El pasillo verde (i).

 


Quedaban pocos, muy pocos. Tal vez cincuenta o sesenta, pero incluso estos últimos desaparecerían. Al menos, eso es lo que él creía. Lo harían —desaparecer— cuando alguien, que no los conocía, decidiese que la producción no era suficiente, que quería ganar más dinero, que cometían demasiados errores, que costaban demasiado, que debían mejorar la calidad, que tenían que ser más competitivos o tal vez todo a la vez. Él lo sabían, lo había visto con sus propios ojos, algunos lo habían sufrido, aunque preferían no pensar en ello. Aquel trabajo les daba de comer. Eso bastaba. Cada día llegaba a la fábrica, se cambiaba junto con los demás en los vestuarios, se colocaba el mono de color gris oscuro, se ponía patucos de plástico y se calaba la gorra que cubría su cabello. A algunos, como a él, también muy pocos, ya no les quedaba pelo en la cabeza. A pesar de ello, debían colocarse la gorra. Así estaba estipulado. Las mujeres, antes de hacerlo, debían hacerse un moño en el pelo si lo tenían largo. Nadie decía nada. Nadie daba los buenos días. Antes, hacía muchos años, cuando eran más, todos se saludaban, incluso preguntaban por sus familias, se preocupaban unos por otros y ofrecían su ayuda o, sencillamente, charlaban de cosas nimias, innecesarias, banales, pero, al menos, hablaban. Se conocían. De estos, ya solo quedaba uno, el último, y le quedaba poco, solo quedaba él. Llegaba el primero y tardaba en cambiarse hasta que el último de los trabajadores había terminado y entrado en la industria. Los miraba, fijamente. Ninguno de ellos reparaba en su atención. Intuía que en el vestuario de mujeres ocurría lo mismo. Nadie se saludaba. Todos se desvestían, se vestían y pasaban a la sala de producción. Una vez dentro, se colocaban en su puesto y comenzaban a trabajar. Unos apretaban un tornillo, otros colocaban unos hilos, algunos retiraban rebabas de plástico de las carcasas, otros ponían pegatinas en los aparatos. Ese trabajo lo hacían durante cinco horas seguidas. Entonces, con robótica puntualidad, la línea de producción se detenía. Se daban cuenta porque veían que todos los brazos acero que los rodeaban y que se movían con exquisita precisión, pero de forma antinatural, inhumana, se detenían al igual que lo hacía la cinta que transportaba la máquina que producían. Entonces dejaban su puesto de trabajo y recorrían el pasillo verde que los llevaba a la cantina. Lo hacían sin levantar la cabeza del teléfono. Estaban absorbidos por él. Habían estado durante trescientos minutos haciendo exactamente lo mismo una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez y cuando tenían la oportunidad de liberarse, siquiera de forma provisional de esa tortura, se sometían voluntariamente a otra que les mantenía el cerebro ocupado, incapaz, inútil. Él, el último, también paraba, como los demás, y caminaba por el pasillo verde hacia el comedor. Tenían treinta minutos para almorzar. Andaba despacio, mirándolos a todos, mientras su miedo iba creciendo poco a poco en su interior. Quería huir de ahí, pero no podía hacerlo, sentía que ya no podía hacerlo. A veces se chocaba intencionadamente con algunos de sus compañeros para provocar un intercambio de frases más allá de la educada disculpa, pero ni siquiera esta se producía y todo quedaba en un sordo murmullo que no les distraía de la pantalla que tenían frente a sí.

 

El pasillo verde había sido todo un símbolo de la empresa. Por él habían circulado centenares de trabajadores. Él lo recordaba muy bien, lo había vivido hacía muchos años cuando era joven. El pasillo era muy ancho. En él se cruzaban muchas personas. Se saludaban, incluso preguntaban por sus familias, se preocupaban unos por otros y ofrecían su ayuda o, sencillamente, charlaban de cosas nimias, innecesarias, banales, pero, al menos, hablaban, tal y como ocurría en el vestuario. Ahora el pasillo había cambiado, se había estrechado, apenas cabían dos personas una al lado de la otra y ya nadie hablaba. La gente caminaba rápido, llegaba al comedor, se tomaba su comida mientras sus cerebros recibían estímulos desde las pantallas que no les dejaban pensar y regresaban a sus puestos de trabajo. Tal vez durante este tiempo lograban olvidar el repetitivo movimiento que tenían que hacer durante diez horas cada día. Eran movimientos que los robots estarían encantados de hacer, era un trabajo que desempeñarían felices si pudiesen sentir emociones, pero se tareas que no podían hacer aún o bien costaba demasiado lograr que lo hiciesen. En realidad, solo era cuestión de tiempo. Esos movimientos eran diferentes según la estación en la que se encontrase el trabajador. Algunos de los trabajadores hacían el movimiento que les tocaba cinco veces por minuto si el movimiento conllevaba cierta complejidad, eran los más afortunados, otros lo tenían que hacer hasta treinta y cuatro veces por minuto, ese era el máximo exigible a un trabajador, no se trataba de una ley gubernamental, era simplemente el ritmo que imponía la exigente producción de la industria. Estas eran las estaciones más duras: treinta y cuatro veces por minuto, dos mil cuarenta veces por hora, veinte mil cuatrocientas veces al día, ciento veintidós mil cuatrocientas veces a la semana, cinco millones trescientas ochenta y cinco mil seiscientas veces al año durante los días laborables que trabajaban descontando las escasas vacaciones que podían disfrutar. El número de repeticiones eran contadas por un robot, que sentiría envidia del trabajador si pudiese sentir emociones —todo era cuestión de tiempo… o no—, para controlar el ritmo de trabajo y la eficacia de la cadena de producción. Un fallo en la repetición suponía un retraso en la cadena. Un error que podía costarle el puesto de trabajo si se repetía en un año más de doscientas treinta y siete veces según las directrices de la empresa. Un número que suponía un porcentaje irrisorio sobre el número total de repeticiones que el trabajador debía hacer. Un número que se ajustaba no en función de la dificultad de la operación, sino del número de repeticiones que cada trabajador desarrollaba en su puesto al año.

 

Imagen creada por el autor con IA.

En algún lugar entre Hong Kong y Frankfurt a 26 de abril de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/

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