viernes, 27 de enero de 2012
El funcionario.
Sí, soy funcionario. Soy
el último funcionario.
Hace poco tiempo que se jubiló mi compañero. Sólo
quedábamos nosotros dos, ahora soy sólo yo. Fuimos colegas durante más de
cuarenta años, en realidad me considero en parte su discípulo; cuando yo me
incorporé él ya llevaba algún tiempo desempeñando trabajos para la
administración. Al principio de mi carrera, cuando éramos más de mil, fíjense
ustedes qué cifra, solíamos ir a tomar el café juntos. Aprovechábamos los diez
minutos que teníamos disponibles, transcurridos estos, si no habíamos sido
escaneados en nuestra reincorporación al puesto de trabajo, descontaban el
veinte por ciento de nuestro sueldo de manera automática. Eso la primera vez,
la segunda, se incoaba un expediente sancionador que en el mejor de los casos
terminaba con suspensión de empleo y sueldo por una buena temporada. No había
tercera.
Según fuimos siendo reducidos en número, nos separaron
y ya no volvimos a coincidir, pero una nota interna del ministerio de
gobernación, cuyas funciones estaban externalizadas en una empresa privada, que
me llegó hace unos días decía que ya era el único funcionario trabajando. Se
atrevieron a entrecomillar trabajando.
Releyendo algo de historia descubrí que, hace ya algún
tiempo, el número de funcionarios era realmente elevado alcanzando cifras
desorbitadas para lo que yo llegué a conocer. Por aquel entonces los funcionarios
parece ser que eran esencialmente denigrados por sus vacaciones, sus horarios,
su inmunidad en la dejadez de funciones, su falta de rendimiento y por su
estabilidad laboral. Transcurrían épocas de bonanza económica. Algún tiempo
después, la situación de crisis global hizo que al malestar general que
provocaba el hecho de que alguien fuese funcionario se añadiese el factor
económico. Mucha gente cayó en paro y otros perdieron poder adquisitivo al ver
reducida su jornada laboral. Los gobiernos no sabían cómo afrontar el gasto y
las entidades financieras creaban dinero sostenido en el endeudamiento de los
países y las personas para incrementar la riqueza de unos pocos. En este
escenario los funcionarios se convirtieron en unos auténticos privilegiados
cara al resto de la sociedad. Los gobiernos vieron en la estabilidad del
colectivo un foco de represión y distracción e intuyeron que ellos mismos no se
revelarían en demasía si recaía sobre ellos parte del peso de los recortes. La
demagogia fue el instrumento utilizado por los políticos para justificar el
esfuerzo económico al que se les sometió y al más mínimo indicio de revuelta
sencillamente convocaban una rueda de prensa para poner de manifiesto los
privilegios que seguían teniendo y desmentir la crudeza de las acusaciones que
hacían a la clase política desde las organizaciones de defensa de esa clase
trabajadora. Fue una operación bien orquestada y muy sencilla frente a la que
poco podían hacer los funcionarios; la verdad sólo la conocían ellos, el resto
estaba cegado por las inquinas lanzadas por los políticos para desviar la atención
de lo realmente importante, que no era otra cosa sino ocultar la impotencia
política frente a las organizaciones más poderosas que no tenían remordimiento
alguno en seguir empobreciendo a la ciudadanía sin diferenciar funcionarios de
no funcionarios o trabajadores de parados. Bien es verdad que los políticos convinieron
que si el país empobrecía a marchas forzadas, mantener a los funcionarios con
esa estabilidad económica generaría una situación de envidia y egoísmo social mayor
que podría tener consecuencias desastrosas: “Razones de estado” llegó a confesar algún político retirado cuando
fue preguntado por esa actuación tan beligerante contra los trabajadores del
sector público. Los funcionarios fueron, literalmente, castigados y nadie
reparó en las consecuencias posteriores que esta situación vendría a provocar.
Los gobiernos decidieron amortizar todas la plazas
públicas con la idea de calmar el clamor popular que se había generado ante las
que denominaban “ventajas” del funcionariado. Eliminarlas les abrió las puertas
a su oscuros fines que no eran otros que dejar de prestar servicios a costa del
erario público y privatizarlos externalizándolos. La cuerda se tensaba, pero el
número de funcionarios se reducía según pasaban los diferentes gobiernos.
Alguno que otro incluso pretendió cambiarles los estatutos y “modificar” sus
derechos arguyendo la necesidad de equilibrarlos con sus deberes. Fue un
esfuerzo que en seguida vieron supondría un gran desgaste y desistieron: La
paciencia fue la mejor forma de afrontar la situación.
Mientras procuraban privatizar los servicios,
incrementando los ingresos en las arcas de la nación con la venta de las
infraestructuras asociadas que habían sido pagadas con los impuestos de todos
los ciudadanos, se encontraron con que algunos puestos debían ser cubiertos en
el proceso. Recurrieron a interinidades que contrataban en condiciones casi
esclavistas. De otra parte, nadie pareció caer en la cuenta de que esas
infraestructuras pagadas por todos, que pasaban al sector privado para prestar
los mismos servicios, o parecidos, tendrían que ser pagados nuevamente por los
ciudadanos, por quienes pudiesen, claro está. En cambio, los gobiernos se
jactaron en decir que se estaban creando prácticamente los mismos puestos de
trabajo en el sector privado que los que dejaban de crearse desde las administraciones,
según los servicios eran adquiridos por distintas empresas, mientras que las
cargas económicas que las administraciones soportaban por los funcionarios
contratados se veían reducidas de forma exponencial. Ciertamente se crearon
puestos de trabajo, pero el número fue sustancialmente inferior. Cuando los
políticos debían responder a esas cuestiones, si no convencían los desmentidos,
recurrían nuevamente a la consabida demagogia, argumentando que en la empresa
privada el rendimiento del trabajador estaba mucho más controlado y era mayor.
Estadísticamente se demostró con facilidad la falta de veracidad de tales
aseveraciones, la realidad es que el servicio era prestado a menor número de
personas porque, sencillamente, no podían costeárselo, con lo que tampoco era
necesario un gran número de trabajadores. Además hubo un gran número de
prestaciones sociales que básicamente desaparecieron, no eran rentables. Al
poco tiempo el gobierno detectó que los servicios fundamentales tales como policía,
bomberos o justicia debían ser de algún modo regulados y controlados, aunque
sus trabajadores no respondiesen directamente a la administración ya que la situación
se volvía insostenible por momentos. Sólo los barrios ricos tenían seguridad,
las zonas pobres de las urbes eran un foco de rateros y asesinos incontrolados.
Las diferencias entre las clases sociales se acentuaron hasta la extenuación de
los más desfavorecidos que hacía tiempo habían dejado de recibir asistencia
hospitalaria y educación.
La posición del gobierno central, cada vez más mermado
en sus competencias, era siempre la misma: “Los datos dicen que la esperanza de
vida se ha incrementado” y demostraban que “el nivel de formación de los
estudiantes es cada vez mejor”, pero como siempre la realidad era muy distinta
y es que esos datos sólo se daban en las clases poderosas. Los barrios
marginados, que ocupaban la mayor parte de las ciudades, estaban llenos de
gente hambrienta, sin formación y con una mermada calidad de vida por la
ausencia de la más mínimas condiciones higiénicas. El dinero compra todos los
servicios, si no hay dinero, no hay servicios. En los últimos años ningún
presidente del gobierno salió de una escuela pública, mientras las hubo hasta
que finalmente desapareció. En los últimos años el número de hospitales
traspasados a empresas privadas se incrementó hasta que la sanidad pública se
volatilizó.
La inexistencia de servicios sociales terminó por hacer
desaparecer las administraciones locales que dejaron de ser necesarias, pasando
el control al gobierno central que externalizaba cada vez más sus funciones al
no disponer de personal con que desarrollarlas. Las empresas privadas, cada vez
más poderosas, comenzaron a tomar de forma directa las decisiones, ya no era
necesario que utilizasen ambages para dirigir el país, podían hacerlo
directamente, sin ningún tipo de miramiento y cara al público, que no tenía
forma de manifestar su opinión al respecto, al menos la mayoría perteneciente a
las clases más pobres.
Aun así los sucesivos gobiernos mantuvieron un
reducido número de funcionarios en plantilla para los casos más necesarios de
servicios, aunque estos no eran ya sociales, sino más bien de carácter
internos. Las condiciones laborales de las plazas concursadas fueron cada vez
peores, hubo un claro recorte de derechos que no fue posible impedir. La
pruebas que se exigían hacían que el número de candidatos interesado
prácticamente fuese inexistiese, entre otras razones porque la formación
exigida sólo era posible obtenerla en las universidades, todas privadas, y al
alcance sólo de los privilegiados, que evidentemente no estaban interesados en
los emolumentos ofrecidos por el gobierno en esos puestos. De modo que, de
manera más o menos transparente, el criterio de las sucesivas administraciones seguía
siendo reducir cada vez más la función pública, permitiéndose constantemente la
justificación de las medidas ante la falta de candidatos. Hasta mi situación.
Soy el último.
Mi querido compañero me contó en una ocasión una
leyenda que decía que el odio furibundo a los funcionarios nació cuando un
ciudadano fue mal atendido por un empleado público y al llegar a casa comentó a
su mujer: “Hoy me han atendido muy mal
los funcionarios de la administración, no he podido hacer las gestiones que
necesitaba para abrir mi empresa. Es vergonzoso con lo que se les paga, pero si
trabajan para mí; claro como nadie les puede hacer nada, así pueden seguir
hasta que se jubilen, tranquilamente en sus sillas, sin dar ni golpe”. El
leve, pero letal error que cometió ese ciudadano fue confundir al individuo con
el colectivo público. Nunca más volverá a pasar, ya no habrá funcionarios
cuando yo me retire.
Foto de Edmond Dantès en Pexels
Rubén Cabecera Soriano.
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