Todos me rodearon. Se abalanzaron
sobre mí. Me abrazaron, me felicitaron, me animaron, me vitorearon. Mi nombre
estaba en boca de todos. Me sentí inmensamente poderoso, estaba lleno de energía,
lleno de fuerza, lleno de orgullo. La adrenalina que instantes antes me envolvió
para poder reaccionar con esa sorprendente velocidad seguía bombeando dentro de
mí cantidades ingentes de emociones incontenibles. Me sentía eufórico. Pero una
parte de mí estaba ennegrecida, profundamente oscura. No sabía qué le había
pasado al señor. Le había asestado una puñalada. Yo, ¡yo!, yo acababa de
apuñalar a un hombre, indefenso, débil, viejo. Cientos de pensamientos merodeaban
mi cabeza, todos eran justificaciones a mi acción: que si había sido en defensa
propia, que si no me había quedado otra, que si podría haber muerto yo, que si
me estaba atacando, que si solo podía hacer lo que había hecho si quería
sobrevivir… En realidad, no estaba seguro de si el hombre había muerto o no. En
un momento determinado, mientras intentaba controlar la sensación de euforia
que me embargaba, pregunté por él. No sé a quién lo hice. Pero alguno de los
que me rodeaba lo oyó. Por un instante se hizo un silencio extraño. Supongo que
no fue uno solo quien lo oyó. De hecho, creo que pregunté varias veces por el
mendigo. Seguramente lo hice con un tono muy bajo al principio y finalmente
grité, sí, ahora lo recuerdo mejor. Tengo nubes grises merodeando alrededor de
mis recuerdos sobre aquel momento. Mi cerebro solloza cada vez que pienso en aquello
e intenta hacérmelo olvidar, pero yo no se lo permito. Quiero mantener ese
castigo, ese sufrimiento, no quiero olvidar lo que hice. Grité preguntando por
él. La gente se detuvo. El padre de mi amigo me sujetó. Era grande, muy grande
y muy fuerte. Cuando me agarró tuve la misma sensación que cuando me golpeó de
pequeño. Me sentí un muñeco en sus manos. Creo que me levantó del suelo, o al
menos me obligó a ponerme de puntillas. Acercó su boca a mi oído y me susurró
algo. No recuerdo qué fue. En aquel momento pude escucharlo y sentí miedo,
mucho miedo, pero ahora no lo recuerdo, lo juro. Temblaba, eso no se me ha
olvidado. Estaba palpitando, no era capaz de controlar mis manos. De repente
dijo algo en un idioma que me era desconocido y su hijo le acercó el cuchillo,
debió habérseme caído antes, o tal vez lo dejé caer yo. Lo cogió. Estaba
manchado de sangre y su mano también. Lo levantó. Por un instante pensé que me
lo iba a clavar. Y sentí alivio. Me preparé para el dolor, pero quería que lo
hiciese. Supuse que era la única forma de superar esa angustia, esa ansiedad que
estaba sufriendo y que casi no me dejaba respirar. Todos se apartaron, hicieron
un corro en torno a mí, idéntico al que había cuando me enfrenté a aquel señor
mayor, enclenque, débil, casi etéreo, del que recuerdo a la perfección su rostro,
con aquellas arrugas marcadas y apenas carne alrededor de los huesos,
pronunciados hasta casi abandonar su cara. Un pobre infeliz que se había visto
sumido en una suerte de rito iniciático y al que nadie echaría de menos. En el
centro quedamos el padre de mi amigo y yo. Me miraba a los ojos, el azul de su
iris era el mismo que recordaba de hacía muchos años. Exactamente el mismo. No
podía apartar mis ojos de los suyos. Tenía la sensación de estar hipnotizado,
absorto, me sentía una marioneta en sus manos. Estaba seguro de que habría
hecho cualquier cosa que me hubiera pedido con tal de que me soltase. Y así
fue.
Soltó una sonora carcajada. Solo
se oía eso. Al menos yo solo oía eso. Gritó y mis oídos retumbaron. Quería
tapármelos, pero sentía que mis manos no respondían a mis órdenes. Estaban
paralizadas. Temblando, pero incapaces de moverse. Me dejó en el suelo y me
abrazó. Mantenía el cuchillo en su mano derecha. Lo sentí en mi espalda cuando
me rodeó con sus poderosos brazos. Se apartó ligeramente de mí y señaló el
suelo. A unos metros de nosotros, también dentro del círculo que habían hecho a
nuestro alrededor, yacía agonizando el pobre infeliz. Se estaba desangrando. Nadie
le había prestado la menor atención. Quise abalanzarme sobre él para socorrerle,
pero no pude moverme. Seguía paralizado. Tampoco sé qué podría haber hecho,
pero sentía la necesidad de ayudarle. De repente, sentí que el padre de mi
amigo ponía el cuchillo en mi mano. Al principio me asusté al notar el frío del
filo y sentir la humedad de la sangre. Pero enseguida comprendí. Me estaba
dando el cuchillo para que rematase a aquel señor. En aquel instante estaba
completamente seguro de que no lo haría. Pero un segundo después, solo un segundo
después, justo tras sujetar el cuchillo y mirarle a los ojos, y mirar a todos a
mi alrededor, me abalancé sobre el viejo que yacía en el suelo y le asesté una
puñalada y otra y otra y otra. No sé cuántas le pude dar, creo que fueron decenas.
No lo sé. De verdad que no lo sé. Sentía como el filo del cuchillo se hundía en
la carne unas veces y otras veces algún hueso lo rechazaba y volvía a hincarlo
buscando penetrar su carne. Sentía una rabia incontenida, inexplicable. Con
cada cuchillada le pedía perdón, lo hacía mientras le clavaba una y otra vez aquel
maldito puñal y su sangre me salpicaba y me manchaba las manos, el rostro, el
cuerpo... Me detuve cuando el cansancio me venció. Durante aquellos instantes
no oí nada, solo el latido de mi corazón acelerado retumbando en mis oídos y la
palabra «perdón» murmurándose a través de mis labios. Ya no era capaz de
seguir. Entonces comencé a escuchar las voces de todos. Estaba gritando,
chillando, aullando, era para ellos una orgía de sangre que no querían que
terminase nunca. Pero yo ya no podía más. Estaba agotado física y mentalmente. Fue
cuando me desmayé.
Imagen creada por el autor con
IA.
En Mérida a 12 de mayo de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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