domingo, 2 de octubre de 2022

El juicio de Dios (xix).



El juicio fue largo, muy largo. No soy muy docto en estas cuestiones y me costó mucho seguir el proceso entendiendo qué ocurría y cómo se iba desarrollando, pero con respecto a su duración no tengo ninguna duda, se me hizo eterno. Sí, ya sé que es un término un tanto peculiar para utilizar en este contexto, pero es la verdad. Creo que sufría mucho por Dios, pero en realidad tras los interrogatorios cuando le visitaba para charlar con él, ya que lo habían recluido como medida de precaución para evitar una posible huida —qué poco lo conocían, la verdad—, él siempre me consolaba y me decía que no me preocupase, que todo saldría como tenía que salir. 


Fueron muchas las personas que intervinieron durante el juicio y fueron muchos quienes se quisieron presentar como adalides de distintas religiones, no todas monoteístas para mi sorpresa, que, tal vez con un rencor excesivo, al menos a mi parecer, acusaban a Dios de un sinnúmero de cargos. Todas ellas daban por dispuesto que Dios era dios. Ninguna negaba este hecho. Sin embargo, otras muchas acusaciones intentaban demostrar que Dios era un impostor, que no era verdaderamente dios, que había conseguido hacer creer a muchos dentro de la sociedad, entre los que ellos se excluían, por supuesto, que su persona era divina. Este grupo estaba constituido en su mayoría por ateos y agnósticos. Su alegato se basaba fundamentalmente en el hecho de que no existían pruebas científicamente demostrables que acreditasen su deidad. Al margen de esto, durante las sesiones, cada vez que algún abogado de estos grupos tomaba la palabra le pedían a Dios que pusiese de manifiesto su poder obrando alguna suerte de milagro inexplicable para los sentidos que pudiese contemplar todo el mundo y que no dejase el más mínimo atisbo de duda acerca de su divinidad. Evidentemente Dios ni se molestaba en responder a estas peticiones y esperaba que pasasen a las siguientes preguntas para responder a las acusaciones. Curiosamente los representantes de las religiones oficiales más numerosas prefirieron quedarse al margen y no presentaron cargos. Supongo que el motivo no era sino evitar vincularse de forma directa a alguien sobre quien no se habían pronunciado públicamente. Esta circunstancia siempre me sorprendió. Confieso que mi poca educación religiosa —no me refiero a mi fe— estuvo siempre vinculada al cristianismo, al catolicismo para ser precisos, con lo que mis vínculos con la religión se limitan —se limitaban, ahora ya sé algo más— a algunas anécdotas de los Evangelios y de la Biblia que más o menos recuerdo de las clases de religión y de algunas eucaristías y celebraciones sacramentales a las que tuve que asistir con mis padres cuando no era más que un niño. Poco más. El caso es que ninguno de los credos mayoritarios en la Tierra manifestó su rechazo o acusó a Dios en ningún momento de farsante, hereje, embaucador o embustero. Ninguno. Cuando Dios comenzó a tener relevancia pública, recibimos un buen número de peticiones de esos credos que querían mantener una entrevista con Dios. Dios las aceptó todas con la condición de que la entrevista se produjese en privado y no quedase registro alguno de la misma. Ni tan siquiera yo pude estar presente. Fue una circunstancia extraña, pero que Dios no estuvo dispuesto a negociar. Esa era su condición y si querían aceptarla podían hacerlo, en caso contrario no tendrían la oportunidad. Todos aceptaron y fueron llegando representantes de la jerarquía religiosa de prácticamente todas las principales religiones monoteístas allá donde nos encontrábamos. Manifestaron un interés contenido en reunirse con Dios, pero mantuvieron las entrevistas con él, debo decir que no fueron entrevistas breves, seguramente no menos de cuatro o cinco horas por reunión. Tras las entrevistas y transcurridos algunos días, semanas en algún caso, volvimos a recibir una petición para que Dios volviese a tener una reunión con otro responsable de la jerarquía religiosa, pero de mayor escalafón. Estas solicitudes vinieron de todos sin excepción. Dios fue muy tolerante con estas peticiones. Siempre las aceptó, aunque siempre bajo la premisa de la confidencialidad. Puedo asegurar que de cada religión recibió a varios representantes, a cada cual más alto en la jerarquía. Quiero recordar que para el catolicismo llegó a recibir hasta un cardenal. Nunca mantuvo reuniones con más de una persona a la vez. Y nunca ninguna de las religiones emitió comunicado oficial alguno al respecto de su consideración sobre Dios. Ninguna religió lo desacreditó ni ninguna religión lo consideró profeta, ni mucho menos dios. 


María, este era el nombre con el que la responsable del grupo de abogados que defendía nuestra causa se había presentado ante nosotros, estaba exultante en cada sesión. A mi parecer no tenía motivos para estarlo porque la impresión que percibía era que Dios no salía muy bien parado de los interrogatorios a los que le sometían, pero mi valoración no podía considerarse especialmente autorizada pues, como digo, no soy experto en estas cuestiones de derecho internacional. Sin embargo, cada día que pasaba parecía más optimista. Yo que asistí a todas las sesiones nunca me llevé una buena impresión. En cualquier caso, al terminar cada deliberación, me pedía que nos reuniésemos para comentar asuntos que nunca eran de carácter técnico, sino más bien vinculados a situaciones personales que yo había vivido con Dios tras los casi tres años que habíamos pasado juntos. Le interesaba cualquier aspecto que pudiese poner de manifiesto su personalidad. La verdad es que me costaba mucho ofrecerle esa información porque a cada pregunta que me hacía mi respuesta era, si cabe, más ambigua. Ella no hacía otra cosa que preguntar sobre circunstancias de carácter muy humano, a veces banales a mi parecer, y yo apenas conseguía balbucear algunas respuestas, en ocasiones incongruentes. Si me preguntaba qué comía o si comía, mi respuesta siempre era que sí, pero la verdad es que no recordaba haberle visto meterse un bocado de alimento alguno, a pesar de que me había sentado a la mesa con él cada mañana desde que nos conocimos. Llegó a preguntarme si Dios iba al cuarto de baño. Recuerdo perfectamente mi respuesta, un tanto chabacana, imagino: «Pues…—dije en tono dubitativo— supongo que meará y cagará de vez en cuando». Ella se echó a reír, pero tomó algunas notas sobre lo que acababa de decir. Me preguntó si dormía, si olía, si se lavaba… Eran preguntas que me incomodaban, pero ella era muy persistente. Pienso que quería saber cuánto había en Dios de humanidad. En alguna sesión le insinué que podía hacerle esas mismas preguntas a Dios, que seguramente él podría contestar con mayor precisión. Ella me miró fijamente y me contestó: «No le creería».



Foto de Sora Shimazaki en PEXELS.


Mérida a 2 de octubre de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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