domingo, 9 de octubre de 2022

La miseria.




«La comida no es el problema», esa fue la frase con la que me contestó cuando le ofrecí algo para llevarse a la boca. Iluso de mí. Siempre había considerado que toda esa gente que uno se cruza en la calle con aspecto pordiosero —o no— sufrían hambre. Me lo dijo sin ambages, directamente al alma que se me encogió al instante: «…el problema es la soledad». Hacía unos meses que había decidido cambiar la forma de actuar con mi vida. Pensé que debía dedicar tiempo a los demás, porque ya había recibido suficiente. Consideré que una buena forma de hacerlo era ayudando en una organización sin ánimo de lucro que atendiese a gente con dificultades. El primer día que me presenté allí, en las oficinas que tenía la organización en un barrio empobrecido con las sucesivas crisis que habíamos sufrido, con mi chaqueta impoluta y mis pantalones planchados, creo que la chica que me atendió, bastante joven, por cierto, se sonrió cuando le dije que quería ayudar. Ya llevaba tiempo donando una cantidad elevada de dinero cada mes, pero mi conciencia no estaba tranquila. Eso fue lo que intenté explicarle, pero la chica obvió todo mi discurso y me preguntó que qué estaba dispuesto a hacer. Le dije que todo. Esta vez la chica no pudo aguantar la sonrisa y se le escapó un suave soplido. «Mire —me dijo—, tenemos muchas tareas que hacer, siempre hacen falta manos, pero no soy yo la más indicada para atribuirle un trabajo —dijo «atribuirle» y en aquel momento me pareció extraño y poco apropiado para una chica tan joven, como pueden comprobar estoy lleno de prejuicios—, así que le propongo que venga mañana a primera hora y se entreviste con la responsable de este barrio. En cualquier caso —prosiguió—, si le parece bien, en breve comenzaremos a repartir comida, así que puede echar una mano». Todo me lo dijo mirándome con cierto desdén, además del rictus sonriente que no pudo ocultar. Creo que la percepción que le transmití no era precisamente la de una persona que se involucrase en el tipo de tareas que, sin embargo, yo deseaba hacer, aun así, me señaló con el dedo una puerta que indicaba «Comedor» y me pidió que preguntase por María. Di las gracias con una mueca un tanto retorcida y forzada, y me dirigí hacia aquella estancia. Abrí la puerta y recorrí un corto pasillo que finalizaba en otra puerta a través de la que se dejaba oír un barullo que hacía prever una multitud. La abrí y un gentío se amontonaba en una larga cola que, apretujada, iba avanzando poco a poco hacia un mostrador en el que varias personas servían con cazo y pinzas algo de comida. El olor a frito era intenso. Pregunté por María entre quienes supuse que podrían conocerla al no estar en la cola y señalaron a una señora de mediana edad que, con el pelo recogido bajo una rejilla de cocinero, servía sin cesar plato tras plato, sin dejar de intercambiar algunas palabras con los comensales. Me acerqué sigilosamente esquivando todo aquello que se interponía entre nosotros, que era mucho, gente, sillas, mesas, cajas y otros voluntarios o trabajadores, eso supuse. Rodeé la encimera con las vitrinas llenas de comida traspasando la cola sin que nadie me dedicase una mala mirada, al menos no la percibí, a pesar de que iba con cierta inquietud —tal vez más prejuicios— y entonces toqué el hombro de María suavemente. Ella me ignoró. Era evidente que me había visto llegar, pero estaba totalmente volcada en su trabajo y yo tenía todo el aspecto de ser un incordio, como efectivamente lo era. No insistí, pero aproveché un breve receso de María para pedirle que me atendiera un instante. «No es el mejor momento —me reprochó, pero acto seguido se dirigió a un compañero y le dijo que la sustituyera un instante—, dígame». Entonces le conté con toda la brevedad que pude mi decisión. Quería convencerla y no podía desperdiciar ni un segundo porque María estaba claramente incómoda y deseaba que aquella conversación terminase lo antes posible para poder volver a su tarea. Creo que apenas me prestó atención. Solo me dijo que me iba a ensuciar, que si sabía servir comida y que cogiera un mandil de los que estaba colgado en una percha tras unas cajas de comida y me pusiese en las sopas. Ni tan siquiera me preguntó mi nombre. Ella volvió a su puesto y yo me dirigí a por el delantal. Entonces la oí: «Si quiere ayudar de verdad, debe darse prisa». Fue casi un grito, pero no por el volumen de su voz, sino por su intensidad. Era un reproche, el primero. No estaba yo precisamente acostumbrado a ese tipo de recriminaciones, pero la encajé con cierto arrojo y aceleré el paso. Me cubrí con aquel plástico desvencijado, cogí un cuenco, lo llené y al primer señor que atendí en la cola se lo ofrecí diciéndole —vaya ocurrencia tuve, aunque eso ahora lo veo mucho más claro— que esa sopa le ayudaría con el hambre. Entonces me contestó: «La comida no es el problema, el problema es la soledad». Su frase me rompió, me paralizó. Era un señor de unos sesenta años, como yo. Bien vestido, sin signos visibles de pobreza, aunque tal vez algo desaliñado, pero cuando le miré a los ojos, lo vi. Vi la pobreza, vi el sufrimiento, vi la desesperación. Vi todo aquello que siempre había negado ver y que siempre había podido esquivar, pero que ahora tenía frente a mí. Sus ojos, como los míos, eran azules, pero reflejaban algo que los míos aún no mostraban, la desesperanza de la soledad que la miseria arrastra. Tendió la mano para recoger el cuenco. Yo alargué la mía mientras sostenía su mirada, avergonzado, paralizado. Acababa de encontrarme cara a cara con la miseria.




Imagen de origen desconocido.

En Mieres a 9 de octubre de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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