Diario de un viaje no emprendido (xiii).


Cuando terminé de vestirme solo tuve que ir hacia la puerta y abrirla. Ya no estaba cerrada. Salí y bajé las escaleras. Eran enormes. Me parecieron enormes. Me recordaban a esas escaleras que aparecían en las películas antiguas en blanco y negro. Esas que tenían un gran corredor en la parte superior y una barandilla con un pasamanos de madera. A mi mente llegaron las imágenes de algunas películas —por supuesto, no recordaba sus títulos— en las que varios niños se lanzaban escaleras abajo subidos en el pasamanos. También recordé algunas películas en las que ciertos personajes caían escaleras abajo empujados o apuñalados. Creo que algunas de las imágenes sencillamente me las inventé. Comencé a bajar las escaleras. Al final se podía ver un gran vestíbulo. Supuse que era la entrada. Unas enormes puertas con vidrieras coloreadas ofrecían un maravilloso espectáculo de luz sobre la tarima de madera del suelo. No podía dejar de mirar el extraño arco iris que cambiaba con cada peldaño que bajaba. Había muebles por todos lados, todos de madera, pero no tuve la sensación de que aquel espacio estuviera recargado o de que fuera demasiado opulento. Era sencillo, pero elegante. Pensé: «Ojalá supiera algo más de todo esto para poder disfrutarlo como debiera». Esa era la sensación que tenía, me encontraba abrumado. Aquel no era mi lugar. Hubiera necesitado muchos años para acostumbrarme a aquella exquisitez, a aquella delicadeza. Bajando esas putas escaleras entendí que estaba equivocado. Todo lo que tenía frente a mí era lo que había deseado y, aunque lo hubiera conseguido, aunque por alguna extraña circunstancia hubiera sido mío, jamás hubiera sido capaz de valorarlo en su justa medida. No había sido educado para disfrutarlo, tal vez hubiera podido alardear de ello, mostrarlo con orgullo, seguramente podría haber presumido de tener tamaña riqueza, pero en el fondo, cualquier mentecato del tres al cuatro con un mínimo conocimiento de arte podría haberme dado lecciones de todo lo que ante mí se mostraba. Deseaba marcharme de allí. Terminé de bajar mientras los colores del suelo pasaban a mostrarse uniformes, como si el sol se hubiese ocultado —como así había sido— y los vidrios, desmañados, no fuesen capaces de ofrecer más combinación de colores por sí mismos. El vestíbulo se ensombreció, tanto como yo mismo. Me acerqué a la puerta y giré la manilla. La puerta se abrió. Me sorprendí. En cierto modo, no quería tener la libertad de salir. Abrí la puerta y asomé ligeramente la cabeza sin atreverme a sacar el cuerpo. Estaba lloviendo. No mucho, acababa de empezar porque el suelo apena estaba mojado. Ante mí apareció una imagen que me aterró. Eran las escaleras de subida a la mansión. Estaba dentro de aquella maldita casa cuyo jardín veía a través de las rejas del portón cuando no era más que un niño. Era aquella casa delante de la cual me habían golpeado aquellos hombres hacía tanto tiempo. Era aquella jodida casa cuya vida deseaba con profusión mientras paseaba con mis pobres ropas intentando ser parte de algo a lo que no pertenecía y a lo que nunca pertenecería por más que lo desease con todo mi ser. Estaba dentro de la casa, dentro de aquella casa que me había hecho cambiar. Si en algún momento vacilé, si en algún momento no quise reconocer la verdad, si en algún momento negué la evidencia, en aquel preciso instante desapareció. Ya no podía albergar ninguna duda, todo se había cerrado en el mismo lugar en el que comenzó. Sí, es cierto, había cosas que venían de antes, ese deseo inconsciente que mi mente albergaba de disponer a mi antojo de riqueza, de fortuna, de cualquier capricho por extravagante que pudiera ser y que me hiciese sentir, quién sabe, poderoso, rico, desahogado o lo que quiera que fuese, pero no fue hasta aquel aciago día en el que me golpeó el padre e intentó consolarme y ayudarme el hijo cuando mi viaje no emprendido comenzó. En aquel instante algo cambió en mí, era aún un niño, o tal vez porque era aún un niño todo mi futuro desapareció y quedó condicionado a aquel abismo al que mi vida iba dirigiéndose inexorablemente. Apareció ante mí un camino, un camino que me pareció coherente, lógico, natural, un camino que me pareció el único posible, el camino que debía seguir, y cuyo destino era terrible, pero yo no lo sabía o no quería saberlo o no sabía reconocerlo. Era un camino que me llevaba al infierno. Creo que tuve muchas oportunidades de escapar. Posiblemente aquel día cuando, tras bajar las escaleras, abrí la puerta de aquella casa cuyo interior había imaginado miles de veces, tuve mi última oportunidad de escapar. La vida me la había revelado, quizá no la merecía, pero mostró una bondad que nunca antes nadie me había mostrado. Era demasiado tarde. Cerré la puerta y no dejé que ninguna de las lágrimas que asomaban en mis ojos cayese por mis mejillas. Esas lágrimas no eras mías, eran del niño que yacía en el suelo con la nariz sangrando, con las únicas ropas decentes que tenía empapadas y sucias, con la dignidad quebrada para siempre, esas lágrimas ya fueron lloradas. Ahora ya no había nada que llorar. Era el momento de afrontar mi destino o tal vez ya había llegado a él y sencillamente el círculo se cerraba. Todo terminaría allí poco tiempo después. Sentí por un instante cierto alivio. Sentí que todo el rencor y el odio que albergaba se volatilizaba, desaparecía, me sentí aliviado. No libre, por supuesto que no, de haberme sentido libre habría huido de allí. Estaba atrapado. No tenía ninguna duda al respecto, pero, sin embargo, la losa que me aplastaba desde aquel terrible día cuando aún era un niño se había desintegrado. Ya podía enfrentarme a mi verdad con dignidad. Fui un iluso.


Imagen creada por el autor con IA. 

En Grass Valley a 28 de julio de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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