Diario de un viaje no emprendido (x).

 


Todos me rodearon. Se abalanzaron sobre mí. Me abrazaron, me felicitaron, me animaron, me vitorearon. Mi nombre estaba en boca de todos. Me sentí inmensamente poderoso, estaba lleno de energía, lleno de fuerza, lleno de orgullo. La adrenalina que instantes antes me envolvió para poder reaccionar con esa sorprendente velocidad seguía bombeando dentro de mí cantidades ingentes de emociones incontenibles. Me sentía eufórico. Pero una parte de mí estaba ennegrecida, profundamente oscura. No sabía qué le había pasado al señor. Le había asestado una puñalada. Yo, ¡yo!, yo acababa de apuñalar a un hombre, indefenso, débil, viejo. Cientos de pensamientos merodeaban mi cabeza, todos eran justificaciones a mi acción: que si había sido en defensa propia, que si no me había quedado otra, que si podría haber muerto yo, que si me estaba atacando, que si solo podía hacer lo que había hecho si quería sobrevivir… En realidad, no estaba seguro de si el hombre había muerto o no. En un momento determinado, mientras intentaba controlar la sensación de euforia que me embargaba, pregunté por él. No sé a quién lo hice. Pero alguno de los que me rodeaba lo oyó. Por un instante se hizo un silencio extraño. Supongo que no fue uno solo quien lo oyó. De hecho, creo que pregunté varias veces por el mendigo. Seguramente lo hice con un tono muy bajo al principio y finalmente grité, sí, ahora lo recuerdo mejor. Tengo nubes grises merodeando alrededor de mis recuerdos sobre aquel momento. Mi cerebro solloza cada vez que pienso en aquello e intenta hacérmelo olvidar, pero yo no se lo permito. Quiero mantener ese castigo, ese sufrimiento, no quiero olvidar lo que hice. Grité preguntando por él. La gente se detuvo. El padre de mi amigo me sujetó. Era grande, muy grande y muy fuerte. Cuando me agarró tuve la misma sensación que cuando me golpeó de pequeño. Me sentí un muñeco en sus manos. Creo que me levantó del suelo, o al menos me obligó a ponerme de puntillas. Acercó su boca a mi oído y me susurró algo. No recuerdo qué fue. En aquel momento pude escucharlo y sentí miedo, mucho miedo, pero ahora no lo recuerdo, lo juro. Temblaba, eso no se me ha olvidado. Estaba palpitando, no era capaz de controlar mis manos. De repente dijo algo en un idioma que me era desconocido y su hijo le acercó el cuchillo, debió habérseme caído antes, o tal vez lo dejé caer yo. Lo cogió. Estaba manchado de sangre y su mano también. Lo levantó. Por un instante pensé que me lo iba a clavar. Y sentí alivio. Me preparé para el dolor, pero quería que lo hiciese. Supuse que era la única forma de superar esa angustia, esa ansiedad que estaba sufriendo y que casi no me dejaba respirar. Todos se apartaron, hicieron un corro en torno a mí, idéntico al que había cuando me enfrenté a aquel señor mayor, enclenque, débil, casi etéreo, del que recuerdo a la perfección su rostro, con aquellas arrugas marcadas y apenas carne alrededor de los huesos, pronunciados hasta casi abandonar su cara. Un pobre infeliz que se había visto sumido en una suerte de rito iniciático y al que nadie echaría de menos. En el centro quedamos el padre de mi amigo y yo. Me miraba a los ojos, el azul de su iris era el mismo que recordaba de hacía muchos años. Exactamente el mismo. No podía apartar mis ojos de los suyos. Tenía la sensación de estar hipnotizado, absorto, me sentía una marioneta en sus manos. Estaba seguro de que habría hecho cualquier cosa que me hubiera pedido con tal de que me soltase. Y así fue.

 

Soltó una sonora carcajada. Solo se oía eso. Al menos yo solo oía eso. Gritó y mis oídos retumbaron. Quería tapármelos, pero sentía que mis manos no respondían a mis órdenes. Estaban paralizadas. Temblando, pero incapaces de moverse. Me dejó en el suelo y me abrazó. Mantenía el cuchillo en su mano derecha. Lo sentí en mi espalda cuando me rodeó con sus poderosos brazos. Se apartó ligeramente de mí y señaló el suelo. A unos metros de nosotros, también dentro del círculo que habían hecho a nuestro alrededor, yacía agonizando el pobre infeliz. Se estaba desangrando. Nadie le había prestado la menor atención. Quise abalanzarme sobre él para socorrerle, pero no pude moverme. Seguía paralizado. Tampoco sé qué podría haber hecho, pero sentía la necesidad de ayudarle. De repente, sentí que el padre de mi amigo ponía el cuchillo en mi mano. Al principio me asusté al notar el frío del filo y sentir la humedad de la sangre. Pero enseguida comprendí. Me estaba dando el cuchillo para que rematase a aquel señor. En aquel instante estaba completamente seguro de que no lo haría. Pero un segundo después, solo un segundo después, justo tras sujetar el cuchillo y mirarle a los ojos, y mirar a todos a mi alrededor, me abalancé sobre el viejo que yacía en el suelo y le asesté una puñalada y otra y otra y otra. No sé cuántas le pude dar, creo que fueron decenas. No lo sé. De verdad que no lo sé. Sentía como el filo del cuchillo se hundía en la carne unas veces y otras veces algún hueso lo rechazaba y volvía a hincarlo buscando penetrar su carne. Sentía una rabia incontenida, inexplicable. Con cada cuchillada le pedía perdón, lo hacía mientras le clavaba una y otra vez aquel maldito puñal y su sangre me salpicaba y me manchaba las manos, el rostro, el cuerpo... Me detuve cuando el cansancio me venció. Durante aquellos instantes no oí nada, solo el latido de mi corazón acelerado retumbando en mis oídos y la palabra «perdón» murmurándose a través de mis labios. Ya no era capaz de seguir. Entonces comencé a escuchar las voces de todos. Estaba gritando, chillando, aullando, era para ellos una orgía de sangre que no querían que terminase nunca. Pero yo ya no podía más. Estaba agotado física y mentalmente. Fue cuando me desmayé.

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 12 de mayo de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/

No hay comentarios:

Publicar un comentario