El cazador de moscas (xi).

 


«La vida no es fácil», pensaba Anna Rose mientras sonría viendo cómo Mary limpiaba a Jeremy. La guerra había acabado hacía algo más de un año. No tenían noticias de Robert. Nadie sabía nada. No habían recibido ninguna carta que anunciase su muerte, cosa desgraciadamente habitual entre aquellos que se enrolaron en el ejército para ir a Europa, pero tampoco él había regresado, de modo que Mary y ella vivían en cierta tranquilidad y con moderada felicidad. Toda la felicidad que se puede lograr en un pequeño pueblo que a duras penas entiende que dos mujeres vivan juntas con un hijo de origen incierto y teniendo una de ellas un marido que, brutalidades aparte y brutalidades comprensibles en un entorno que no espera otra respuesta para sobrevivir que la brutalidad, había, según era el pensamiento hecho palabra indiscreta por los habitantes, dado su vida por su país. Nadie las miraba directamente mal, pero todos pensaban mal de ellas. Solo el padre John hacía campaña abierta contra ellas acusándolas públicamente, pero sin atreverse a nombrarlas, de ser pecadoras y estar condenadas y lo que era peor, acusándolas, como si de un par de brujas de épocas remotas se tratase, de traer y atraer la calamidad a aquel pequeño pueblo.

 

«La vida no es fácil» se repetía sin poder borrar la sonrisa de su rostro; Anna Rose acababa de enterarse hacía escasamente unos días de que con la ratificación de la Enmienda XVIII a la Constitución de los Estados Unidos se había impuesto la Ley Seca, que meses después, en octubre de 1920, se aprobaría como la ley Volstead. Esa noticia era terrible para ellas puesto que sabía que su cantina era lo único por lo que aún no se habían marchado de aquel lugar. Ganaban dinero suficiente para poder vivir con cierta dignidad y ese dinero provenía de la venta de alcohol a los lugareños. La noticia se la había dado Jennifer Apples, acólita del padre John y probablemente la persona que más odiaba a Anna Rose en todo el pueblo. Se acercó al local de Anna Rose. Entró y sin saludar, cosa que no sorprendió a Anna Rose, sencillamente le espetó que tendría que cerrar porque ya no podría seguir vendiendo su veneno. Después sin esperar ni un segundo, se dio la vuelta y se marchó. No miró a Anna Rose ni un segundo. Anna Rose no entendió muy bien lo que quería decir, pero es cierto que venía oyéndose desde hacía algún tiempo que el gobierno estaba pensando en tomar medidas contra el alcohol por los problemas que decían que causaba. De hecho, el Congreso había aprobado hacía algún tiempo una resolución en favor de la aprobación de la Enmienda. La ley seca supuso la prohibición de la fabricación, venta o transporte de licores embriagantes dentro de los Estados Unidos y de todos los territorios sometidos a su jurisdicción, así como su importación a los mismos. De facto provocaba el cierre de establecimientos como el de Anna Rose. Al cabo de un instante, Jennifer Apples regresó para decirle que el vino sagrado de la iglesia estaba al margen de los designios de los hombres… Volvió a marcharse sin más. Anna Rose entró en su casa y se quedó mirando a Mary.

 

Anna Rose abrazó a Mary por la espalda. Mary soltó por un instante a Jeremy y sujetó con sus brazos los de Anna Rose. Se estrecharon. Se acercaron. Mary besó las manos de Anna Rose.

 

—Regreso un momento —le dijo a Mary sin explicarle el motivo de las lágrimas que se le escapaban de sus ojos y manteniendo como buenamente pudo la templanza de la voz.

 

Mary asintió sin mirarla y siguió atendiendo a Jeremy.

 

Anna Rose entró en la cantina. Se sentó en uno de los bancos de la barra y rompió a llorar. Se puso las palmas de las manos sobre su rostro y notó como se le mojaban. Se sorbió la nariz. Respiró profundamente y pensó que nadie lograría acabar con ella. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para proteger a Mary y a Jeremy. Sabía que lo haría. No le cabía ninguna duda. Guardó las botellas que tenía en una caja de madera, la rellenó con algunos trapos y paja, y la tapó con un tablero sobre el que clavó unos clavos para asegurarlo. Extrajo con el martillo algunos tableros del suelo y abrió un hueco que le permitió esconder la caja. La depositó dentro y recolocó los tableros. Pisó sobre ellos para comprobar si podía apreciarse algo y comprobó satisfecha el buen trabajo que había hecho. Regresó con Mary. 

 

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Beijín a 20 de abril de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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