Diario de un viaje no emprendido (i).




No ha sonado el despertador. Ayer tampoco lo hizo, ni mañana lo hará. Así es siempre, aunque siempre está conectado. Es la duda tormentosa de si no seré capaz de levantarme. Es una incertidumbre absurda, casi irracional, estadísticamente imposible, pero permanente. Me levanto, orino, y entonces es cuando suena, regreso, apago la alarma para que no moleste a nadie. Es de noche, como ayer, como mañana. Me preparo: me coloco la camisa, me pongo los calcetines, me subo el pantalón, desayuno, me lavo los dientes y la cara, me mojo el pelo y con la mano me lo aplasto dándole la forma más parecida a la que un peine me ofrecería, me calzo y me dirijo a la puerta. Estoy frente a ella, parado, indeciso… apesadumbrado. Me lleno de valor y la abro. Instantes después la cierro. Sigo dentro. Me descalzo y me dirijo a mi silla, esa que solo a mí me reconoce, en la que solo yo puedo sentarme con comodidad. El camino de hoy era largo. Varias decenas de kilómetros que no recorreré. Ayer tampoco lo hice, ni mañana lo haré. El camino forma parte indisoluble del viaje. No es posible esta consideración a la inversa. Cada día que no camino, cada día que no recorro la distancia prevista, extensa, pero contenida y potencialmente variable, dejo parte de mi viaje atrás. Es una sensación atroz: la “estaticidad” de aquel que está preparado, listo para la acción, pero que renuncia al movimiento por cobardía. 


Sentado, cojo un libro, cualquiera, solo necesito distraer mi mente, hacerla huir del permanente reproche que me ofrece mi cerebro por renunciar a mi viaje. Silencio su protesta con unas líneas ajenas que me maravillan por su sencillez. No miro el título, no me importa, tampoco el autor. Ni tan siquiera he iniciado un capítulo, me he limitado a abrirlo por cualquier página y me he puesto a leer. Solo necesito cinco minutos para devolver mi mente al estado catatónico permanente del esclavo que lo es sin saberlo. Yo comienzo a darme cuenta, pero niego la evidencia, huyo de la frustración para evitar mi muerte como el soldado racional lo hace de la batalla para evitar la suya. Cierro los ojos, ya he tenido suficientes párrafos. He apaciguado mi hambre de libertad, la he contrarrestado con la libertad ajena. Eso me satisface, no me completa, pero me sirve para devolverme a la realidad de la que huyo. Todo se simplifica si evito mi propio pensamiento crítico. Me pongo a trabajar. Eso me distrae, me ocupa. Sigue siendo de noche, aún queda un buen rato para el amanecer y tengo la certeza, como ayer, como mañana, de que nadie me molestará, aunque es lo que más desearía en este mundo, que alguien me zarandease, que me dijese que soy un afortunado, que tengo aquello de lo que otros carecen, tengo constancia, tengo fuerza, tesón, pero soy un cobarde. Esto no quiero que nadie me lo diga, nadie, me sobra con saberlo y solo tengo que decírmelo yo mismo de vez en cuando para evitar un intencionado olvido que me terminaría hundiendo en el ostracismo de los perdidos. Yo aún no lo soy, por suerte, aunque méritos no me faltan. Me muevo con soltura en el limbo de quienes han visto el cielo, pero les sujeta el infierno, tirando de ellos con fuerza, sujetando sus pies para que sus cabezas no aspiren el aire puro de la vida plena que se encuentra arriba, donde solo se llega si emprendes tu viaje, pero que nadie te asegura alcanzar, aunque lo intentes.


Dicen que es fácil olvidar, que el cerebro humano está programado para hacerlo, que es la única vía de supervivencia que tiene. Dicen que si lo recordásemos todo estaríamos en permanente estado de frustración y desconsuelo: deprimidos hasta morir. Yo no sé olvidar. Tal vez es una tara psíquica de mi mente, puede que sea una enfermedad o, quién sabe, pudiera ser que se tratase de un don que solo unos pocos poseen y que nos convierte en extraños especímenes abocados a la desaparición por mor de nuestra extraña naturaleza. El caso es que mi cerebro se empeña en recordarme de forma constante qué soy y qué hice. Al menos, en cierto momento, decidió dejar de recordarme cuándo lo hice, no sé si por olvido o para atenuar, apiadándose de mí, la tortura permanente en la que me sumía. Eso me ayuda porque la distancia mitiga la culpa por más que no se olvide el hecho. Me atormenta recordar lo que hice, pero más tormento es aún saber que fui yo el que lo hice.


Corrían las postrimerías del siglo xx. No podría precisar más la fecha, ya digo que mi cerebro decidió apiadarse algo de mí y obviar este dato. Por aquel entonces yo era un jovenzuelo hambriento, quería comerme el mundo, confiaba en las oportunidades que podía encontrar, que debía encontrar, aunque no olvidaba que fue el azar, especialmente el azar, el que me permitió estar donde estaba, el que me había colocado en una zona media, confortable, de un país occidental desarrollado. Tenía a mi disposición todas las libertades, demasiadas tal vez, para ser gestionadas por un imberbe. Mi ser, mi yo, podría haber existido en cualquier otra parte del mundo menos propicia y con seguridad estaría muriéndome de hambre sin tener arrestos para plantearme pensamientos tan fútiles como mi futuro emocional frente a la inanición que arrebataría todo el tiempo a mi mente para lograr la supervivencia de mi cuerpo. Solo cuando estamos saciados nos ocupamos de otros menesteres prescindibles. El desarrollo avanza con las necesidades cubiertas, pero se posterga ante el hartazgo. Yo me estaba hartando, estaba sufriendo una indigestión de abundancia y lo peor es que no me daba cuenta y nadie me lo decía; cuánto habría agradecido una advertencia, un consejo, si es que alguien con el suficiente juicio y sensatez se hubiera atrevido a darme las indicaciones oportunas y a enfrentarse a mi, con toda probabilidad, beligerante excusa. Esta era una situación generalizada, he de decir, en absoluto exclusiva de mí. No era yo el único ahíto, si bien, desde luego, fui consciente demasiado tarde. Demasiado tarde. 


Todo lo que observaba a mi alrededor cuando escapaba de mi vida era opulencia y yo no hacía nada por evitarla. Me acercaba a ella con fruición sin ser consciente de que era una realidad pasajera, falsa. No me correspondía a mí disfrutar aquellos parabienes que habían sido otorgados a otros y de los que yo, por mis circunstancias que ahora pasaré a relatar, estaba gozando. Nací pobre y el que nace pobre, muere pobre. Este es un aforismo que se demuestra veraz para todos o, al menos, para casi todos, según quise creer. Mis padres me dieron educación, toda la que pudieron y con gran esfuerzo, pero a mí, desagradecido, eso no me pareció suficiente porque conocí un mundo que se me antojaba envidiable y que deseé con todas mis fuerzas. Tanto fue así que dediqué gran parte de mi vida a ser aceptado entre esa, para mí, imaginaria élite que está constituida por los ricos y para la que es necesario ser uno de ellos si se quiere pertenecer a ella. Yo no era rico y no podía pertenecer a ella por más que me esforzase en acercarme a ellos, en relacionarme con ellos, en unirme a ellos, en vestir como ellos, con un esfuerzo económico por mi parte que me costaría a la postre más de lo esperado, he de decir. En definitiva, quería ser uno más entre ellos y, en realidad, no podía. No era rico. Mi envidia, según recuerdo, surgió desde muy pequeño. Vivíamos en un pequeño piso de la periferia de la capital. En un barrio obrero, pero el centro de la ciudad estaba abierto a todos, es lo que tienen las libertades y los ojos, también libres, que miran hacia donde quieren. No sé si existía algún tipo de atractivo singular en los colores de los escaparates o, tal vez, los niños más favorecidos llevaban un peinado especialmente atractivo. El caso es que siempre me fijé en los juguetes más grandes –y caros— y en la ropa más elegante —y cara— que llevaban esos niños ricos. Yo lo pedía y mis padres, con buen criterio me decían que no podíamos permitirnos esos lujos, pues eran lujos en verdad, al menos, para nosotros. Sin embargo, mis ojos se perdían entre esos objetos, entre esas telas, entre esos zapatos. La verdad es que siempre tuve buen gusto. No sé de dónde surgió, no sé de quién lo heredé o quién me lo inculcó, pero es cierto que supe reconocer desde siempre las cosas de calidad, o tal vez debería decir, prohibitivas. Mis padres eran sencillos en su vestimenta, condicionada, claro está, por nuestra situación económica. Mi madre siempre vestía con suma dignidad, mi padre era algo más dejado, pero ahí estaba mi madre para controlarle. «Ser pobre no significa ser pordiosero», solía decirme y yo obedecía a pies juntillas. Cuando terminaban las clases, después de comer, me bajaba a la calle, no tendría más de diez u once años, y, en lugar de quedarme en mi barrio donde todos eran más o menos como yo, en lo referente a la situación económica, recorría varios kilómetros y me adentraba en las urbanizaciones más ricas de la ciudad de las que había oído hablar con antelación. Allí merodeaba hasta encontrar alguna casa con jardín lo suficientemente grande como para albergar el patio entero de mi colegio y buscaba alguna oquedad en el seto del vallado perimetral para curiosear dentro. A veces localizaba algún niño jugando en solitario, otras veces dos o tres niños, pero nunca grupos numerosos. Me di cuenta, tarde, de que en esas zonas no se veían niños jugando por las calles por más que estas fuesen anchas y con aceras muy bien cuidadas, no como en las calles de mi barrio, rebosantes de niños que gritaban y correteaban de un sitio para otro con los pies llenos de barro por los numerosos charcos que minaban la calzada.  


Imagen creada por el autor con IA. 

En Bilbao a 19 de septiembre de 2019 y Mérida a 29 de octubre de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/


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