Esa era
la frase más repetida aquella tarde de abril de 1917 en el bar de Anna Rose. Todos
la decían pidiendo otra ronda más a la mujer. Algunos lo hacían para celebrarlo,
otros para ahogar la angustia que suponía la posibilidad de ser llamado a
filas. Aunque era una noticia que todo el mundo asumía como cierta desde hacía
tiempo, la revelación supuso una explosión de júbilo en general. La presión
popular, a consecuencia de las noticas que la prensa publicaba acerca de los
ataques de los submarinos alemanes y la intercepción del telegrama Zimmermann
con el que Alemania a través de su ministro de asuntos exteriores alemán,
Arthur Zimmermann, pretendía aliarse con México para facilitar una invasión
desde el suroeste de Estados Unidos que venía conteniendo los ataques del
revolucionario Pancho Villa, terminó por provocar lo inevitable: los Estados Unidos
irían a la guerra.
Anna
Rose asentía con la
cabeza. Estaba ocupada colocando los vasos después de secarlos con un trapo que
cuelga de su cintura. El incipiente calor anunciaba una primavera calurosa al este
de Nevada. El pequeño pueblo vivía su vida como si nada hubiera pasado, como si
nada fuera a pasar. La noticia de la declaración de guerra había llegado como
llegan todas las noticias. Un cable se filtra de un lugar a otro y algún
comerciante lector empedernido de diarios la suelta mientras toma un güisqui en
la barra de un bar. Unos la oyen otros, otros la difunden. Los términos son confusos.
Se dice que mandarán un millón de soldados a Francia. Se dice que muchos
morirán. Se dice que la Gran Guerra terminará gracias a ellos. Se dice que es
la única forma de poner fin a una guerra que va para casi tres años y en la que
han perecido millones de personas. Se dice que Europa entera está ardiendo. Se
dice que nadie regresará. Se dicen muchas cosas, pero pocas de esas cosas que
se dicen le importan de verdad a Anna Rose. Mary y ella viven juntas desde hace
varios meses. Desde que Robert se marchó al ejército. Mary no quiso regresar a su
casa. Ambas cuidan al pequeño Jeremy. Se quieren. Se quieren a su manera. Se esconden.
A veces se acarician. A veces se besan. Siempre que pueden se abrazan. Disimulan.
La gente habla: dos mujeres viviendo juntas en un pueblo tan pequeño es algo
difícil de ocultar. En el bar nadie le pregunta a Anna Rose. Las mujeres de los
parroquianos asiduos al bar les piden a sus maridos que lo hagan. Ellas no
conocen a Anna Rose. Ellos no se atreven a preguntar. Ellas malmeten contra
Anna Rose, pero ella es la dueña del bar. Mary no aparece nunca por allí,
aunque está al otro lado de la puerta. Se dedica a cuidar a Jeremy. Mary quiso
bautizar al niño, pero el padre John no lo permitió. Le dijo que en su iglesia
no se bautizaría a un niño mestizo cuidado por una puta lesbiana. Mary lloró
desconsolada, quería que llevase su apellido: Parson. Aún guardaba el papel en
el que estaba escrito el nombre del niño: Jeremy Rodrigues. Mary ya podía
leerlo. Anna Rose le estaba enseñando a leer y a escribir. Pasaban las mañanas
practicando. Mary era una chica inteligente y Anna Rose no era mala profesora.
Era paciente con Mary y Mary muy aplicada. Cuando Anna Rose se iba al bar al
atardecer, Mary intentaba leer alguno de los libros que Anna Rose tenía.
También practicaba algo de escritura. Avanzaba rápido y eso la alegraba. Anna Rose
se sentía orgullosa de Mary.
Anna
Rose fue a hablar con el padre John en cuanto Mary le dijo que se había negado
a bautizar al niño. Para Anna Rose ese niño era tan suyo como de Mary. Lo quería.
Lo quería como solo una madre puede querer a un niño. Lo quería como Mary lo
quería. Anna Rose no era creyente. Le importaba una mierda que el niño
estuviese o no bautizado, pero no toleraba que nadie insultase a Mary. Nada más
entrar en la iglesia para enfrentarse al padre John supo que Jeremy no se
bautizaría allí, pero no iba a dejar estar aquel agravio contra Mary. El olor
que percibió al entrar fue terrible. No era el incienso, no eran las velas de
los candelabros. Allí olía a maldad. Una mujer salió a su encuentro
preguntándole qué hacía allí. «Vengo a la casa de Dios que es la casa de
todos», respondió Anna Rose. «Esta no es tu casa», le dijo la mujer. «No eres
tú quien decide a quién pertenece esta casa. Quiero hablar con el pastor. Quiero
hablar con John». La mujer le dijo que no estaba, que llegaría más tarde, que
no podría atenderla, que se acercase el domingo a hablar con él si eso era lo
que quería. John estaba en una de las dependencias de la iglesia. No quería hablar
con Anna Rose. Estaba escuchando la conversación. Anna Rose subió el tono.
Intuía que el padre estaba allí. «No volverás a verla», le dijo a la mujer
dirigiéndose al padre John, «no volverás a verla nunca». Mary había sido bautizada
en aquella iglesia. De todos era sabido que el padre John era muy cariñoso con
las niñas. Todo el mundo lo sabía, todo el mundo sabía que con algunas era más
cariñoso que con otras. Con Mary había sido muy cariñoso cuando ella no era más
que una chiquilla. Mary, asustada tras las muestras de cariño que tuvo con ella
un día el cura, se lo dijo a su madre, esta la silenció, le dijo que eran tonterías
suyas y le pidió que no se lo contara a su padre. Así fue. Anna Rose se enteró
cuando Mary, en una conversación de las que tienen las personas que se aman, se
lo dijo. Anna Rose montó en cólera y quiso ir a ver al padre John, pero Mary se
lo impidió. Le rogó que no lo hiciera, le dijo que ya había pasado mucho tiempo,
que casi no se acordaba y que no merecía la pena. Anna Rose se contuvo como
pudo, pero desde entonces no había dejado de pensar en ello. No estaba dispuesta
a olvidarlo. No quería que ninguna niña pasase por lo que Mary y otras habían
pasado. El padre John siempre había sido para Mary un ser repugnante. No sabía
por qué, pero esa era la sensación que tenía cada vez que lo veía o que oía
hablar de él. Estaba en lo cierto.
Anna
Rose salió de la iglesia, pero esperó, esperó y esperó. Finalmente su paciencia
tuvo éxito y el padre John. Anna Rose lo abordó. El padre John era pequeño, pequeño
y viejo. Cuando Anna Rose se acercó a él reconoció el olor. Le sujetó por el
hombro.
—Tu
iglesia huele a ti… o tal vez eres tú el que huele a tu iglesia, —le dijo Anna
Rose.
El
padre intentó desembarazarse de ella removiéndose y procuró acelerar el paso.
Anna Rose lo retuvo.
—Nunca,
nunca más lo vuelvas a hacer. Te estaré vigilando, prometo que te vigilaré. Y si
vuelves a hacerlo te arrepentirás. Te lo aseguro.
Anna Rose lo soltó y se marchó dándole la espalda. El padre
John estaba sudando. Sendos cercos de sudor bajo las axilas estaban
apareciendo. Había sentido miedo. Él, pecador consumado y ferviente creyente para
ganarse el perdón de Dios había sido amenazado por una mujer y había sentido
miedo. Por primera vez en su vida había sentido miedo.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 7 de abril de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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