viernes, 13 de enero de 2012
La culpa es tuya.
Extracto sustraído del diario privado del presidente
del gobierno con fecha 7 de julio.
“… ese hombre llevaba ya muchos días en la puerta del
Congreso, al menos eso es lo que me había dicho el personal de seguridad.
Siempre con la misma pancarta en las manos: La
culpa es tuya. Y debajo: Mi ruina es
tu responsabilidad, me has engañado. Ya estaba cansado, muy cansado de
verle día tras día, siempre en idéntica disposición, siempre con la dichosa y
maldita pancarta, en silencio, sólo mirándome cuando llegaba o salía y apenas
acompañándome unos metros hasta que se cercioraba que le había visto y que no había
pasado desapercibido para mí.
Los periódicos me retrataron con él de todas las
formas habidas y por haber, a pesar de que siempre procuraba no acercarme demasiado,
pero con la prensa ya se sabe, es inevitable, ese señor obtuvo su momento de
gloria.
Hice muchas gestiones para conseguir que no se
acercase al edificio, pero siempre estaba allí. Los agentes no encontraron
ningún argumento suficientemente admisible como para impedirle que se
aproximase. No hacía nada excepto estar. Nunca me libraba de él, parecía que
supiese mi horario, incluso durante algún tiempo pensé que alguien del gabinete
le pasaba mi agenda ya que me confirmó la policía que siempre aparecía escasos
minutos antes de que yo llegase y se iba poco después de perderme de vista tras
acceder al interior.
Hoy mi paciencia se agotó y cuando bajé del coche y le
vi acercarse, sin decir nada, pancarta en mano, me dirigí a él para invitarle a
entrar a mi despacho tras la sesión y que me explicase qué quería. Mantuve la
compostura para evitar malos entendidos con los periodistas.
Por un instante le vi dudar, le vi amedrentado, o al
menos eso creí, después de tanto tiempo, seguramente estar allí se había
convertido para él en un acto rutinario y yo había conseguido romperle, aunque,
por lo que pasó después, sólo momentáneamente, su planteamiento, su protesta o
su reivindicación, como quiera que él lo llamase.
Tras la finalización de la sesión este señor estaba
esperándome en la antesala de mi despacho. Ojalá no se hubiese presentado, al
menos ese fue mi deseo cuando le vi. Tenía muchas cosas por hacer. La pancarta
había desaparecido. Se había puesto chaqueta. No llevaba corbata y el pelo
estaba algo desaliñado, tal vez el fuerte viento le había descolocado la
cabellera. Le invité a pasar y le pedí que se sentase y esperase mientras hacía
algunas llamadas. Sólo asintió.
De vuelta con él le pregunté por qué me había estado
acosando, a qué se debía esa actitud y de qué era yo culpable. Se rió. Me dijo
que sabía perfectamente de qué era culpable y que las otras cuestiones que le
planteaba tenían poca importancia. Eran sencillamente cuestiones meramente
personales que prefería no tratar, aunque se preocupó muy mucho de aclarar que
en ningún caso había estado acosándome y que mi actitud en ningún caso había
sido irrespetuosa, o al menos no más que la suya. Eso me dijo. Bien, acláreme pues, ¿cuál es mi culpa?, le
dije.
Por momentos el rostro de este señor se transformó,
tuve la sensación de que me iba a enfrentar a algo que no deseaba oír, pero que
perfectamente conocía. Iba a decirme todo aquello que durante muchos meses se había
estado publicando en los medios. Aquello que estaba en boca de todos, pero que
nadie se atrevió a indicarme nunca porque, soy el presidente. Siempre he sido
honrado, nunca he robado nada, ni tan siquiera me he aprovechado de mi cargo
para mis intereses, en cambio mis decisiones habían sido dañinas para todos,
bueno en realidad para algunos, para los menos favorecidos. Había hecho caer todo el
peso del sacrificio durante la crisis sobre los hombros de los trabajadores, de los más pobres,
mientras que los ricos, las empresas poderosas, los bancos, se habían
aprovechado de la situación para incrementar su patrimonio. La crisis finalmente había
quedado atrás, pero a qué precio. El número de pobres se había multiplicado
como consecuencia de la subida de impuestos y de la inexistencia de incentivos
para la creación de empleo y la beneficencia no daba abasto. Los servicios
sociales tuvieron que ser privatizados, al igual que la educación y la sanidad.
La gente protestó, pero en seguida olvidó con algunas medidas populistas que tuve que
tomar y, la verdad sea dicha, los éxitos deportivos ayudaron mucho. El decreto
de profesiones con futuro fue todo un
éxito, aunque algunos hicieron burla del mismo hablando de que las únicas
profesiones que verificarían el articulado serían pedigüeño, emigrante o
esclavo, ya que eran las que cumplirían los requisitos de objetivos laborales a alcanzar
y que, consecuentemente, escaparían al pago de seguros sociales. En fin, estaba
entregado, estaba dispuesto a escuchar sus acusaciones; todas las medidas que
tuve que tomar fueron consecuencia de la situación y, como muchas de mis
pesadillas nocturnas me revelaban, de las presiones de los poderosos que vieron
en la crisis la oportunidad definitiva para enriquecerse enfermizamente. Su
silencio me inquietaba. Sonreía. Parecía que supiese qué estaba pensando. No tengo todo el tiempo del mundo, le
dije. Lo sé, me contestó y siguió en
silencio un rato más. Escudriñaba en mi interior cada pensamiento que me fluía
haciéndome daño, un daño que llevaba mucho tiempo sufriendo, pero que intentaba
ocultar tras la cortina del supuesto bienestar del país. Un bien que sabía no era real.
Entregamos a los bancos el dinero, nuestro dinero, casi sin interés para que
luego ellos nos comprasen deuda, nuestra deuda mucho más cara. Arruinamos el país, se lo vendimos a los bancos. De hecho yo mismo no
soy más que un títere de ellos, cuando quieran desapareceré. Entonces comenzó a
hablar: Usted tiene la oportunidad de reparar
toda la pobreza que ha causado, sólo tiene que ser valiente, asumir su
responsabilidad y deshacer lo que ha hecho para que los favorecidos sean la
mayoría y no sólo algunos privilegiados. La culpa es suya. La culpa es tuya, si
me lo permite, pero sobre todo debes ser capaz de redimirte con quienes te
eligieron, no con quienes te pusieron y favorecer a quienes realmente
constituyen la mayor parte de esta sociedad en que vivimos.
Mi reacción me sorprendió, nunca pensé que pudiese
responderle como lo hice, perdí los papeles, eso está claro, pero todo lo que
durante su silencio pensé se esfumó y salió aquello que durante tanto tiempo me
enseñaron y que, por suerte o por desgracia, tan bien hago: divagar, ocultar,
no reconocer, pero sobre todo culpar. Sonreí. Luego siguieron carcajadas, ¿yo soy el culpable?, ¿qué sabrá usted de
culpas?, el culpable es usted que no ha sabido vivir con lo que tenía, no me
acuse de quitarle cuando usted seguro se procuró más de lo que debía. Ahora
haga el favor de marcharse. Evidentemente me fallaron las formas.”
Extracto sustraído del diario de Juan Olvidado con
fecha 7 de julio.
“… Otro miserable más, igual que el presidente del
banco, vio el mensaje, me llamó y no confesó, pero se sabe culpable,
verdaderamente culpable.”
Rubén Cabecera Soriano.
Mérida a 13 de enero de 2012.
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La culpa es tuya.