Quedaban
pocos, muy pocos. Tal vez cincuenta o sesenta, pero incluso estos últimos
desaparecerían. Al menos, eso es lo que él creía. Lo harían —desaparecer—
cuando alguien, que no los conocía, decidiese que la producción no era
suficiente, que quería ganar más dinero, que cometían demasiados errores, que
costaban demasiado, que debían mejorar la calidad, que tenían que ser más
competitivos o tal vez todo a la vez. Él lo sabían, lo había visto con sus
propios ojos, algunos lo habían sufrido, aunque preferían no pensar en ello.
Aquel trabajo les daba de comer. Eso bastaba. Cada día llegaba a la fábrica, se
cambiaba junto con los demás en los vestuarios, se colocaba el mono de color
gris oscuro, se ponía patucos de plástico y se calaba la gorra que cubría su
cabello. A algunos, como a él, también muy pocos, ya no les quedaba pelo en la
cabeza. A pesar de ello, debían colocarse la gorra. Así estaba estipulado. Las
mujeres, antes de hacerlo, debían hacerse un moño en el pelo si lo tenían
largo. Nadie decía nada. Nadie daba los buenos días. Antes, hacía muchos años,
cuando eran más, todos se saludaban, incluso preguntaban por sus familias, se
preocupaban unos por otros y ofrecían su ayuda o, sencillamente, charlaban de
cosas nimias, innecesarias, banales, pero, al menos, hablaban. Se conocían. De
estos, ya solo quedaba uno, el último, y le quedaba poco, solo quedaba él.
Llegaba el primero y tardaba en cambiarse hasta que el último de los
trabajadores había terminado y entrado en la industria. Los miraba, fijamente.
Ninguno de ellos reparaba en su atención. Intuía que en el vestuario de mujeres
ocurría lo mismo. Nadie se saludaba. Todos se desvestían, se vestían y pasaban
a la sala de producción. Una vez dentro, se colocaban en su puesto y comenzaban
a trabajar. Unos apretaban un tornillo, otros colocaban unos hilos, algunos
retiraban rebabas de plástico de las carcasas, otros ponían pegatinas en los
aparatos. Ese trabajo lo hacían durante cinco horas seguidas. Entonces, con
robótica puntualidad, la línea de producción se detenía. Se daban cuenta porque
veían que todos los brazos acero que los rodeaban y que se movían con exquisita
precisión, pero de forma antinatural, inhumana, se detenían al igual que lo
hacía la cinta que transportaba la máquina que producían. Entonces dejaban su
puesto de trabajo y recorrían el pasillo verde que los llevaba a la cantina. Lo
hacían sin levantar la cabeza del teléfono. Estaban absorbidos por él. Habían
estado durante trescientos minutos haciendo exactamente lo mismo una y otra
vez, una y otra vez, una y otra vez y cuando tenían la oportunidad de
liberarse, siquiera de forma provisional de esa tortura, se sometían
voluntariamente a otra que les mantenía el cerebro ocupado, incapaz, inútil. Él,
el último, también paraba, como los demás, y caminaba por el pasillo verde
hacia el comedor. Tenían treinta minutos para almorzar. Andaba despacio,
mirándolos a todos, mientras su miedo iba creciendo poco a poco en su interior.
Quería huir de ahí, pero no podía hacerlo, sentía que ya no podía hacerlo. A
veces se chocaba intencionadamente con algunos de sus compañeros para provocar
un intercambio de frases más allá de la educada disculpa, pero ni siquiera esta
se producía y todo quedaba en un sordo murmullo que no les distraía de la
pantalla que tenían frente a sí.
El pasillo
verde había sido todo un símbolo de la empresa. Por él habían circulado
centenares de trabajadores. Él lo recordaba muy bien, lo había vivido hacía
muchos años cuando era joven. El pasillo era muy ancho. En él se cruzaban
muchas personas. Se saludaban, incluso preguntaban por sus familias, se
preocupaban unos por otros y ofrecían su ayuda o, sencillamente, charlaban de
cosas nimias, innecesarias, banales, pero, al menos, hablaban, tal y como
ocurría en el vestuario. Ahora el pasillo había cambiado, se había estrechado,
apenas cabían dos personas una al lado de la otra y ya nadie hablaba. La gente
caminaba rápido, llegaba al comedor, se tomaba su comida mientras sus cerebros
recibían estímulos desde las pantallas que no les dejaban pensar y regresaban a
sus puestos de trabajo. Tal vez durante este tiempo lograban olvidar el
repetitivo movimiento que tenían que hacer durante diez horas cada día. Eran
movimientos que los robots estarían encantados de hacer, era un trabajo que
desempeñarían felices si pudiesen sentir emociones, pero se tareas que no
podían hacer aún o bien costaba demasiado lograr que lo hiciesen. En realidad,
solo era cuestión de tiempo. Esos movimientos eran diferentes según la estación
en la que se encontrase el trabajador. Algunos de los trabajadores hacían el
movimiento que les tocaba cinco veces por minuto si el movimiento conllevaba
cierta complejidad, eran los más afortunados, otros lo tenían que hacer hasta
treinta y cuatro veces por minuto, ese era el máximo exigible a un trabajador,
no se trataba de una ley gubernamental, era simplemente el ritmo que imponía la
exigente producción de la industria. Estas eran las estaciones más duras:
treinta y cuatro veces por minuto, dos mil cuarenta veces por hora, veinte mil
cuatrocientas veces al día, ciento veintidós mil cuatrocientas veces a la semana,
cinco millones trescientas ochenta y cinco mil seiscientas veces al año durante
los días laborables que trabajaban descontando las escasas vacaciones que
podían disfrutar. El número de repeticiones eran contadas por un robot, que
sentiría envidia del trabajador si pudiese sentir emociones —todo era cuestión
de tiempo… o no—, para controlar el ritmo de trabajo y la eficacia de la cadena
de producción. Un fallo en la repetición suponía un retraso en la cadena. Un
error que podía costarle el puesto de trabajo si se repetía en un año más de doscientas
treinta y siete veces según las directrices de la empresa. Un número que
suponía un porcentaje irrisorio sobre el número total de repeticiones que el
trabajador debía hacer. Un número que se ajustaba no en función de la
dificultad de la operación, sino del número de repeticiones que cada trabajador
desarrollaba en su puesto al año.
Imagen creada por el autor con IA.
En algún lugar entre Hong Kong y
Frankfurt a 26 de abril de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
https://encabecera.blogspot.com.es/