Era un señor mayor, viejo; pensé, sin tener la certeza, que era un borracho. Hacerlo me sorprendió, no entendí por qué me había venido ese pensamiento. Todos me miraron a mí. No dijeron nada y, al instante miraron al señor mayor. Estaba vestido de forma andrajosa, tal vez por eso, quise consolarme, había pensado que estaba bebido. Desde luego parecía un pobre pordiosero que podrían haber cogido de debajo de algún puente o, puede que de algún portal de un banco del centro de la ciudad. Hacía rato que no sabía qué hora era, pero intuía que era de noche. Me tranquilicé. Tampoco tenía motivos para estar preocupado, me dije. Necesitaba saber qué narices estaba pasando allí, pero no parecía que nadie fuese a hablar. Finalmente me decidí:
—¿Qué es todo esto? —pregunté
entre asustado e indignado—. A qué viene este espectáculo tan absurdo.
La voz me temblaba, yo lo notaba,
pero no sabía si los que estaban allí lo percibían así. Imagino que mis
esperanzas eran vanas pues algunos rostros se reían claramente. No sé si de mí
o del señor frente al que me habían puesto, pero, desde luego, no hacían nada
por disimular la risa. La gente puede llegar a ser muy cruel, eso era algo que
yo había aprendido en mis pocos —aunque a mí por aquel entonces me parecían
muchos— años de vida, básicamente porque lo había sufrido en mis carnes. Así
que aquello que tenía ante mí, por muy asustado que estuviese y nublado que tuviese
el entendimiento, sabía que iba a terminar mal. No tenía claro quién sería el
perjudicado, pero era seguro que algo no muy bueno iba a ocurrir. Y sería en
breve porque en aquel instante se abrió una puerta mientras yo estaba sumido en
absurdas reflexiones sobre el bien y el mal, más bien sobre el mal que había
sufrido, o que yo creía que había sufrido, en mi vida. Yo no vi quien había
entrado, pero el tenso silencio que nos rodeaba se estiró aún más y sentí cómo
tras mí un halo de frío me llegaba a la espalda. Quise girarme para mirar, pero
no me atreví. De repente sentí una mano sobre mi hombro derecho que me erizó la
piel. Cuando iba a girarme, lleno de un valor que no sé de dónde salía, escuché
su voz.
—Entonces este es el candidato,
¿no?
Reconocí la voz, juro que la
reconocí. Aún no le había visto la cara, pero sabía quién era ese hombre. No tenía
ninguna duda. Puede parecer extraño, pero reconocí su voz, a pesar de los años
que habían transcurrido. Por mi mente pasaron unas imágenes que mi cerebro quería
haber olvidado, pero que mi subconsciente recuperaba para mí en aquel instante
con toda la crueldad de la que era capaz. «No, no puede ser él», me decía a mí
mismo, a pesar de que estaba seguro de que sí lo era. Giró y se colocó frente a
mí. Creo que me meé encima cuando le vi los ojos. Habían pasado…, cuántos, diez,
quince años. La noción del tiempo se había esfumado para mí. Por un momento me
pareció saborear la sangre chorreando por mis labios de aquel día lluvioso, así
lo recordaba en el que me golpearon entre dos hombres y un chico quiso ayudarme.
Me preguntó mi nombre, pero estaba absolutamente paralizado, aterrorizado. Se
que balbuceé algo porque el hombre me miró extrañado, pero sonrió. Él no me
reconoció. De eso estaba seguro, como también sabía que su hijo no me había
reconocido tampoco. Yo no era más que una mota de polvo que en un momento
concreto se había posado en el zapato de cada uno de ellos. ¿Quién recuerda una
mota de polvo en un zapato?
Él se acercó y me susurró al oído:
«Eres tú o él, hijo…». Luego se alejó y pidió que todos se colocasen en la
pared. Me había llamado hijo, por un momento dudé si realmente era mi padre.
—Apartaos, apartaos —se dirigió a
todos los allí presentes entre lo que estaba su hijo, su verdadero hijo—, el
espectáculo va a comenzar.
Los muchachos que me rodeaban se
echaron a un lado y pude comprobar que aquel lugar era una suerte de ring en el
que el suelo estaba lleno de sangre reseca. El olor, pude percibirlo por
primera vez era hediondo, me pareció una mezcla de sudor y orina asqueroso.
Tanto que sufrí una arcada, pero en ese momento se abalanzó sobre mí aquel
vagabundo. Me empujó y casi me tiró al suelo. Evidentemente no esperaba el
embiste, pero aquel hombrecillo apenas tenía fuerza y mantuve el equilibrio dando
un paso atrás. La gente vociferó. No entendía muy bien de qué iba aquello, pero
esquivé fácilmente un segundo embiste.
—¿Se puede saber qué narices está
haciendo? —Le pregunté al hombre.
No me contestó y de nuevo se
abalanzó sobre mí y de nuevo lo esquivé.
Parecía que la gente se impacientaba.
Vi como padre e hijo se susurraban algo al oído. El hijo asintió sonriendo. El
padre mostró un rostro satisfecho. Se acercó a mí mientras unos cuantos
sujetaban con facilidad al mendigo. Me tendió un cuchillo y al principio no
supe qué hacer, pero enseguida entendí la frase que me había dicho
anteriormente y resonó en mi cerebro: «Eres tú o él». Soltaron al hombrecillo y
se lanzó sobre mí. Cogí el cuchillo y con una rapidez inusitada en mí le
esquivé y le asesté una puñalada. No sé dónde le di, pero sentí la oposición de
la carne o de los huesos o de ambas cosas y vi las primeras gotas de sangre
derramándose del costado de aquel pobre señor. Él no tenía ningún arma. La
gente vitoreó. El hombre se palpó la zona en la que le había pinchado y
contrajo el rostro de dolor. Retiró la mano y en la penumbra de aquel infame
lugar la sangre que manchó su palma, su propia sangre, se vio en color negro.
Al cabo de un instante se
arrodilló implorando ayuda. Nadie le hizo caso. Todos se dirigieron a mí gritando
mi nombre. El cuchillo se me cayó de la mano.
Imagen creada por el autor con IA.
Entre Los Ángeles y Sacramento a 14 de abril de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera