El cazador de moscas (xii).


No había muchas ciudades cercanas al pueblo en el que vivían Anna Rose y Mary. Era un pueblo pequeño, con pocos habitantes, todos agricultores con tierras que explotaban con gran esfuerzo sacando un dinero suficiente para subsistir y poder olvidar sus males en la cantina de forma ocasional. La ley seca no fue bien acogida por los hombres. Las mujeres, sin embargo, aunque en general no se pronunciaron abiertamente, estaban contentas. Hubo muchos cambios. Los hombres, además de acompañar a sus mujeres a misa el domingo como era costumbre, comenzaron a comulgar a la vista de que el padre John había comenzado a mojar en vino las hostias que ofrecía a los feligreses. El vino sí podía ser usado para la eucaristía durante la Ley Seca. El padre John estaba contento porque su iglesia estaba llena como nunca, pero, sobre todo, porque todos tomaban el cuerpo de cristo. Estaba convencido de estar salvando vidas, en especial la suya como pastor de aquel rebaño hasta entonces descarrilado para él. Era consciente de que de vez en cuando desaparecía algo de vino, pero cómo iba a culpar a nadie cuando él mismo acudía al divino líquido para ahogar sus penas. No sabía quién era, tampoco le importaba mientras que fuesen cantidades pequeñas. Y eran cantidades pequeñas que incluso pasaban desapercibidas para Jennifer Apples, la incansable acólita que velaba por las almas de todos los habitantes del pueblo que cumplían con los preceptos cristianos y que condenaría al infierno a todos los pecadores.

 

Anna Rose venía adquiriendo sus pequeñas cantidades de alcohol de la ciudad. Era alcohol de contrabando que obtenía en el mercado negro. Anna Rose era valiente. Tal vez demasiado y eso a veces la llevaba a tomar actitudes un tanto temerarias, pero no había muchas cosas que pudieran intimidarla. Iba casi todas las semanas y recogía algunas botellas que escondía en su carro entre mantas y en cajas de madera rellenas con paja escondidas tras algunos productos que también adquiría. Anna Rose en realidad seguía haciendo lo mismo que venía haciendo desde hacía años, por eso no levantó demasiadas sospechas. En la ciudad compraba lo que necesitaba, sin embargo, ahora el precio del alcohol era muy elevado y en el pueblo había pocos hombres que pudieran permitírselo, así que compraba pocas botellas. Era mujer y eso le servía de coartada ante situaciones comprometidas y lo utilizaba con cierta frecuencia. De hecho, en alguna ocasión, cuando se producía algún encontronazo con la policía en la ciudad había insinuado simpatía por la Unión Cristiana de Mujeres por la Templanza que tanto había influido en la promoción del movimiento que propició la Ley Seca. Era algo que solo hacía allí, sabía que en el pueblo nadie la creería. Entonces ponía su cara más remilgada y refería algunos pasajes bíblicos que sabía de memoria para impresionar al agente que la había detenido y quería registrar sus pertenencias. Tras su actuación, pocas veces le preguntaban qué llevaba, pocas veces se interesaban por su carga. Anna Rose siempre salía airosa. Llegaba a su casa con el carro repleto de enseres, provisiones y las botellas. Lo descargaba con sumo cuidado con la ayuda de Mary y la mirada curiosa de Jeremy en su casa y luego ya dentro, sacaba las botellas y las escondía bajo las tablas de madera del suelo del bar, tras la barra, donde nadie, ese era su pensamiento, podría encontrarlo. Allí almacenaba el alcohol de estraperlo y de allí lo sacaba cuando algún paisano le pedía una copa. Anna Rose servía el alcohol en taza. Eran tazas de latón con las que pretendía disimular el contenido. También servía café. De hecho, había comenzado a ofrecerlo como único producto tras la prohibición. Lo acompañaba con un pedacito de bizcocho que ella misma preparaba. Al poco de la aprobación de la Ley Seca, algunas mujeres del pueblo se atrevieron a entrar en el bar y se atrevieron a pedir café, cuando supieron que eso era lo que ofrecía Anna Rose. Algunos hombres, en especial el padre John y también su acólita, Jennifer Apples, las acusaban de libertarias por su atrevimiento al entrar en un bar. Anna Rose, siempre que podía, las defendía diciendo que aquello era una cafetería y que lo que hacían era tomar café y bizcocho, y que a nadie hacían daño. Las acusaciones también caían sobre ella, pero ella no las tenía en cuenta. Siempre había sido acusada, su gran pecado era ser mujer y hacer cosas de hombres. Pero no soportaba que se entrometiesen en su trabajo y especialmente que se entrometiesen con las mujeres, y cuando le llegaba algún rumor de algún hombre que no permitía a su mujer relajarse siquiera unos minutos sentada en su bar, en su cafetería, para tomarse un café, buscaba el momento propicio para acercarse a él e insinuarle que ya no podría volver a tomar alcohol en su bar. En ese instante la prohibición a su mujer desaparecía.

 

El establecimiento de Anna Rose se convirtió en una suerte de centro comunitario de reuniones casi diario, tanto para mujeres como para hombres. Con horarios bien diferenciados, las escasas mujeres que se atrevían a entrar encontraban huecos por la mañana para acercarse y reposar durante unos instantes, charlar y cuchichear chismes de unas y otras, de unos y otros. Anna Rose las miraba desde detrás de la barra, a veces con la compañía de Mary y Jeremy, a veces sola, pero siempre sonreía. Lo hacía porque sabía que les estaba ofreciendo libertad, aunque ellas no fueran conscientes. Después, tras la comida y a media tarde cuando el cielo empezaba a oscurecer, los hombres regresaban del campo y se adueñaban del local. Anna Rose cambia su sonrisa por un rictus más serio. Los hombres habían aplacado los rumores acerca de la venta de alcohol de contrabando en el bar argumentando que si las mujeres tomaban café por la mañana por qué no iban a poder ellos tomar café por la noche. Aquello ya no era un bar, decían. Pero ellos también tenían derecho a su pequeño asueto. En realidad, prácticamente todos en el pueblo sabían, consentían y ocultaban para tranquilidad de sus consciencias que era una taberna clandestina, un “speakeasy” un tanto singular. Anna Rose servía en las mismas tazas de café de la mañana el alcohol de contrabando por la noche, pero se cuidaba mucho de evitar que ninguno de sus clientes barones se emborrachase. Era la única forma de sortear que su contrabando saliese a la luz. Anna Rose sabía que estaba en una situación delicada, sabía que en cualquier momento podría aparecer un problema, pero ahora debía ganar dinero para Mary, Jeremy y ella misma. Y las mujeres apenas dejaban algunas monedas, al margen de que el precio que les ponía era ridículo, y los hombres no querrían tomar café en su local. Anna Rose sabía que estaba en la cuerda floja, pero esa sensación la había tenido siempre, durante toda su vida.

 


Imagen creada por el autor con IA.

Entre Frankfurt y Sevilla a 26 de abril de 2024 y en Mérida el 26 de mayo de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/

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