Ifigenia.



Ifigenia es una mujer. Ifigenia tiene un origen mitológico incierto y tornadizo. Unos dicen que es hija de Agamenón y Clitemnestra, otros que fue hija de Teseo y Helena, pero siempre criada por Clitemnestra, quien sintió por ella amor de madre en cualquier exégesis. Su origen no es menos incierto que su destino, dramático en concepto y trágico de hecho. Ifigenia muere sacrificada en algunos textos, los del mito moral de Esquilo y Lucrecio; en otros sobrevive rescatada por Artemisa que la convierte en su sacerdotisa para sacrificar extranjeros con los que ofrendar a la diosa; a veces se transforma en toro, oso, ternera o mujer vieja para sustituirla y salvarla; o incluso también aparece en el momento del sacrificio un toro, oso, ternera o mujer enviada por los dioses, seguramente Artemisa, para dar a entender que el castigo por la afrenta provocado por Agamenón, el hombre, a la diosa estaba saldado. El infausto final del sacrificio de la mujer, Ifigenia, es sin duda el más trágico de todos los posibles, pero la deuda que la humanidad adquiere con las mujeres a través de este mito —realidad a lo largo de todas las civilizaciones— trasciende la sangre y nos lleva a un mundo desigual en el que las mujeres son tratadas como mercancía de trueque para saldar deudas contraídas por hombres tanto materiales como morales o éticas, por paradójico que esto pueda resultar. La mujer carece de valor como ser humano y constituye un elemento de comercio cuantificable y, por tanto, intercambiable: Ifigenia vale lo que la afrenta de Agamenón a Artemisa; Ifigenia vale lo que el deseo sexual de un hombre; Ifigenia vale lo que una deuda contraída; Ifigenia vale lo que un reino doblegado; Ifigenia vale lo que un malogrado negocio. Ifigenia tiene precio, es el precio de una mujer, pero una mujer no puede tener precio.


La historia escrita —normalmente por hombres: las mujeres traen hijos y los cuidan— y la vivida que no recogen los libros repite una y otra vez este intercambio. La mujer, las mujeres, se convierten en moneda para comprar y vender aquello que surge de la deuda del hombre, de los hombres, y que no pueden afrontar por cobardía, que resuelven con maldad, y tal vez con envidia y menosprecio, por más que muestren valentía y arrojo en su decisión, temple y heroísmo en su comportamiento y estén ocultos tras el disfraz de la armadura que los muestra altivos y suficientes. Pero no, la realidad, siendo esta, debe ser otra. La mujer es ser humano tanto como lo es el hombre. Y así debe ser. 


Y la historia de Ifigenia, reescrita en esta obra de teatro por Silvia Zarco y dirigida por Eva Romero, nos presenta a una mujer que es asesinada —sacrificada es un término con connotaciones religiosas que atenúa ese terrible acto— por su padre, Agamenón, para saldar su deuda con una diosa —absurda a nuestros ojos, aunque no debemos caer en anacronismos—, escondiendo tamaño homicidio tras una misión honorable —así es presentada—, como es la guerra para resarcir la afrenta cometida contra su hermano Menelao por el secuestro de su mujer, Helena —nuevamente aparece la mujer como objeto perteneciente al hombre—.


Y la obra de teatro así lo refiere, con sencillez, con crudeza, sin pretensiones, respetando y contando fielmente la historia tantas veces escrita y vivida, respetando y adaptando el contexto. Montada con exquisita delicadeza sin competir con las columnas, frontones, capiteles y basas de un escenario milenario, construyendo seis peanas sobre el «pulpitum» para permitir la declamación de los personajes —que dejan de ser actores para convertirse en personas— cuando deben prevalecer y un altar central para solemnizar los hechos más emotivos que son suficientes para contar el mito. Algunos recovecos simbólicos de la trama recaen en la «orchestra» y permiten matizar la historia y llenarla de emociones tangentes que ayudan al espectador, con una música sutil, a implicarse de lleno en la ficción como así demuestran los silencios abrumadores y los aplausos a destiempo ante la nobleza de los actos. 


Y la gente aplaude y se asombra y exclama porque comprende, porque entiende, porque sufre lo que sufre Ifigenia, porque sufre lo que sufre su madre, Clitemnestra, porque desea el heroísmo de la salvación, y el castigo de la afrenta, y la gente vitorea porque deja de ser público para ser partícipe de la obra, testigo de una realidad atroz que conmueve, con la que empatiza. La historia es narrada por personajes que se sienten vivos, no impostados; la fábula se transforma en realidad a los ojos turbados de la gente a la que le cuesta entender que un padre le haga eso a su hija, que un hombre le haga eso a una mujer, y comprende la venganza de una madre, y se aterra ante el desagravio del hijo con su madre. Eso es el teatro, un lugar para contemplar la vida.


Y la gente se va feliz, feliz pero abrumada y removida porque ha vivido una historia, una historia contada, escrita y sufrida. Una historia que nuestros ojos están demasiado acostumbrados a ver y que a veces conviene recordar para que no sea tan solo un instante en nuestra vida y se convierta en un constante que nos sensibilice y nos haga reaccionar. 



Imagen de Eva Romero.

En Mérida a 22 de agosto de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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