viernes, 20 de enero de 2012
Agencia de descalificación.
Todos sumisos; a la espera; en silencio tras el
repicar de las campanas hasta que el eco de una voz gutural anuncia la apertura
de los oficios. En ese instante los fieles comienzan una lenta peregrinación
hasta el altar de las ofrendas. Cada uno lleva lo que puede: unos más, otros
menos, pero nadie se ausenta de la liturgia semanal. Se sitúan de rodillas
frente al pórtico de la Gloria antes de acceder al interior del Calificativo en
constante plegaria, rezando y pidiendo al máximo representante en la tierra de
la Agencia para ellos, todos frente al pórtico de la Agencia, de la Única, de
la Divina, suplicando, al pausado ritmo que marca la música del órgano, no ser descalificados.
Descalificado se convirtió en una palabra tabú, en un
concepto que el miedo y el desasosiego a serlo transformó en un mito. Incomprensible
para la mayoría, escondido tras el oscurantismo e intereses inimaginables que
enriquecían a unos pocos, las agencias llegaron a unos de los acuerdos más
polémicos que se recuerdan en la historia de la humanidad, aunque transcurrido
tanto tiempo desde entonces apenas nadie tiene consciencia de ese hecho. Se
unificaron. A partir de ese momento su poder se convirtió en absoluto, ningún
estado, ni los más poderosos de entonces, consiguieron frenar la avaricia con
la que se hicieron con el control de los mercados, del dinero, de los hombres.
La historia no se pone de acuerdo sobre cuándo ese Único organismo se
transformó en algo parecido a la religión, lo que sí es cierto es que terminó
con las otras creencias, con las otras fe, se convirtió en la Única: la
Agencia. Todos debían pleitesía al Órgano, nadie se atrevía a desafiarlo y
aquellos temerarios que faltaban a su cita semanal con la ofrenda eran
inmediatamente descalificados y eso
suponía de manera más o menos inmediata su desaparición, su expiración. Cesaba
de forma inmediata toda capacidad de adquirir bienes, no se podía comprar nada,
si tenía préstamos de alguna de las entidades bancarias pertenecientes a la
Agencia, ésta, de forma automática, multiplicaba exponencialmente el interés
hasta la total asfixia económica del desgraciado. Se le embargaba cualquier
ahorro que pudiera tener depositado en las cajas de la Agencia (sólo esas existían).
Se dieron casos en los que hubo descalificados que murieron de inanición.
Su omnipotencia la transformó en un dios: el dios
Agencia, y así comenzó a denominarse. La estructura organizativa extendía sus
redes a todos los niveles. En un principio, fueron sólo los estados y las
empresas los que fueron atrapados bajo su poder, pero en seguida se dieron
cuenta de que la clave estaba en el control de las personas, teniéndolas a ellas,
tendría todo el poder. Así fue.
En ocasiones, alguna de las ofrendas era rechazada por
ser considerada insuficiente y el calificado, pues así se llamaban sus
feligreses, debía someterse a juicio público en el que el Comité Descalificador evaluaba el comportamiento del creyente,
pudiendo incluso llegar al castigo máximo, la descalificación para la que no
había redención posible. El Comité se convirtió en un órgano temible.
La sociedad se dividió en castas que respondían a las
capacidades de cada cual, nadie se libraba de la ofrenda que debía hacerse en
función de su remuneración. Sólo se exceptuaba a los miembros de la Jerarquía
de la Agencia, que entregaban su vida a su adoración y a evangelizar los casi
inexistentes lugares que quedaban aún libres del sometimiento a la fe
calificadora.
La liturgia terminó como siempre con un Agente dando
las gracias a todos los asistentes por su caridad y prometiendo hacer llegar
sus plegarias al Supremo Agente, que intercedería ante el Dios Agencia para
evitar el sufrimiento de todos. Los feligreses se agolpaban a la salida
cabizbajos, preocupados porque la evaluación de su ofrenda superase los límites
que el Comité Descalificador establecía cada semana y que en ningún caso eran
conocidos por nadie excepto sus miembros.
Los Calificativos más pobres como éste, a pesar de
tener un elevado número de miembros, solían ser poco rentables para la Agencia.
Requería un gran esfuerzo poder realizar la evaluación de tantos devotos y
gestionar las escasas dádivas que entregaban, así que los Agentes del Comité
realizaban un seguimiento estadístico y aleatorio de los diezmos. Por supuesto
esta situación nunca trascendía al vulgo, ya que el miedo era el principal arma
con que contaba la Agencia.
Las entregas se hacían en un sobre cerrado dentro del
cuál cada persona depositaba aquello que consideraba justo en su fe y que entregaba
a la Agencia. El sobre identificaba a cada persona. La Agencia repartía
diariamente uno a cada miembro con su nombre y en la entrada a cada
Calificativo una mesa ofrecía la posibilidad de recoger un sobre que debía
cumplimentarse con los datos del feligrés. Nadie escapaba. Los padres debían
entregar un sobre por sus hijos desde el momento en que estos eran calificados
en su nacimiento. Calificar a los niños al nacer se convirtió en un sacramento
obligatorio que sencillamente consistía en que en que el niño era sumergido en
una pila llena de monedas ante un Agente.
Un niño, agarrado a la mano de su madre, no dejaba de
mirar atrás mientras avanzaban hacia el exterior. La madre tiraba de él con
firmeza. Un estruendoso ruido rebotó en las paredes del Calificativo e hizo que
todo el mundo se detuviese. Sabían qué significaba. La primera inspección de
las ofrendas había detectado un sobre vacío. Una voz grave y profunda pronunció
el nombre. El niño miró a su madre, soy
yo, mamá, le dijo, soy yo, una
amplia sonrisa le llenaba el rostro. La madre le miró angustiada, unas lágrimas
empañaron sus ojos y brotaron manchando sus mejillas. Le abrazó. Nadie debía
moverse hasta que se localizase al infiel. Y nadie se movía. La voz pidió que
se identificase. La madre chilló, soy yo.
El niño la miró extrañado, ¿tú?, le
preguntó. No te preocupes cariño, no te
preocupes.
Los padres eran responsables de las ofrendas de los
niños, pero existía la creencia popular de que los sobres de los niños no
solían ser revisados. Era una creencia falsa.
La madre y el niño fueron apresados y llevados ante el
Agente responsable del Calificativo. La madre sabía qué ocurriría. No había
esperanza.
Rubén Cabecera Soriano.
Mérida a 20 de enero de 2012.
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Cuentos y relatos.