Diario de un viaje no emprendido (xiv).


Nadie cambia de la noche a la mañana. No tenemos un botón que nos haga ser así cuando está encendido y asá cuando está apagado. No existe. Somos mucho más complejos que eso. Quise pensar que aquello que me había pasado, que aquel recuerdo que me había hecho retroceder a mi infancia me había liberado de todo lo que durante años me había atormentado. Quise pensar que todo el sufrimiento, el rencor y el odio que me carcomía por dentro había desaparecido sin más, solo porque se había dado una coincidencia, curiosa, extravagante, altamente improbable o tal vez no tanto a tenor del viaje que emprendí en mi vida. Solo porque años después estaba en el mismo sitio donde años antes había estado pensé que todo estaba resuelto para mí por más que no quisiera tomar el camino hacia mi libertad. Fui un imbécil. Aquello era mucho más simple y a la vez mucho más complejo. Mi estupidez proseguía y nada se había resuelto así, sin más. Menudo gilipollas fui. Tuvieron que pasar muchos años más hasta que realmente pude curarme si en algún momento estuve enfermo y no fue sencillamente mi ser, mi propio destino. Tuvieron que pasar muchos años más hasta que realmente pude escapar y no fue algo que quise hacer voluntariamente. Las circunstancias me obligaron a hacerlo y tuve que acostumbrarme a ello. Así fue, yo no cambié, me cambiaron. Sí, es cierto, al final es uno mismo el que sustituye su realidad por otra, pero ni fue en aquel momento, ni ocurrió de forma inmediata y por supuesto todo lo que aconteció a mi alrededor tuvo mucho que ver. Fueron muchos los años en los que no dejé de sufrir ni de odiar ni de sentir rencor hasta que encontré un nuevo lugar en mi vida o tal vez fue la vida la que encontró ese lugar para mí. Y como digo, aunque quise cambiar y me esforcé en hacerlo poco tuve que ver yo en ello y todo lo que me sobrevino a lo largo de los años fue lo realmente responsable de mi nuevo, en realidad no tan nuevo, ser.


En el vestíbulo miré alrededor. Había cuadros, bustos, jarrones… Parecía un museo. Estaba sorprendido. Había lujo, eso era indudable, pero no parecía exuberante, sin embargo, como ya he dicho aquello me superaba, me imponía. Sabía perfectamente que no podría disfrutar ni valorar nada de aquello que me rodeaba. «Una pena», pensé irónicamente y sonreí para mí. Eran muchas las puertas que daban al vestíbulo como eran muchas las puertas que había en el corredor superior de la escalera. Supuse que la del comedor sería una puerta doble, aunque no podía estar seguro, tampoco sé por qué me vino esa idea, tal vez algo que vi en mi infancia, no lo sé. Me acerqué a ella e intenté abrirla. Estaba cerrada. No hice un segundo intento. Oí a mi derecha ruidos de cubiertos y alguna conversación mullida por la tela acolchada que cubría las paredes. Me acerqué y la toqué. Era suave. Me pregunté si sería seda. No habría sabido diferenciarla. Me dirigí hacia la otra puerta y la abrí. Allí estaban padre e hijo sentados disfrutando del desayuno. Ambos me miraron. Me invitaron a la mesa. No se levantaron. Me dieron los buenos días. Me acerqué sin contestar. Solo asentí con la cabeza. El hijo me sonrió. Aunque si tuviera que describir su sonrisa me atrevería a decir que casi se burlaba de mí, pero con una elegancia tal que me resultaba complicado distinguir el gesto. Quizá ni tan siquiera se burlaba, imagino que no le merecía la pena tratándose de mí. Puede que le resultase indiferente. Si me hubiesen preguntado, me habría atrevido a decir que éramos amigos. Tal vez no buenos amigos, pero algo más que conocidos. Entonces tras mirarle la boca —no me atreví a mirarle a los ojos más que de refilón— podría haber dicho que ni siquiera sabía quién era yo. El padre me seguía con la vista. No lo sé, pero lo sentía. Estaba clavando sus ojos de azul intenso sobre mí. Me dolía. Aunque pueda parecer exagerado, juro que me dolía. Me senté. Moví ligeramente la silla para acercarla a la mesa. Noté que a derecha e izquierda de mis piernas había sendas patas. Por un momento creí que mis piernas habían sido atadas a las patas de la mesa. Tenía delante de mí muchas cosas, demasiadas: tenedores, cucharas, pan, mantequillas, vasos, tazas, pan, zumo… No sabía qué hacer. De repente llegó el mismo señor que había entrado en mi habitación. Le miré. Intenté sonreírle. Quería algo de empatía, de complicidad, lo necesitaba, aquel escenario me resultaba sumamente incómodo. Por supuesto, no me devolvió la mirada. Me ignoró absolutamente, pero, al mismo tiempo, me preguntó si deseaba algo: «Café o té». Lo dijo con el mismo tono, exactamente el mismo tono que había utilizado cuando se dirigió a mí en la habitación. Dije «Café». Me lo sirvió. Me ofreció leche. Negué con la cabeza. Se marchó. 


—¿Has descansado? —me preguntó el padre.


Le miré asustado, mi mano se paralizó mientras se dirigía a la taza de café. Sujeté el asa de la taza y los dedos comenzaron a temblar. Tuve que soltar la taza porque empezó a hacer ruido al chocar con el plato sobre la que descansaba. Pensé que si la levantaba para dar siquiera un sorbo se me caería. 


—Sí, muy bien. Gracias. 


Tal vez fue la frase más larga que dije en lo que quedaba de desayuno hasta que se marcharon y me dejaron terminar. Durante el rato que estuve con ellos apenas asentí o utilicé monosílabos. Lo sé porque estuve allí, sin embargo, apenas recuerdo nada de la conversación que mantuve con ellos, aunque, a decir verdad, aquello no fue una conversación, fue más bien un diálogo entre padre e hijo del que yo fui testigo, pero de la que no capté nada y creo que ellos lo sabían... Tal vez hablaron en otro idioma. Ni siquiera de eso estoy seguro. Sé que al marcharse me invitaron a quedarme hasta que acabase y me pidieron que me uniera a ellos en el salón. «El de la puerta doble», me dijo el padre, apenas asentí, pero estaba sorprendido, era algo parecido a mi pensamiento de hacía unos minutos. Terminé el desayuno. Tenía hambre, sí, pero mi a mi estómago le costó abrirse y dejar pasar la comida. Estaba estremecido. Tardé en dejar de temblar hasta unos instantes después de que se fueran, cuando ya estaba solo.




Imagen creada por el autor con IA. 

Entre Sacramento y Dallas a 28 de julio de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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