Dicen que no dormía. Dicen que apenas comía. La gente que vivió cerca de él siempre lo vio como un tipo raro, extraño, arisco, aunque es bien sabido que esta cualidad se confunde con frecuencia con la timidez. Vivía en un ático, pero no nos equivoquemos, se trataba de un antiguo cuarto de ascensor que, tras algunas reformas en el inmueble en que se encontraba, quedó liberado de la maquinaría elevadora y entonces su dueño decidió ponerlo en alquiler. No eran más de quince metros cuadrados en los que un sofá hacía las veces de cama y un antiguo hornillo a gas le salvaba de morir de inanición si recordaba comer. Había un frigorífico pequeño sobre el que una foto irreconocible por la perpetua acción del tiempo descansaba en un pequeño tapiz de punto entremetido en un plástico. No había ventanas y la puerta de acceso al cubículo se encontraba en la terraza. Era necesario salir a ella desde las escaleras del octavo piso para poder acceder al cuarto. En inverno se mojaba si llovía y aterido accedía al interior. En verano el sudor empapaba su camiseta en los escasos segundos que le llevaba alcanzar la puerta. Su cuerpo extenuado marcaba cada hueso entre los pellejos de piel que parecían asirse hilados con las venas sobresalientes. Su tez rasgada y sorbida no dejaba entrever el más mínimo atisbo de felicidad, ni tristeza. Vivía impávido una existencia que hacía tiempo había dejado de ser para él vida.
Un día, paseando por la calle con su cerebro convertido en un pentagrama en el que disponía las notas musicales que su imaginación pergeñaba y que le permitía aislarse de todo lo que acontecía a su alrededor, se topó con un antiguo piano tirado al lado de unos contenedores. Se había alejado tanto de la ciudad que se encontraba en un vertedero al que la gente arrojaba aquello de lo que quería deshacerse. Se trataba de un piano de pared destartalado, sucio y desconchado que le llamó la atención y ante el que no pudo evitar acercarse y levantarle la tapa frontal que dejó a la vista el atril. Apenas pudo contener su emoción al comprobar que tenía todas las teclas: ochenta y ocho pasos blancos y negros que prometían acercarle a un paraíso al que hacía tiempo había renunciado, si es que alguna vez llegó a verse en él. Y las lágrimas se le saltaron cuando comenzó a acariciarlas y una tras otra le ofrecieron el murmullo que ansiaba oír. Percibió que el sonido de esas teclas no estaba afinado como su experto oído le permitía identificar, pero también sabía que no le llevaría demasiado tiempo extraer un sonido armonioso con solo dedicarle el tiempo necesario. Buscó algo que le sirviese de asiento y encontró entre la basura un desvencijado banco redondo al que le faltaba una de sus tres patas y el acolchado, originalmente rojo, despedazado por la intemperie que mostraba la desnudez de su espuma arruinada. Lo limpió con algún trapo que encontró menos sucio que el banco y le acopló como pudo una varilla de hierro oxidada que hizo las veces de soporte y que apenas pandeaba ante su escaso peso. Colocó el banco frente al piano y retiró de alrededor un sinfín de cacharros desvencijados y bolsas llenas de restos orgánicos que estampaban en el aire un olor sumamente desagradable y nauseabundo al que terminó por acostumbrarse al cabo de un rato. Comenzó a ajustar la tensión de las cuerdas, a manipular el clavijero, a fijar el arpa y arreglar la caja armónica. Todo lo hizo con sus manos huesudas, alargadas, como se espera de un pianista, pero hábiles a fuerza de necesidad. Antes bien, había estado trabajando durante muchos años en un taller de música arreglando instrumentos y conocía perfectamente el arte de la cirugía musical. Lo que era un desastre se transformó con su paciencia en un preciado instrumento al que se atrevió a sacarle lustre. Incluso consiguió que los pedales terminasen funcionando perfectamente.
Se había pasado media vida estudiando y tocando pianos, pero la otra media le había quitado todo aquello que más había deseado y por lo que tanto había luchado. Ahora parecía que esa misma vida quería resarcirse con él tras haberle impuesto un castigo excesivamente severo y tal vez inmerecido. Sus canas parecieron brillar de felicidad cuando por fin se sentó frente al piano de pared en una suerte de escenario rodeado de basura maloliente que se había convertido en espectador desinteresado de un concierto inopinado. Las manos le temblaron cuando presionó con decisión la primera tecla y pudo oír lo que su cerebro ya le había anticipado. Repitió el gesto con otras y el instrumento, una y otra vez, le devolvió lo que esperaba. La primera lágrima le cayó precisamente en una de sus manos mientras sus dedos buscaban la tecla apropiada para dar continuidad a una de las muchas melodías que almacenaba en su cerebro. La emoción le embargó y no pudo evitar sonreír. Hacía tanto tiempo que su comisura no se torcía hacia el cielo que incluso él se sintió extrañado. Inspiró profundamente y comenzó a tocar y a tocar y a tocar. No dejó de hacerlo durante horas y horas. Comenzó a sentir que sus manos se agarrotaban, que sus brazos se entumecían, que los músculos de su espalda pedían un descanso que no le iba a conceder y que sus piernas apenas podían seguir el ritmo forzado de su cerebro, pero no quería dejar de tocar, no podía dejar de hacerlo. La noche venció al día, pero él, inmutable, prosiguió moviendo sus dedos entre las teclas buscando la perfección melódica de sus composiciones. La luna se ocultó tras las nubes avergonzada ante tan precioso espectáculo al que asistía sin haber abonado entrada alguna, pero la falta de luz no le impidió seguir con un concierto que los anales de la historia no escrita recordarían para siempre. De repente, sin más, se detuvo. Dejó de recorrer con sus dedos la escala musical que las teclas le ofrecía. No había terminado aún esa última composición perfectamente retenida en su cerebro. Bajó la tapa para proteger el teclado y encorvándose apoyó los brazos sobre el piano y descansó su cabeza entre ellos. No fue el cansancio lo que le detuvo. Sencillamente se dio cuenta de que nunca más volvería a tocar.
Fotografía de Mao Li en PEXELS.
En Mérida a 25 de septiembre de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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