domingo, 16 de octubre de 2022

Las pequeñas cosas.

 


Las pequeñas cosas te sorprenden cuando menos te lo esperas y, aunque difícilmente te dejarán una huella imborrable que perdure para los anales de tu historia personal, pueden, sin embargo, prenderte con un asombroso soplo y ofrecerte momentos de felicidad inconmensurables. Lo que habitualmente ocurre con las pequeñas cosas es que son las primeras de las que prescindimos en nuestra ajetreada vida llena de responsabilidades, compromisos y avatares inesperados que nos obligan a sacrificarnos hasta casi esclavizarnos. Y posponemos, desechamos o renunciamos a estas pequeñas cosas puesto que las valoramos con desdén por su insignificancia, pero, al cabo, si las disfrutamos, incluso de forma inopinada, nos reconfortan hasta extremos inimaginables que nos permiten encontrarnos, aunque solo sea por un breve instante, con nosotros mismos. Ese redescubrimiento, sorprendente en ocasiones por nuestra tendenciosa costumbre de olvidarnos de nosotros mismos, ese reconocimiento de quiénes somos y qué hacemos, esa profunda reflexión, que algunos movimientos místicos o religiosos denominan meditación, te devuelve el control, el sosiego, incluso facilita el reencuentro con tu propia espiritualidad, que, a la sazón, algunos movimientos místicos o religiosos denominan dios. Este idilio momentáneo con uno mismo no requiere de un gran esfuerzo, por más que se nos diga que para que se produzca deben acontecer un sinnúmero de parámetros a nuestro alrededor, sencillamente requiere tiempo, un instante, no más, en el que se pueda olvidar uno de todo excepto de sí mismo. 


No pretendo convencer a nadie de que alcanzar este místico momento sea fácil, pero aseguro que no es difícil más allá de lograr ese preciado recurso que nuestra sociedad quiere arrancarnos para convertirnos en autómatas programados para resolver problemas, adquirir compromisos y asumir responsabilidades, y cuya ausencia nos convierte de facto en esclavos: el tiempo. Encontrar ese tiempo es complejo, sobre todo si eres resoluto, comprometido y responsable, pero hallarlo de forma inesperada y espontánea es maravilloso. Te transporta a un lugar inimaginable: el mismo en el que te encuentras, pero contigo presente de forma absoluta e inquebrantable. Eres tú el que estás contigo. No desaparecen los demás, pero tu presencia se manifiesta inexorable en ti.


Un té, rojo y con hielo; un libro, no muy bueno, por cierto; algo de sol, pero con sombra; moscas, revoloteando e imponiendo con sutileza su pesadez; minutos de espera para regresar a lo ordinario, que siempre, hasta donde conozco, retorna; y entonces obra el milagro, así de sencillo. Estás contigo, nada te preocupa, tu mente se libera, lees sin entender, miras sin mirar, oyes sin escuchar, sientes sin sentir, no te importa que el tiempo pase a pesar de las campanadas que retumban inmisericordes en tus oídos buscando tu retorno a una cruel realidad, pero tu mente las ha transformado en una maravillosa sinfonía acompasada con el murmullo de la gente que en ese momento te rodea, aunque esta gente no existe, pero está. Lo dejas todo, te detienes, desaparecen el té, el libro, el sol, las moscas, las campanadas y la gente. No sabes si estás ahí o si te has ido. Estás vacío en tu plenitud; lleno, pero ligero; ausente, pero más presente que nunca. No puedes verte, ni tocarte, ni oírte, pero te sientes, y es felicidad lo que te embarga. Sí, estás feliz, no te sorprendas: sabes que son muchas las cosas que aún faltan por hacer, numerosas las vicisitudes que tendrás que afrontar, grandes las preocupaciones que deberás controlar e inmensos los problemas que necesitarás resolver. Y, aun así, en un instante imprevisible la vida puede ofrecerte una brizna de felicidad que nada ni nadie podrá quitarte.


Foto de Saliha en Pexels.

En Mérida a 14 de octubre de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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