo hizo propio el “Petit Cabezón”, Napoleón Bonaparte, durante su mandato a principios del siglo XIX durante el que puso patas arriba el absolutismo europeo durante unos años, fue desde finales del siglo XVI una de las mayores potencias coloniales del mundo moderno, arrancando su periplo conquistador con suma ruindad, como cualquier nación que se precie, de la mano de Isabel I de Inglaterra e Irlanda, la “Reina Virgen” y en consecuencia la última monarca de la dinastía Tudor, hija de Enrique VIII, que ya hizo sus pinitos colonizadores, y su segunda mujer Ana Bolena. Esta reina utilizó el término de la “Armada Invencible” para dañar la reputación de Felipe II, coetáneo suyo, olvidando sutilmente —por decreto y bajo amenaza de juicio sumarísimo— el estrepitoso fracaso de su Contraarmada de 1589, que no pudo evitar el resurgimiento fulgurante pero quimérico del poder marítimo del Imperio Español echado por tierra gracias a la ineptitud de una sucesión de incompetentes monarcas más preocupados por sostener sus cortes opulentas llenas de penachos horteras, resolver intrigas palaciegas a costa de la sangre de los españoles y de agradar al clero por si su propio paraíso en la tierra no les fuera suficiente. Es una lástima que no sepamos manejar tan bien la historia como los anglosajones.


Gibraltar en 1704 —con la recién estrenada en el trono inglés, Ana de Inglaterra, que incorporó Irlanda a la causa británica— en el contexto de la guerra de sucesión española, por la gracia de un asedio marítimo pasó a manos de británicos y holandeses tras el fracaso de la toma de Cádiz, ciudad sufrida como pocas, de 1702, —menos mal, y ojo que ya Isabel I lo intentó en 1596 con suerte dispar—. Para esta guerra nuestro último Habsburgo, Carlos II el “Hechizado”, más tonto que Abundio por la herencia genética propiciada por los sucesivos matrimonios consanguíneos, con cuya endogamia pretendían preservar una dinastía condenada a la extinción, entregó España a Felipe V de los borbones franceses, otra dinastía que tal anda. Por cierto, que los holandeses, aliados en estas lides de los ingleses también fueron traicionados por estos, como ha ocurrido con casi todas las naciones, cuya flema a la hora de mentir no les atasca la voz. España en aquel momento ya estaba podrida y el siglo XVIII con la puntilla del XIX se encargaron de reflejar dicha podredumbre para una nación arruinada por la incapacidad de sus monarcas, tan absoluta como sus monarquías, delegadas en validos no mucho más válidos —disculpen el doble juego semántico—, aunque sí más aprovechados, si cabe, pues no eran monarcas por la gracia de dios ni de la herencia sanguínea, que sus inútiles protectores.


La ineptitud española —a ningún cargo noble se le ocurrió que tal vez Gibraltar podía constituir un punto estratégico de interés para los aliados por su control del paso del Atlántico al Mediterráneo— hizo que la defensa del Peñón quedase en manos de una decenas de soldados y pocos cientos de civiles con escasas y obsoletas baterías de fuego frente a la imponente flota del Almirante inglés George Rooke y el Príncipe alemán Jorge de Hesse-Darmstadt formada por decenas de buques de guerra con una dotación armada que erizó el bello del gobernador de la ciudad, el general de batalla Diego de Salinas, y del Alcalde Mayor, Cayo Antonio Prieto cuando los vieron aparecer por la costa de Algeciras. Siempre lo mismo, el honor, la nobleza, el pundonor, la entrega y la sangre de la población y su ejército al servicio inútil de gobernantes inútiles cuya máxima preocupación ha sido y será beneficiarse del sacrificio de los demás. Así pues, la ciudad capituló a los pocos días del sitio. Es cierto que pocas semanas después una flota francesa intentó recuperar sin éxito el Peñón y así hasta la Paz de Utrecht de 1713 —cerrada en 1715, ya con Jorge I en las Islas— en la que Gibraltar se oficializó como plaza militar de la corona británica que aprovechó la debilidad de Felipe V, pintiparado a sus antecesores españoles, aunque de otra dinastía, para hacerse, ya que estamos, con Menorca, tomada en 1782, aunque por fortuna esta la recuperamos con el tratado de Amiens de 1802. 


Poco más tarde, en 1805, con Jorge III ya como Rey del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, la derrota en la batalla de Trafalgar supuso el inicio del hundimiento definitivo del imperio Español en un complejo contexto europeo en el que la Francia revolucionaria se había propuesto alterar el statu quo europeo de manos de Napoleón Bonaparte que vio en España un débil títere con gran potencial estratégico gobernado por un inepto Carlos IV, mamporrero del valido Godoy con su propia mujer, María Luisa de Parma, y un hijo vil y felón, Fernando VII, capaz de traicionar a su padre y a su pueblo por muy “Deseado” que fuera por los españoles que, de nuevo, con una actitud honorable querían para sí una monarquía cuyos reyes no merecían tan nobles y abnegados súbditos. No olvidemos, además, que Fernando VII nos dejó como herencia de la mano de su hija Isabel II —la española— la derogación de una Ley Sálica, que realmente no lo era, mediante la Pragmática Sanción de 1830, que con Carlos IV en 1789 no entró en vigor, y que nos regaló una suerte de guerras civiles, más sanguinarias, si caben, que la de 1936, denominadas “guerras carlistas” en honor —menudo honor— del infante Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII y tío de Isabel II. Y Gibraltar seguía siendo británica…


Es innegable el afán colonizador de los británicos que vieron en el mundo durante los siglos XVI al XIX un gigantesco pastel con el que endulzarse los bolsillos —no quiere esto decir que hayan abandonado ya esta política—. No fue la única nación con esa gula. España y otros muchos países también mostraron gran voracidad, pero es innegable la capacidad británica para sostener en el tiempo el yugo sobre los países dominados sin importarles lo más mínimo el daño que su comercio pudiera provocar en las regiones colonizadas. Y ojo que acerca de esto hay muchas naciones con cosas que ocultar y que han sabido callar con infamia, no como los españolitos que entonamos el mea culpa cada vez que nos quieren sacar los colores y respondemos con orgullo patrio que esos son nuestros cojones y ahí están para el que los quiera, nos cueste lo que nos cueste y sean verdades o mentiras los hechos revelados.


Así, Gran Bretaña vio en la China de finales del XVIII un foco comercial de gran interés al ser el té chino un producto muy demandado por el Imperio: con agua caliente, algo de menta o limón y acompañado de pastas dulces hacía y hace las delicias de las siestas inglesas —negadas por sus connotaciones hispánicas—. Sin embargo, la China de entonces desconfiaba —y bien que hacía— de los intereses espurios de los ingleses y las trabas al intercambio comercial eran excesivas para la avariciosa mentalidad británica. Entonces descubrieron la llave para hacerse con el comercio chino y con su dignidad, que todo va en el mismo paquete: el opio. Introdujeron esta droga en cantidades masivas hasta convertir a gran parte de la población en dependientes de esta sustancia. Y el gobierno chino actuó prohibiendo la comercialización del opio en 1839, confiscándolo y destruyéndolo. Pero dieron con la Reina Victoria —sí, la tatarabuela de la recién fallecida Isabel II— para quien esta afrenta resultaba intolerable por el agravio que suponía para el Imperio Británico. Esa magnífica excusa supuso el “casus belli” de las guerras del opio —a la segunda, de 1856 a 1860, se apuntaron los franceses— con las que los británicos impusieron su poderío bélico sobre una China poco modernizada que terminó con la cesión como colonia británica de la isla de Hong Kong en 1842. En Hong Kong los británicos hicieron algo parecido a lo de Gibraltar, pero a lo grande, muy a lo grande, transformando una región de algo más de mil kilómetros cuadrados —Gibraltar con sus algo más de seis kilómetros cuadrados es más modesta y no da para tanto— en un polo financiero y de negocios dominado desde la city londinense donde, por obra y gracia de la dinastía de la casa real de los Windsor —de nombre mucho más anglosajón que el poco acertado Sajonia-Coburgo-Gotha y así la entendió Jorge V que propició el cambio de designación durante la Primera Guerra Mundial—, se generaba riqueza a espuertas con ciertas condiciones “ventajosas” comparadas con las legislaciones de otros territorios. 


Sin embargo, aquella China no es la de ahora, ya no lo era en 1898 —año de la liquidación española— cuando la presión de países como Alemania, Francia y Rusia, tras el fin de la primera sino-japonesa de 1895, provocaron que Inglaterra pusiera fecha de finalización al dominio sobre la colonia en 1997. Y así fue, en ese año, ya con Isabel II, nuestra protagonista, se devolvió el control soberano de la colonia a China, con todo el dolor de los británicos, en especial los banqueros y seguramente también de los habitantes de Hong Kong quienes finalmente pudieron conservar ciertos privilegios gracias a la “Declaración Conjunta Sino-Británica” de 1984 que permitió la implantación un principio muy elocuente y singular para la región: un país, dos sistemas. 


Pero Gibraltar no, Gibraltar está en una región que no es China, es España. Y parece que poca gente quiere —aunque cara a la galería muestren otra imagen— que vuelva a estar bajo el control del Estado Español. Isabel II ya no podrá contemplar la devolución de este pequeño istmo a la Monarquía Constitucional Española —qué más les dará si son prácticamente primos—, pero me da en la nariz que su sucesor, Carlos III, tampoco. No es algo que me quite el sueño, la verdad, pero si bien decía al principio que algo de chauvinismo contenido y sensato no viene mal en ciertas ocasiones, esta es una de ellas. Y no me importaría demasiado si Gran Bretaña estuviera implicada en la idea —utópica seguramente— de una Europa única sin fronteras y todo fuera un jiji-jaja, pero no es así, aunque por desgracia, al igual que les pasaba a los habitantes de Hong Kong, no creo que a los gibraltareños les entusiasme la idea de unirse a los desalmados españoles…





Fotografía de DOROTHY WILDING / Camerapress / ContactoPhoto.

En Mérida a 11 de septiembre de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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