Diario de un viaje no emprendido (xi).


No sabía dónde estaba cuando desperté. Por un momento pensé que estaba muerto. Y tal vez hubiera sido lo mejor. Seguramente entonces se habrían acabado mis problemas. O tal vez mis problemas habrían desaparecido para mí, aunque tuviera que dar cuenta de ellos ante alguna suerte de dios todopoderoso y vengativo o misericordioso que hubiese determinado mi destino en la eternidad. No creo en dios. Al menos no creo en un dios material, en un dios que exista, pero, sin embargo, durante toda mi vida, ha habido un dios en mi mente, dentro de mí, más o menos presente según lo necesitaba para soportar mi existencia. Era un dios imaginario, pero necesario para que mi vida tuviera sentido. Siempre que lo necesité recurrí a él y siempre estuvo allí, no podía ser menos porque era mi invención, era mío. Tal vez si hubiera muerto, ese dios que existía en mí se me hubiese aparecido y me hubiera exigido saldar mis cuentas. No lo sé. En realidad, no estaba muerto, aunque en aquel momento ese era mi deseo.


Sentí que la cama en la que estaba tumbado era cómoda, más cómoda que ninguna otra cama que recordase. Desde luego, mucho más cómoda que todas mis otras camas. La habitación era blanca y por eso supuse que era un hospital, aunque también pensé que bien podría tratarse de una institución psiquiátrica o algo parecido porque mis recuerdos, que retornaban borrosos, se iban esclareciendo y no me hubiese extrañado que tras aquella escena dantesca en la que había asesinado a un hombre —¿había ocurrido eso de verdad?, ya no estaba seguro— hubiese terminado loco. Tampoco la locura habría sido mala solución. No puedo saber cómo funciona la mente de un loco, pero no creo que predomine la razón que era precisamente lo que me estaba torturando y haciéndome sentir culpable. En fin, al parecer tampoco estaba loco. Al cabo de un instante, cuando mis ojos se acostumbraron a la luz que penetraba desde el exterior a través del gran ventanal pude ver con detalle la habitación. Sí, definitivamente predominaba el blanco, pero descarté la posibilidad de que se tratase de ningún centro sanitario. Había ropa colgada en la percha de la entrada y no era mía, algunos libros en el escritorio, una silla con cojines de colores, incluso a mi derecha pude ver una mesilla con un vaso de agua y un par de libros cuyos títulos no alcanzaba a enfocar, una serie de detalles que le daban a aquella habitación cierta personalidad que no encajaba en una habitación médica. 


Quise incorporarme, pero mi cuerpo se resintió y el esfuerzo me pasó factura… Me dejé caer de nuevo sobre el colchón, dolorido. No entendía muy bien de dónde podía proceder ese dolor que me inmovilizaba porque, hasta donde podía recordar no sufrí golpes fuertes el día anterior. Bueno, en realidad, no sabía si aquella terrible aventura había ocurrido el día anterior. Por primera vez desde que me desperté era consciente de mi desconocimiento temporal. En realidad, no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde aquella aciaga noche. Por un instante pensé que tal vez habían transcurrido años, que me había pasado media vida tumbado en la cama en una suerte de coma infausto que me habría alejado de la realidad que estaba viviendo años antes y que ahora todo sería completamente distinto. Entonces me miré las manos. Eran las mías, las últimas que recordaba, y no había arrugas o manchas de envejecimiento. No debía haber transcurrido tanto tiempo. Hice otro esfuerzo por levantarme y me incorporé contra el cabecero de la cama. Coloqué la almohada para que el tablero no me hiciese daño y pude sentarme. Nuevamente un dolor agudo me recorrió todo el cuerpo, sin embargo, en cierto modo, me encontraba a gusto. La ventana estaba abierta y las cortinas se movían acompasadas a los golpes de aire que penetraban en el dormitorio. El aire fresco me llegaba. Tenía la sensación de estar en el campo. Olía a campo. No es que yo hubiese estado muchas veces en el campo, pero tenía algún recuerdo de mi infancia en el que, con mis padres, había ido a pasar el día en plena naturaleza. Era un olor inconfundible para mí y en aquel momento pude revivirlo. Por un instante me sentí feliz. Estaba tranquilo, aunque en lo más profundo de mi mente sabía que se había abierto una herida difícilmente suturable.


Me levanté. Me acerqué a la ventana y me asomé. Solo se veía campo. Me encantó la imagen. Me miré y comprobé que tenía un pijama blanco. También blanco, como todo lo que me rodeaba a excepción del verde de la campiña que tenía ante mí. De repente me di cuenta de que necesitaba ir al servicio. En la habitación había dos puertas. Supuse, no sé muy bien por qué, que una estaría cerrada y la otra sería la del cuarto de baño. Acerté. Intenté abrir una de las puertas, pero no fui capaz. Entonces tome consciencia de que estaba encerrado. Recordé la imagen del campo que acababa de contemplar sin tener necesidad de regresar a la ventana y recuperé la sensación de estar en una planta elevada. No podía saltar y escapar. Tampoco sabía si eso era lo que quería hacer. Ni tan siquiera estaba seguro de por qué estaba encerrado. Abrí la otra puerta y allí estaba el cuarto de baño. También blanco. Meé y me sentí aliviado. Me lavé las manos. Me las sequé con la toalla blanca. Decidí ducharme cuando percibí que no olía especialmente bien. Era sudor y algo más, un olor extraño irreconocible para mí. Me miré al espejo. Tenía la cara hinchada y algunas manchas de sangre reseca que manchaban mi rostro. Ese debía ser el olor, supuse. El olor a muerte, pensé. Me desnudé. Me miré nuevamente en el espejo. Tenía algunas magulladuras. No recordaba si eran consecuencia de la pelea. Estaba muy delgado. Mis huesos se marcaban dejando entrever surcos de piel entre ellos. Recordé la imagen del pobre señor al que había matado. Mi aspecto no era, digamos, muy agradable. Cerré los ojos y me metí en la ducha. Abrí el grifo. El agua salió caliente al instante. Me quemaba, pero aguanté. Dejé que todo mi cuerpo se mojase. Me miré los pies y un surco marrón oscuro se formó alrededor. Entonces comencé a llorar.



Imagen creada por el autor con IA. 

En Mérida a 6 de junio de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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