El cazador de moscas (ii).


Robert no se despertó hasta el mediodía. La noche anterior fue dura. Al menos ese fue su pensamiento nada más abrir los ojos. Le dolía la cabeza, pero eso nunca fue un problema. Como si de un autómata se tratase, se acercó a un altillo al lado de los fuegos de la cocina, abrió la puerta destartalada y cogió una botella de güisqui. Los tablones del suelo chirriaron quejándose acompasados a su caminar. Robert era muy pesado, cuando Mary caminaba por la casa, el silencio era absoluto. Mary había aprendido a caminar sin hacer ruido. Robert quitó el tapón y se echó un trago a la garganta. Aún le dolía la cabeza. El alcohol no produjo ninguna reacción en él. Era como agua. Tenía las botas puestas. Se sentó en el diván, también destartalado, en el que había pasado la noche, que no era más que cuatro o cinco tablas apuntaladas con forma de camastro con una manta recia tapándolas, y se descalzó. Los calcetines que aparecieron estaban llenos de remiendos. El olor le echó atrás y le provocó una arcada. Algo que el alcohol no conseguía. Gritó «¡Mary!» y esperó unos segundos. Sus ojos se llenaron de ira al no escuchar respuesta. No sabía qué hora era. Volvió a gritar, pero esta vez con menos fuerza, como si en realidad estuviese intentando que no le oyese. Y lo repitió una tercera vez. Entonces se levantó. Su rostro se había torcido, pero una muesca sardónica apareció en sus labios. «Mary» dijo de nuevo en un tono normal, «¿dónde está la comida?». Mary había salido. Se había llevado al niño en brazos. Nunca se le hubiera ocurrido dejarlo en casa solo con su marido. Mary había dejado unas gachas preparadas en el fuego. Esa era la comida habitual que en ocasiones acompañaba con alguna pieza de caza menor que Robert trapicheaba a cambio de alguna chapuza que le encargaban de vez en cuando más por piedad que por necesidad. Robert no vio o no quiso ver la cazuela con la comida preparada. Desde luego no la olió. Hacía tiempo que había perdido el sentido del olfato en una de las muchas peleas que provocaba a horas intempestivas en el bar del pueblo. Mary también recibió una paliza al día siguiente porque Robert se quejó de que la comida no olía a nada. Robert estaba acostumbrado a que la comida estuviese puesta en la mesa para cuando él quisiera comer. No concebía tener que servírsela él mismo. Probablemente no habría sabido encontrar un plato, un cubierto o cualquier utensilio para servirla. Mary lo sabía, pero la aparición del niño había provocado que descuidase esos detalles que día a día la salvaban de alguna que otra paliza. Robert se calzó las botas y buscó a Mary en el dormitorio que era la única otra habitación que había en la casa. No estaba. Salió de la casa y se dirigió al excusado que estaba en una suerte de jardín trasero, tan ruinoso como el resto de la casa, pensando que la encontraría allí haciendo sus necesidades. Su mente proyectó una imagen de Mary meando y a él cogiéndola de los pelos y arrastrándola hacia la casa. Eso le produjo cierta excitación. Nunca la pegaba fuera de casa. Él no era consciente de eso, pero Mary sí se había dado cuenta e intentaba ausentarse todo lo que podía, pero también sabía que no estar allí cuando él la requería acumulaba odio en Robert. En esta ocasión Mary no había actuado para salvaguardar su integridad y su dignidad. Ambas estaban perdidas desde hacía mucho tiempo. Mary había salido porque quería encontrar cosas para el bebé. Había decidido quedárselo. En lo más profundo de su ser sabía que aquello era una locura con Robert a su lado. La realidad es que no tenía ni idea de cuál sería su reacción con el niño, sin embargo, sí sabía qué le pasaría a ella. En cualquier caso, estaba decidida a quedárselo y a protegerlo con su vida. No se le pasó por la cabeza qué sería del niño si ella moría. 


Mary había ido a ver a Anna Rose, era su única amiga. Era una mujer soltera, la única que vivía en el pueblo y regentaba el bar, el único que había en el pueblo. Ese era el único motivo por el que Anna Rose seguía allí: el bar, su bar. Había pertenecido a su madre que lo administró desde que su padre falleció cuando ella era una chiquilla. Anna Rose no sabía hacer otra cosa. Lo había aprendido todo de su madre y comenzó a trabajar con ella desde muy pequeña sirviendo la bebida a los clientes con una bandejita minúscula para que no le pesasen demasiado las copas. Anna Rose era fuerte, muy fuerte, había que serlo para poder dirigir un bar al que solo iban hombres y cuyo único deseo era emborracharse y desahogarse de las miserias que les rodeaban. Sin embargo, no era muy grande, más bien pequeña y de aspecto delicado. Su piel era sumamente blanca y su pelo rubio casi parecía cano. Mary la admiraba. Anna Rose sentía pena por ella. En cualquier caso, eran algo parecido a amigas. No se juntaban para tomar café y contarse sus inquietudes y preocupaciones. Más bien Anna Rose intentaba insuflarle a Mary algo de ánimo para que sobreviviese. Comprendía perfectamente la situación que vivía Mary y procuraba hacerle ver que debía tener mucho cuidado con su marido. Por supuesto, nunca la animó a enfrentarse a él, más bien intentaba darle algún que otro consejo para sobrellevar mejor su martirio. Anna Rose pensaba que cualquier día alguien entraría por la puerta para decirle que Mary había muerto. No le dirían el motivo, pero ella lo sabría. Para Robert, Mary no valía más que algún perro pordiosero de los que merodeaban el pueblo. Pero para Anna Rose, Mary era una mujer que había sufrido lo indecible de forma inmerecida y estaba dispuesta a ayudarla. De hecho, en alguna ocasión había amenazado a Robert con no servirle bebida si golpeaba de nuevo a su mujer. Él se reía a carcajadas, aunque en el fondo había cierto temor en su reacción. «Entonces tendré que comprar más botellas en el economato y dejaré de verte», le decía guiñándole un ojo. Anna Rose cedía y le invitaba a una copa a condición de que jurase no volver a pegar a Mary. Robert respondía riéndose que él no era un animal y que no la pegaba si no había algún motivo. Cuando Anna Rose vio entrar a Mary por la puerta con el niño en brazos se le heló el corazón.



Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 22 de octubre de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/