El destino no tiene ni idea.

 


—Olvídalo…, olvídalo, te digo que lo olvides.

 

Estaban sentados en sillas enfrentadas alrededor de una mesa pequeña. Había un vaso de cristal con restos de hielo y algo de líquido y una taza no humeante. Llevaban un buen rato ahí. Tranquilos en apariencia, recostados en sus sillas, hablando de cuestiones nimias, también en apariencia. Me llamó la atención la vehemencia con la que uno de ellos comenzó a exponer sus ideas. Eran dos chicos jóvenes, amigos probablemente, tal vez compañeros de clase, puede que incluso fuesen pareja. Quién sabe. Podía oír lo que decían porque estaban muy cerca de mi mesa. Al lado. La cafetería estaba casi vacía y no había ruido alguno. Era temprano. Yo me disponía a ir al trabajo y había parado para mi desayuno donde siempre. Conocía a la camarera y no tuve que pedirle nada. La saludé y me sirvió al cabo de un instante. Era un día cualquiera, no muy diferente de mañana y demasiado parecido a ayer. Ellos, pensé, venían de fiesta. Era un prejuicio más, solo eso. No les veía la cara a los dos. Solo a uno: el que no habló durante todo el rato que estuve compartiendo con ellos sus pensamientos. Los míos se habían evaporado hacía rato. Su voz me resultó curiosa y presté atención. La sala no estaba muy bien iluminada. El sol apenas había hecho acto de presencia y las luces —tal vez el dueño quería ahorrar— no estaban encendidas. La camarera —me doy cuenta de que es increíble que no sepa aún como se llama— no se atrevía a encenderlas o puede que no supiera hacerlo. Yo tenía un libro delante. Leía con cierta dificultad, pero por alguna extraña razón no me decidí a pedir que las encendiera. No era vergüenza, al fin y al cabo ya hay cierta confianza con ella. Puede que fuese desidia o dejadez o pereza o aburrimiento o apatía… nada bueno. Ahora, en realidad, eso da igual porque he dejado de leer y me concentro en escuchar lo que dicen los dos chicos.

 

—Mira, creo que lo mejor es que no volvamos a vernos. Ya te he dicho que lo dejes mil veces y hoy va a ser la última vez.

 

Noté que había bajado algo el tono en la última frase.

 

—No sé qué narices me pasó para que me convencieras. La verdad es que no lo sé, todo ha sido una gilipollez. Menudo imbécil soy, menudo cabrón eres. Esto se termina aquí y ahora.

 

El chico al que no veía la cara se remueve ligeramente en su asiento. Me parece que se apoltronaba, aunque su gesto no me cuadra con el tono de la conversación. El otro, con unos ojos azules de una profundidad abisal, no se inmuta. Permanece hierático como una de aquellas esculturas griegas de la época arcaica. ¿Cuál era el nombre que se le daba a aquellos atletas vencedores? Me cuesta recordar los nombres griegos. Ah, sí, “kuroi”. Pues eso, parece un “kuros” griego. Siempre pensé que estas esculturas estarían pintadas y que los ojos serían de color azul. El mismo azul que tenía el chaval que escuchaba a su compañero frente a mí. Con esos ojos no le hace falta hablar. La verdad es que no sé si le está prestando atención. Es difícil determinarlo sin ver el rostro que tiene enfrente. Coge el vaso de cristal y se lo lleva a la boca. Se remoja los labios. No hay líquido para más. Deja el vaso sobre la mesa y lo mueve ligeramente para llevarlo a la misma posición que tenía antes de cogerlo. Lo sé porque veo que lo ajusta a la mancha de condensación que hay sobre la mesa lacada. Debe ser una manía. Hace no mucho, mientras aún quería concentrarme en mi lectura, me pareció ver que hacía lo mismo.

 

—Sabes que llevo razón, lo sabes perfectamente. No creo que puedas pensar ni por un momento que lo que te cuento es una exageración. Debes ser gilipollas si piensas que aún no me he dado cuenta de lo que me has hecho, de lo que quieres que haga…

 

»Lo has hecho muy mal. Lo sabes, aunque no lo reconozcas. Y sé que no lo vas a reconocer. Eres así, siempre lo has sido y siempre lo serás. Al menos podrás entender que me sienta mal, ¿verdad? O ni siquiera eres capaz de eso.

 

Un silencio se hace entre ellos. El chico cuyo rostro veo no parece incómodo, pero a mí se me hace demasiado larga la pausa. El otro chico retoma la conversación, el monólogo más bien:

 

—En algún momento pensaste que podrías hacerme daño. Y si lo pensaste, ¿decidiste seguir? Ya sé que te importo una mierda, pero, joder, tío… Has sido un hijo de puta.

 

Parece que se atraganta, tal vez es la emoción. No lo sé, sigo sin verle de frente, a pesar de que por un instante ha mirado hacia su izquierda y he podido intuir ligeramente su perfil. Por un instante pienso en levantarme, ir al servicio, dejar pasar unos segundos y asegurarme, al volver, de mirarle bien el rostro. Debo hacerlo fijamente para impregnarme con todos los matices que pueda de su cara. No estoy seguro, me da un poco de vergüenza, pero creo que la curiosidad me va a vencer, aunque tengo la sensación de estar entrometiéndome demasiado. En cualquier caso, ellos no parecen prestarme ninguna atención, más que ellos, el chaval de ojos azules que es el único que puede verme. Me decido. Me levanto. Me dirijo al baño. Aprovecho para lavarme las manos. Utilizo algo de papel para secármelas. No me gustan los secadores automáticos, hacen mucho ruido. Cuando no tengo alternativa y los usos, aprieto las mandíbulas para evitar que el ruido me moleste. Entonces me miro las manos y veo como la piel se va amoldando al aire a presión que sale del tubo del secador. Las muevo y la piel se mueve acompasada. Ya tengo las manos secas. Ya han pasado esos segundos. El baño es pequeño, pero está limpio. Es uno de los motivos por los que vengo a esta cafetería. En la zona hay muchas otras, la mayor parte de ellas tienen las luces encendidas a estas horas, pero esta tiene el baño limpio. Abro la puerta y salgo al vestíbulo de los aseos, lo atravieso. Salgo a la sala y miro la mesa en la que estaban los chicos sentados. Está vacía. Se han marchado. El vaso de cristal ya no tiene nada de hielo. Y la taza no humeante sigue en el mismo sitio. Me acerco a mi mesa y me siento en la silla de escay que aún está caliente. Llamo a la camarera y le pido la cuenta. Me la trae. La pago. Dejo una ridícula propina en el plato de la vuelta. La saludo. Me marcho.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 10 de marzo de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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