El pasillo verde (ii y final).

 



Él, el más antiguo de los trabajadores, cuyos dedos estaban encallecidos de apretar tornillos desde la última renovación de la empresa en la que fue destinado un puesto que no podía cambiar, como les ocurría a todos los demás trabajadores, estaba a punto de retirarse, no de jubilarse. Sus manos, con una aguda artritis, consecuencia del movimiento repetitivo realizado durante más de quince años seguidos, ya no le permitían seguir. Sabía que su vida sería muy complicada cuando su número de errores, superior al máximo establecido, provocase su despido. Sabía que debía buscar otro trabajo, pero su edad no se lo pondría fácil. Al menos, tenía un consuelo, no se había vuelto loco como estaba seguro de que les ocurriría al resto de trabajadores que, habiendo empezado a trabajar con un cometido repetitivo sin poder cambiarlo y desempeñarlo durante años terminaría provocando que sus mentes se quebraran como ya veía en los ojos de muchos de ellos. A veces, recordaba cuando la producción se hacía íntegramente de forma manual; de aquello haría algo más de veinte años. Entonces cada trabajador realizaba varias tareas, ninguna fácil, pero todas necesarias, y debían ser muy cuidadosos en que las sucesivas faenas fuesen cuadrando para permitir el encaje de piezas y el funcionamiento final de las máquinas. Todo eso había terminado con los robots. Ahora el trabajo era alienante, aparentemente más sencillo, pero en el fondo suponía una tensión para el cerebro imposible de soportar. Él lo sabía y los dueños de la industria lo sabían. Quienes no lo sabían eran los jóvenes que habían comenzado a trabajar allí y desempeñaban esas funciones. Todos terminarían locos, pero la producción había mejorado. Él no disponía de los datos, pero los estudios que había encargado la dirección de la empresa demostraban que se estaba produciendo un significativo incremento de la tasa de alcoholismo, y también de los suicidios entre los trabajadores. Él no bebía, pero en más de una ocasión, cuando llegaba por la noche a su casa después de haber realizado las cinco mil cuatrocientas repeticiones que le correspondían en su quehacer diario y comprobaba como su mente seguía repitiéndolas, y como, en ocasiones, su cerebro enviaba a sus manos el mensaje de realizar el mismo movimiento incluso dormido…, había sentido la necesidad de morir. Pero él no moriría por causa de su trabajo. Eso lo tenía claro. Le despedirían porque no sería capaz de evitar los errores que provocarían retrasos en la producción. Sentía una profunda pena por ellos, deseaba en no pocas ocasiones que se diese otro proceso de renovación en la empresa destinado a mejorar la producción y los pocos puestos humanos que quedaban, con esas atroces actividades no intercambiables por una decisión cruel y sin sentido de la directiva, fuesen por fin eliminados. Lo deseaba porque en el fondo sufría por ellos. Los miraba apenado comprobando como se estaban convirtiendo en seres deshumanizados, incapaces de pensar por sí mismos y solo hábiles para desarrollar tareas concretas sometidos a estímulos precisos. En realidad, se estaban convirtiendo en robots. Solo que ellos no eran incansables ni infalibles y su mantenimiento no se limitaba a un somero control de calidad y a unos indicadores digitales que saltaban cuando algún circuito fallaba. Ellos eran seres humanos, deberían ser capaces de pensar y darse cuenta de que los estaban transformando en cosas. Él desconocía cuáles eran las intenciones de los dueños de la fábrica, más allá de las obvias que eran obtener más dinero, más beneficio y, como es lógico y asociado a ello, más poder. Desconocía, aunque a veces su imaginación, aún viva, lo llevaba a escenarios extraños y apocalípticos, que tras ese comportamiento tan desalmado de los dueños existía una iniciativa aún más retorcida que buscaba ahorrar energía, cada vez más escasa, buscando una transformación de los trabajadores en máquinas. En el fondo, pensaban los directivos, si los trabajadores no percibiesen más que la energía que necesitasen en forma de alimento y se les diera el descanso necesario y con el adiestramiento adecuado podrían llegar a ser tan eficaces como los robots. Solo hacía falta deshumanizarlos completamente y el camino era evidente. Se fomentaba el uso de cualquier dispositivo durante el descanso. Se procuraba que los trabajadores no hablaran entre ellos durante la jornada laboral, no estaba prohibido, sencillamente se generaban unos niveles acústicos muy elevados que impedían cualquier conversación, incluso ese ruido estaba presente en los vestuarios. Se fomentaban las horas extras que, a pesar de que se pagaban de forma apropiada, no servían para sacar de la miseria a quienes las percibían; por supuesto, si no hacían horas extras, apenas podían subsistir. Facilitaban acomodamiento, a un módico precio que descontaban del salario, para dormir en unos barracones al lado de la propia industria que les permitía a los trabajadores ahorrar en desplazamientos a sus hogares. Además, procuraban que las comunicaciones rodadas con la industria fuesen objetivamente malas para incrementar el ánimo de los trabajadores a quedarse. Por último, en los barracones ponían todo tipo de pantallas que mantenían embobados a los operarios después de las terribles jornadas laborales. Todo, en definitiva, estaba orientado a conseguir que el personal laboral perdiese su humanidad y fuese asumiendo su papel de máquina viva.

 

Los dueños de la empresa estaban satisfechos con los resultados que iban obteniendo porque veían que la transformación mecanizada podría evitarse ahorrando una gran cantidad de dinero en nueva maquinaria por barata que esta fuese. Los dueños de la empresa mostraban orgullosos sus resultados a los accionistas que visitaban la industria y comprobaban que los beneficios crecían. Los trabajadores resultaban sumamente baratos puesto que su sustitución era prácticamente inmediata a demanda y, además, la pérdida de un trabajador —la palabra muerte estaba prohibida por una cuestión estética— no suponía problema alguno porque se habían eliminado todos los vínculos familiares. Nadie se preocupaba de ellos porque nadie había para preocuparse. De otra parte, habían desarrollado un programa de control alimentario con productos sintetizados que les permitía incorporar a los trabajadores las calorías necesarias para desarrollar convenientemente las tareas que tenían encomendadas: fue un éxito. Se producía un ahorro significativo en comida. Existían otros programas piloto que pretendían desarrollar a corto plazo y que incluían la manipulación genética con la finalidad de mejorar las habilidades en las tareas a desarrollar y que tenían como corolario a largo plazo la eliminación de las cualidades innecesarias para el desarrollo de dicha actividad: si no necesitaban ver, ni oír, ni oler, ni caminar… terminarían consiguiendo la supresión de esas características. El cuerpo directivo estaba encantado con el programa. Ninguno de los accionistas principales puso pega alguna cuando se les presentó. El valor de cualquiera de esos seres humanos no era mayor que el de una de las máquinas a las que terminaría sustituyendo. En realidad, al final resultaría mucho menor y ahí radicaba el beneficio.

 

Él, el trabajador más antiguo, sacó de su bolso el bocadillo con el que almorzaría hoy. Se dirigió al comedor por el pasillo verde cruzándose con varios chicos jóvenes absortos en sus pantallas. De hecho, esquivó a alguno. Llegó al comedor. El ruido era ensordecedor. Le dio un par de muerdos a su bocata. Miró alrededor. Las mesas estaban llenas de jóvenes deshumanizados. Se levantó. Dejó el bocadillo sobre la mesa. Salió del comedor. Salió de la nave en la que se desarrollaba todo el proceso productivo. Pasó el control con su tarjeta, una luz roja en un monitor indicó que un trabajador se había marchado antes de tiempo, quedaría grabado en su expediente. Salió del recinto caminando lentamente, dolorido se tocó las manos. Sus dedos habían perdido gran parte de la movilidad que en su momento tuvieron. Una lágrima recorrió su mejilla. Cogió su tarjeta identificativa y la lanzó a la cuneta. Caminó sin mirar atrás.

 

 

 

 

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En algún lugar entre Hong Kong y Frankfurt a 26 de abril de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/

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