domingo, 4 de septiembre de 2022

El juicio de Dios (xvii).


Aquello que hacía unos meses parecía tan lejano, el juicio de Dios, que venía de las acusaciones que muchos grupos ateos y otros pertenecientes a distintas religiones vertían sobre Dios, era ahora algo inevitable. En los días previos a coger el avión hacia al aeropuerto de Schiphol en Ámsterdam para dirigirnos luego a La Haya tuvimos varias entrevistas con los abogados que alguien desconocido por nosotros en aquel momento puso a nuestra disposición. Dios pensaba que no importaba demasiado quién fuera. A mí me preocupaba porque, después del tiempo que llevaba con Dios, cualquier cosa que aconteciese a su alrededor podía tener mucha repercusión social y era relevante por más que Dios quisiera quitarle importancia. A Dios estas entrevistas preparatorias para el juicio le parecían una pérdida de tiempo y asistía a ellas con indolencia y desinterés. De hecho, en más de una ocasión me dejó a mí solo con los juristas para tratar las cuestiones del juicio; yo, por mi parte, procuraba sonsacarles quién estaba detrás de su contratación para nuestra defensa porque la realidad es que yo aportaba muy poca información a sus interrogatorios, tampoco Dios aportaba mucho más en sus escasos encuentros, pero él lo hacía —al menos eso creo— por desidia. Ellos se negaban a responder, pero yo les exigía que, en cualquier caso, esa información no se revelase de forma pública en ningún momento sin nuestro consentimiento: quería ser precavido. Con respecto a las preguntas de los abogados, la realidad es que yo conocía poco de las acusaciones que se vertían sobre Dios, así que poco podía aportarles a los abogados más allá de lo que ellos ya sabían y que estaba documentado en los textos sagrados que habían formado parte de la historia de la humanidad desde tiempo inmemorial. Me explico, nunca fui especialmente creyente y aunque recuerdo algunas nociones de las clases de religión que me dieron cuando era un niño, que eran más bien de catolicismo que de religión, la verdad es que lo que más se me había grabado en la cabeza eran los gritos del cura que nos daba las clases y, en especial, los bofetones que soltaba a quienquiera que fuese cuando le pedía al alumno de turno que continuase leyendo el Evangelio o la Biblia y no sabía por qué línea seguir. La hostia era bien sonora y el ruido que provocaba al abofetearle la cara era terrible. Eso no se me ha borrado de la mente. Tampoco el llanto sordo y angustiado del pequeño acompañado de la vergüenza sufrida, porque, además, normalmente no sabía por qué lo recibía pues estaba distraído enredando con cualquier cosa. Cada vez que llegaba la hora de esa clase, el temor en las caras de los niños era palpable. Todos intentábamos concentrarnos y seguir las clases, pero ¡por dios!, éramos niños, nos costaba atender a esas aburridas peroratas y la lectura no era mucho más entretenida. Siempre había algún damnificado, siempre. A veces pensábamos que ese cura, cuyo nombre mi mente ha querido olvidar, necesitaba desahogarse con alguno de nosotros fuese o no cierto que estuviésemos distraídos. El caso es que lo poco que conocía de la vida de Dios estaba relacionado con el cristianismo y mi conocimiento alcanzaba escasamente para saber algunas historias, más bien leyendas o cuentos en mi humilde opinión, escritas y reescritas a lo largo de la historia procedentes de libros antiguos y con poca consistencia científica más allá de la fe. 


Sin embargo, gracias a estas reuniones con los abogados, conocí algunas historias curiosas, más o menos demostrables, que luego quise contrastar con Dios. Le preguntaba acerca de los datos que me ofrecían los abogados y Dios me miraba con sorpresa y cierta pena. Le decía, y era cierto, que tenía que ofrecerles respuestas a los abogados para preparar el juicio. Él intentaba eludirlas, con perífrasis, con circunloquios, con eufemismos, buscando frases confusas y poco esclarecedoras. Yo le insistía. Quería que en el juicio no se encontrase culpable a Dios y para eso los abogados insistían en la necesidad de tener datos: datos veraces más o menos convincentes que se contrapusiesen a los que la acusación presentaba. Yo necesitaba creer que todas esas acusaciones eran falsas y necesitaba que Dios me lo dijese. Necesitaba escucharlo de su boca. Pero Dios solo quería seguir visitando a los pobres y necesitados para ofrecerles consuelo y la poca ayuda que conseguía con su persistencia. Hasta que un día ya no pude más y me enfrenté a él durante el desayuno que era el único momento del día en el que teníamos algo de tiempo para charlar abiertamente de cualquier cosa:


—¿Por qué no quieres contestarme?, ¿por qué eludes las preguntas que te hago?, ¿para qué te servirá esto?, ¿no ves que esto no te ayudará en el juicio? —le pregunté visiblemente enfadado, no quería ocultarle mi disgusto por su actitud.


Me miró apenado, casi de forma paternalista. Me asusté porque intuí una respuesta que no quería escuchar.


—¿Crees que sirve de algo que te cuenta la verdad? —me preguntó casi susurrando—. ¿Piensas que si te cuento lo que realmente ocurrió podrás salvarme? Debes saber que es necesaria mi condena para que sigas creyendo en mí, para que sigáis creyendo en mí. 


—No entiendo —le respondí—. Claro que servirá saber la verdad para…


—No —me interrumpió—, no servirá de nada. Desaparecería la gloria, la emoción, se derrumbaría la fe. La verdad no es la que está escrita que es la que se conoce y la que se quiere imponer. La verdad es la que fue y nadie la podrá esclarecer, lo que aconteció no se puede repetir y las letras la esconden en función de lo que necesitan quienes las escriben o quienes ordenan escribirlas. Poco a poco se irán descubriendo unas cosas, demostrando otras y la verdad estará más cerca, aunque probablemente nunca llegue a alcanzarse, pero mientras tanto, la verdad no existe. La verdad está en tu corazón. 


—No puede ser, no. La verdad tiene que existir. Si te van a juzgar por algo que no es verdad, te van a condenar y…


—Y si llegase a conocerse la verdad —me interrumpió de nuevo—, dejaríais de creer en mí.


—Pero entonces ¿tú?, Dios, ¿entonces eres…?


—Yo soy lo que soy. Nada más.



Foto de Nur Andi Ravsanjani Gusma en Pexels.


Entre Mérida y Plasencia a 3 de septiembre de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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