domingo, 18 de septiembre de 2022

El juicio de Dios (xviii).


 

Los abogados, siempre pensé que eran abogados, se pusieron en pie nada más entrar en la gran sala acristalada. Dios llevaba unos pantalones vaqueros y una camiseta de manga corta, en los pies unas sandalias desarrapadas del intenso uso que le daba. Yo no vestía de forma muy diferente y, en todo caso, la diferencia estribaba en el calzado, yo usaba zapatillas de deporte. Ellos estaban trajeados, de forma impecable, sin una sola arruga y conjugando con exquisito gusto —al menos esa era la impresión que pretendían transmitir— el color de los trajes con el de las camisas y corbatas, y, a poco que te fijases, también de los lustrosos zapatos. Después del caluroso recibimiento, pero sin alardes, como si perteneciésemos a una rama lejana de su familia, nos invitaron a sentarnos. Ellos estaban a un lado de la mesa. Nosotros del otro. El gran ventanal a sus espaldas nos permitía ver el perfil de la ciudad, pero la claridad nos obligaba a entornar los ojos y apenas veíamos con nitidez sus rostros. Parecía que preferían conservar cierta intimidad. Dios pidió que oscurecieran un poco la estancia. Una de ellos, la única mujer, la única a la que no conocía de las reuniones anteriores asintió y mirando a otro le instó a resolver la situación sin mediar palabra. Este, sin levantarse, pulsando un botón de un mando apoyado en la mesa de cristal, hizo que los vidrios comenzaran a oscurecerse. Ahora ya podíamos distinguir sus rostros perfectamente afeitados y con toda suerte de cremas que hacían brillar su tez morena, pero sin que pareciera excesivamente grasa. Todos ellos, los cinco abogados, los cuatro hombres y la mujer, tenían delante de sí, sobre la mesa, algún dispositivo que les permitirían tomar notas o grabar la conversación. Se presentaron. Yo no recordaba sus nombres, pero sí sus rostros de anteriores reuniones, a excepción de la mujer que parecía estar al mando del grupo. Dios, que los había visto en alguna ocasión, sin prestarles demasiada atención, pareció interesado en sus presentaciones. Ellos, además del nombre, comenzaron a indicar su especialización. La última, la mujer, aquella a la que yo no conocía, nos dijo que era especialista en teología de varias religiones, en derecho canónico, en hinduísmo, budismo, en la Sharía, el Talmud, la Torá, el Shulijan Aruj, la Biblia, los Evangelios… Se detuvo, tal vez al darse cuenta de que se estaba excediendo en su relato, o tal vez porque al ver el rostro de Dios, este se mantuvo impasible al igual que había ocurrido con el resto de sus compañeros. A esas alturas yo sabía perfectamente que Dios no se iba a dejar impresionar por el currículo de nadie, si es que ese era el objetivo que esa señora buscaba. «Me encargaré de su defensa junto con el resto de compañeros», dijo. Dios sonrió y sin pronunciar palabra hizo ademán de levantarse. «Espere, se lo ruego», le conminó a quedarse. Dios la miró. Aún no había dicho nada:


—Le agradezco sus buenas intenciones —comenzó a hablar Dios, mientras se incorporaba—, pero en este juicio contra mí no hay defensa que valga. Mi culpa será la que los seres humanos determinen y esa culpabilidad la ha sellado la historia. Admiro su conocimiento de las religiones y, como sabrá, cada una ofrece una visión de dios particular, pero todas ellas basan su fortaleza en la fe. Si la fe de los hombres necesita una condena a dios para subsistir, esa condena deberá producirse.


La mujer, perfectamente trajeada como el resto, se levantó: 


—Soy consciente de lo que dice. Es algo que hemos valorado concienzudamente y a lo que no hemos dejado de darle vueltas desde que nos encargaron su caso, pero queríamos expresarle que este juicio puede ser una oportunidad para usted, Dios. Puede ser la oportunidad definitiva que permita que los seres humanos tengan por fin una fe que los una, no una fe que los separe y los confronte. Puede ser la oportunidad que la humanidad necesita para hallar un punto común sobre el que construir un futuro mejor, más justo, ecuánime que erradique la pobreza, que elimine fronteras, que supere las desigualdades. La política ha demostrado ser incapaz de resolver los problemas fundamentales de la humanidad; en todo caso, la defensa egoísta de los intereses locales de cada nación ha determinado un desenlace sangriento para millones de personas y las religiones, o su ausencia, históricamente han provocado siempre conflictos irreconciliables entre sociedades que han convertido nuestro mundo en un caos, en un polvorín latente que con frecuencia explota causando muerte y desolación. Esto es una oportunidad, no la deje escapar. Se lo ruego.


Dios no pensó. No reflexionó sobre lo que acaba de oír. No le hizo falta. Creo que sabía perfectamente lo que terminaría ocurriendo. Creo que conocía perfectamente la verdadera intención de aquella mujer. Y también creo que no le importó. Por eso se detuvo. Por eso la miró fijamente hasta conseguir que ladease ligeramente la cabeza inclinándola levemente hacia abajo. Había tanto orgullo dentro de ella, tanta vanidad y suficiencia, tanta seguridad que le costó doblegarse ante Dios. Dios accedió y asintió. Creo que lo hizo con tristeza. Creo que lo hizo sabiendo que nada de lo que acababa de oír ocurriría. Creo que lo hizo a pesar de estar convencido de que su condena era inevitable y que por mucho que esas personas sentadas ante nosotros hicieran su condena estaba ya escrita. Y, sin embargo, consintió. La mujer sonrió visiblemente aliviada. Yo contemplé la escena aturdido. Nunca antes Dios había cedido. Al volver a sentarse Dios me miró antes de dirigirse de nuevo a la mujer:


—Creo que sabe usted tan bien como yo qué desenlace tendrá este juicio. Y sabe tan bien como yo la repercusión que tendrá en el mundo. Acepto su propuesta bajo una condición. En el momento en que lo decida, usted deberá dar un paso atrás y seré yo quien tome las riendas.


Ella asintió sonriente.




Foto de origen desconocido.



Mérida a 18 de septiembre de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/