Diario de un viaje no emprendido (xv).



Manché el mantel. Joder, manché el puto mantel. Es alucinante. No sé ni cómo lo hice, pero allí estaba la mancha, delante de mis narices. Toda aquella parafernalia de cubiertos y demás enseres a los que debía estar acostumbrado porque para eso me había preocupado de estudiar protocolo me había puesto muy nervioso y aunque cuando padre e hijo se marcharon logré tranquilizarme algo, me fue imposible evitar que se me cayese algo de mermelada en el jodido mantel. Venga ya, no me lo podía creer. Parecía una mancha sanguinolenta, casi brillante, fosforescente. Era de un rojo intenso, tanto que deslumbraba en la impoluta blancura del mantel.  Tuve la suficiente entereza como para no intentar limpiarlo que fue lo primero que me vino a la mente: usar la servilleta, de un tejido exquisito que no supe identificar para arreglar el manchurrón rojo que había dejado. Bueno, no lo hice. Ya es algo. Cogí algo de pan y lo empapé con los restos de la mermelada del mantel. No refregué. No arreglé mucho, pero, en fin, es lo que había. Miré donde habían estado comiendo padre e hijo. Estaba perfecto. No parecía que nadie hubiese desayunado allí, si no fuera porque los cubiertos estaban usados. No había ni una puñetera miga. Coloqué el plato sobre la mancha, como si eso me librase del pecado, esperando que cuando entrara el mayordomo —ya había decidido que era el mayordomo quien entraba de vez en cuando y me había atendido en la habitación— no se diera cuenta al menos en primera instancia. Estaba aterrado, como si aquello fuera el fin del mundo. Parecía que había olvidado lo que algunas horas antes había hecho con aquel pobre vagabundo. Y en cierto modo era así. En fin, resignado doblé la servilleta como pude intentando que quedase lo más parecida posible a las que habían sido usadas antes y la dejé en la misma posición que las otras. Había hecho lo que había podido… y era un horror. Lino, creo que era lino, la tela del mantel era lino, aunque no estaba seguro, en alguna ocasión había oído decir —tal vez a mi madre— que las manchas en el lino salían muy mal, en cualquier caso, no creo que nunca hubiera tenido nada hecho con lino. Me levanté justo cuando entraba el mayordomo. Sonreí. No me miró: «Espero que todo haya sido de su gusto», me dijo. Asentí. Salí del comedor. Estaba de nuevo en el vestíbulo y me dirigí al salón. Me sentía un títere, una especie de muñeco inerme que se movía a impulsos controlados por unos bramantes movidos por no sabía muy bien quién. Lo cierto es que obedecí y entré en salón que ahora tenía las puertas abiertas. Padre e hijo estaban sentados y charlaban animadamente. Unos grandes ventanales ofrecían una vista maravillosa al magnífico jardín —del que no hacía mucho tiempo había pensado que era campo— que se veía desde la habitación donde había dormido. Los ventanales estaban ligeramente abiertos y se oía la lluvia al tiempo que entraba algo de aire. 


—Siéntate —me ordenó el padre, no fue un ofrecimiento, de eso no tenía duda, señalando una silla que estaba al lado de los dos sillones que ocupan ellos.


Asentí y me senté. Estaba aterido. Hubiera deseado cerrar la ventana antes de tomar asiento, pero fue una idea que sobrevoló mi cabeza como una hoja movida en un vendaval, incapaz de estabilizarse. Ni siquiera se me ocurrió pedir permiso para cerrarla. Temblaba de nuevo.


—Mírame —me dijo el padre—. Nunca serás como nosotros. 


Guardé silencio. El hijo me miraba atento. Yo mantuve la vista caída.


—Eso no es algo que pueda adquirirse. No es algo que pueda comprarse. 


Seguí en silencio observado por el hijo.


—Sin embargo, puedes disfrutar de todo esto… asumiendo que no es tuyo. Pero todo en esta vida tiene un precio. Tú has empezado a pagarlo, pero estás lejos de saldar tu deuda. Lo que pasó hace un par de días es tu cuota de entrada. Ya no podrás salir, pero estar aquí requiere un pago recurrente. No te pregunto si quieres aceptarlo. Ya lo has hecho. Solo deberás asumirlo. Cuanto antes lo hagas, antes podar disfrutar de todo esto. Te advierto que, en algún momento, sin previo aviso, sin explicación alguna, podremos echarte. No tendrás derecho a reclamar nada porque nada es tuyo. Nunca lo será. Hoy estás aquí porque queríamos explicártelo personalmente. Queríamos tener esa deferencia contigo. No es lo habitual, debes saberlo. En realidad, entre nosotros no hay nadie como tu: miserable. A pesar de ello, mi hijo —le miró y le señaló invitándome a mirarlo yo también: lo hice— me ha hablado bien de ti y te aceptamos. Los que pertenecemos a este, digamos círculo, somos gente poderosa, con dinero, con capacidad para hacer lo que queramos con total impunidad. Hay ciertos límites, sí, pero ninguno que no pueda quebrantarse con dinero. Ninguno, has oído bien: ninguno. Los límites los ponemos nosotros. Eso debe quedarte claro. Tú te limitarás a obedecer. Solo eso. El resto de nosotros hacemos y queremos hacer. Tú no. Tú obedecerás. Ese es el precio. Luego podrás disfrutar como los demás, aunque más te vale que no se te olvide lo primero que te he dicho: nada de esto te pertenece. Puedes estar tranquilo, no te lo recordaremos, no te lo haremos pasar mal, solo quiero que no se te olvide. De otra parte, no te faltará nada. En la práctica disfrutarás de lo mismo que nosotros, podrás hacer y deshacer a tu antojo, pero, ya sabes el matiz es el que te he explicado… Ahora, si quieres, quédate aquí con mi hijo. Él te dirá qué podréis hacer el resto de día. Yo tengo cosas importantes que atender. Se levantó. Se inclinó sobre su hijo. Le acarició el pelo y le dio un beso en la frente. Se marchó cerrando las puertas del salón tras de sí. Sus pasos resonaron en mis oídos durante un buen rato. Miré a su hijo. Me devolvió la mirada. No dijo nada. Sonrió. Otra vez esa sonrisa.



Imagen creada por el autor con IA. 

Entre Dallas y Madrid a 29 de julio de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/