Un día, ya atardecido, tuve la oportunidad de sentarme un rato a solas con Dios tras una intensa sesión. Los fiscales no parecían tener la más mínima sensibilidad con él a pesar de que aparentaba ser un señor entrado en años. Confieso, de otra parte, que desconocía su edad y puedo asegurar que, si bien, cualquiera que le viera podría echarle no menos de sesenta años, le vi hacer cosas que a chavales de veintipocos les costaría mucho hacer. No sé si todas estas cosas que cuento de él sirven, sirvieron, o servirían, para demostrar quién es Dios, pero pretendo ser lo más sincero posible. No tengo el más mínimo interés en demostrar su divinidad, si es que alguien quiere entender que pretendo demostrarla. Eso ni me va ni me viene. Al cabo de un tiempo de estar con Dios aprendí, y reconocí, que si él era o podía ser dios era irrelevante. Y esto es precisamente lo que quería contarle aquella tarde.
El día había sido especialmente intenso. Los fiscales que intervinieron en esa sesión fueron especialmente crueles, desalmados diría. Buscaron las debilidades de Dios mostrándole personas que sufrían y a las que cualquier dios medianamente misericordioso podría haber ayudado sin demasiado esfuerzo, plantearon. Presentaron testimonios de gente que había penado hasta límites inhumanos y que terminaron falleciendo ante la inacción de la sociedad, pero ellos hablaron de la inacción de Dios. Dios no les había ayudado y si realmente era dios podía haberlo hecho. Testificaron algunos que habían presenciado esas realidades, lo hicieron muy atormentados, pero, en mi opinión, también estaban compungidos, pienso que se sentían culpables porque eran consciente de que ellos mismos también podían haber hecho algo por salvar a aquellas personas. Algunos de esos testigos eran gente común, ayudantes, miembros de organizaciones no gubernamentales, voluntarios, etc. Todos contaban los sufrimientos de las gentes, de las personas abandonadas por la sociedad, que, en algunas declaraciones, conformaban países enteros. Contaban su historia con gran sensibilidad, procurando narrar los hechos tal y como sucedieron, pero los fiscales en sus preguntas siempre procuraban tergiversar, o, al menos, manipular, las declaraciones vinculando los hechos a la desatención de un dios del que Dios quería apropiarse. María, supo entender esa intención y procuró preguntarles a los testigos si ellos habían hecho todo lo posible en esos contextos para ayudar o si cabía alguna posibilidad de que se hubiese hecho algo más, tal vez con la implicación de más personas o instituciones. Recuerdo que fue especialmente dura con un expresidente de gobierno de uno de esos países, llegándole a reprochar que mientras él vivía en la opulencia su gente moría en las calles. Era difícil hacer una valoración sobre la posible intervención divina. El pensamiento inmediato y pueril era trasladar el problema a Dios y pedirle con ruegos e imploraciones, lo que muchos llamar orar, que resolviese la situación a golpe de milagro. «Eso —concluían— para un dios omnipotente no supondría esfuerzo alguno». Y en realidad era cierto, pero María supo, al menos eso creo, hacer ver que la vida humana no se somete al arbitrio divino y que dios juzga nuestras acciones, pero no interviene sobre las decisiones que tomamos. «Dios está en nosotros, pero no interviene por nosotros». Creo que la frase fue así, literalmente. A mí me gustó mucho al escucharla, pero mirando a Dios, pienso que intuyó que podría convertirse en un problema. De hecho, así fue porque inmediatamente permitió a uno de los fiscales, no recuerdo bien su nombre, pero perfectamente podría haber sido una reencarnación del diablo puestos a hablar de religiones y divinidades, saltó diciendo que, en ese caso, el papel que Dios quería para sí, esto es, el de dios, bien podría recaer en cualquiera, «En mí mismo, de hecho —dijo increpando directamente a Dios—, lo que demostraría que este individuo es un farsante». Curiosamente María sonrió. Creo que sus intervenciones estaban realmente bien dirigidas. Eso es algo que puedo indicar ahora viéndolo con la perspectiva del tiempo y después de haber revisado una y otra vez el sumario del juicio. Sin embargo, cada vez que su intervención provocaba reacciones en los fiscales de este calado, intuía que Dios iba perdiendo el juicio cada vez más.
Cuando, tras la intensa sesión, me acerqué a Dios, ya retirado a sus aposentos donde estaba retenido, para ofrecerle algo de compañía, me atreví a decirle, tras un saludo apocado que no supe medir, que no me importaba si era o no dios, que, para mí, él era la persona más importante que había conocido y que gran parte de lo que yo mismo era entonces, había sido posible gracias a él. Me miró condescendiente, casi de forma paternal. Estaba sentado, se le veía cansado, tal vez hastiado por tener que someterse a esa pantomima que los hombres necesitaban para creer en él, como alguna vez me había dicho.
—Hijo mío —me dijo y era la primera vez que me llamaba así—, lo que creas es lo que es para ti, a pesar de que pueda no serlo.
Era un auténtico galimatías que encerraba, como posteriormente pensé en la soledad de mi cama en el hotel en el que me estaba quedando mientras se celebraba el juicio, toda la historia de las religiones desde un punto de vista filosófico. La frase me enmudeció. No supe qué contestar. Tampoco creo que Dios esperase una respuesta por mi parte. Era una suerte de sentencia con la que quería dar por zanjada mi reflexión, o mi duda. Después hablamos de cosas banales, sin importancia, pero en seguida Dios confesó cuánto echaba de menos estar con la gente ayudándoles, hablando con ellos, ofreciéndoles consuelo. Daba la sensación de que no poder hacer eso era algo que le angustia, que le torturaba. Vi que su cama estaba desecha. Supuse que necesitaba descansar. Me despedí y regresé a mi hotel.
Foto de Kristin en PEXELS.
Mérida a 23 de octubre de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
https://encabecera.blogspot.com.es/